lunes, 14 de diciembre de 2020

La poda y la buena reputación

Qué agradable es la vuelta anual de las estaciones, el repetirse circular del tiempo.  A los tontuelos optimistas, al menos, nos encanta.  El olor de las yemas de los chopos en primavera.  El chirriar de los vencejos en verano.  Tras dimir las aceitunas, llega la poda de los olivos, el prepararlos para la cosecha siguiente.  Podar es un trabajo que me gusta mucho, y tengo la vanidad de pensar que no lo cumplo mal.  Hay que quitar los vástagos que suben, donde apenas nace fruto (aquí se los llama apropiadamente chupones), y despejar los ramos que caen, donde se acumula la producción de olivas (ramos que llaman aquí bragas, y dejemos para otra ocasión comentar la metáfora).  En general, se ha de procurar que el ramaje esté aireado y que las ramillas pequeñas (lo que en mi pueblo toma el nombre de ramulla) reciban una cantidad competente de viento y luz.

Para mi afición a las palabras, la poda tiene también otro encanto.  Podar es la continuación castellana del latín putare, y este verbo es un ejemplo más de cómo las palabras más espirituales o abstractas fueron primero términos materiales, y a menudo agrícolas.  Llamamos verso a un octosílabo, pero versus fue, antes que nada, el surco que hacían los bueyes yendo y viniendo por la tabla (versus significa "vuelta").  Espíritu o alma no significan en origen más que "aire", "soplo" (en latín spiritus o anima, palabra pariente del griego ἄνεμος "viento").  Son ejemplos corrientes de esas curiosas evoluciones del significado.

De igual modo evolucionó el verbo putare, desde su significado material, "podar", hacia otros más abstractos.  Puesto que la poda implica un cálculo, una estimación (qué ramas valen, cuáles no, qué quitar, qué dejar), putare acabó significando "estimar", "considerar", "evaluar".  En mi opinión, es evidente que la acción implicaba desde un principio la evaluación del objeto más que el cortar de ramas, por mucho que algunos compuestos, como amputare, señalen más a la tijera.  Putare implica sobre todo limpiar, eliminar lo sobrante.  Precisamente el romano llamaba putamen a la rama desechada, pero también a la cáscara del huevo, a las mondas de la fruta, etcétera.

Tal como era de esperar, putare, como voz agrícola, evolucionó fonéticamente de manera regular (la U breve da O, la T intervocálica sonoriza en D, todo ello normal en el paso al castellano) y resultó en podar, mientras que en su acepción más abstracta se perdió en el uso general del idioma, y sólo rebrotó en castellano en la forma de latinismos que, como es propio de ellos, conservan la U y la T originales.  De estos tenemos un montón: amputar, computar, disputar, imputar, reputar, aparte de diputado, disputa, reputación y una larga lista de voces castellanas que continúan el verbo latino putare pero generalmente en su sentido abstracto de "estimar".

(Dicho sea entre paréntesis, se suele decir que el apelativo familiar Pepe proviene de la abreviatura P.P. que acompañaba al santo José como pater putativus, esto es, "padre supuesto" del divino vástago.  Esta extravagante etimología la inventaría algún cura aficionado, de esos que con cuatro años de seminario todo lo sacan del latín, velis nolis.  El hipocorístico Pepe lo heredamos del italiano moderno, que llama Peppe o Beppe a los Giuseppe, los José de aquella tierra.)

La poda tiene otra virtud: como no exige demasiado esfuerzo mental, puede uno charlar con el colega (cuando Joaquín está comunicativo, que es casi siempre) o, en caso contrario, dejar vagar la imaginación por los cerros de Úbeda (que también están llenos de olivos).  A veces yo me entretengo en imaginar cómo serían esos latinismos si, en vez de perderse en las sombras de la historia, hubieran sido usadas en todo momento (como ocurrió con putare-podar); es un ejercicio que llamo "fonética ficción", y es complicado porque las posibilidades son varias ya que las leyes de evolución, por más que diga la Guardia de Hierro de la Fonética Histórica, están sometidas a muchos caprichos de los hablantes.

Así disputare podría dar algo así como despodar, y amputare resultar en ampodar o en antar, e incluso andar (si la sonorización hubiera sido precoz), en conflicto con el actual resultado de ambulare.  Sin embargo, con el verbo computare no hace falta practicar la fonética ficción, porque sí ha dado un vulgarismo en castellano: la palabra contar (computare debió de sincopar la U antes de la sonorización de la T, como lo sugiere el francés compter).  Así que en computar y contar tenemos un doblete más, para nuestra colección.

De modo que, mientras voy amputando chupones y aligerando ramulla, me complace pensar que un mismo verbo designa esta vetusta y entretenida tarea de podar, a la vez que la más vanguardista de las actividades humanas, símbolo del rabioso presente: la computación y la vida de las máquinas electrónicas cuyo diodos menudísimos orientan los electrones por los casi invisibles senderos del silicio.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Ajo y zafiros en el barro

Por no oír hablar de contagios, mascarillas y autonomías, cambio de canal y doy con el teniente Colombo, astuto policía de serie televisiva: mientras voy comiendo mi platito de alcachofas, él se ocupa en resolver cierto asesinato a manos de un maléfico ajedrecista.  (El intelectual: un malo que abunda en el género policíaco, por lo menos desde Moriarty y Fumanchú: superdotado, matemático, toca el órgano, juega al ajedrez, y es malo, ¡malooo!)

Se me va el santo al cielo pensando en que el otro día, cuando mencioné la correlación entre plebeyez y verduras, pude añadir a la cuenta el símbolo por antonomasia de la humildad proletaria: el ajo.

Ya en la antigüedad el ajo presidía la mesa del pobre, como en la segunda bucólica del mantuano, donde la criada, preparando el modesto condumio del pastor,

                       allia serpyllumque herbas contundit olentes.

Ahí ya está claramente aludido el aroma del ajo, así como en el Moretum (sea o no este poemilla cómico-heroico de autoría de Virgilio): en ambos el ajo es aliño para gente humilde.

Según Font Quer, el ajo es de origen asiático, y la primera cultura que difundió el ajo en el Mediterráneo ("todo el Mediterráneo trasciende a ajo", escribió Camba) fue la egipcia.  He buscado el pasaje de Números que menciona el manresano, donde los judíos añoran el ajo egipcio, y he aquí que está en el capítulo XI, donde suena así, en la traducción de Jerónimo (hablan los judíos, en el desierto):  Recordamur piscium quos comedebamus in Aegypto gratis: in mentem nobis veniunt cucumeres, et pepones, porrique, et caepe, et allia  "Nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, nos vienen a la mente los pepinos, y los melones, y los puerros, y las cebollas, y los ajos".

Y a mí me viene a la mente cómo el pícaro Sancho, para describir la mágica transformación de Dulcinea, no pudo dar mayor contraste con la dulzura de la amada ideal que esta nota cruel:  "Me dio un olor de ajos crudos que me encalabrinó y atosigó el ánima".  El ajo, en su condición de realidad, de verdad fétida y antonomasia de la plebeyez, ahuyenta el ensueño del caballero.

Con la misma antítesis se burla Quevedo de la escuela gongorina, cuando en su Aguja de navegar cultos proporciona la receta para la poesía elegante ("y es probada"):

                       y en la Mancha pastores y gañanes,
                       atestados de ajos las barrigas,
                       hacen ya Soledades como migas.

Cabroncete, pero cómico.

Y eso que el ajo siempre tuvo prestigio medicinal.  La tríaca del pobre, según Galeno.  Quizá por su valor antiséptico, llegó a ser usual contra cualquier peste (y aún en el XIX valía contra los vampiros, en la fábula gótica de Bram Stoker).

Para los viajeros de ese siglo XIX, el sur, y más concretamente España, huele a ajo.  Los ejemplos abundan entre los románticos.  Teófilo Gautier da incluso, para entretenimiento de sus amigos parisinos, la receta del que llama gaspacho, receta "que haría poner los pelos de punta al difunto Brillat-Savarin", y en cuyo brebaje "nuestros perros desdeñarían mojar su hocico" (la receta que da, prácticamente de su invención, suena realmente repugnante, y contiene, por supuesto, abundantes gousses d'ail).  Sea como fuere, Julio Camba, a fines de ese siglo, le da la razón:  "La cocina española está hecha a base de ajo y prejuicios religiosos".

Así que, viendo la serie de Colombo, me ha hecho mucha gracia el episodio de hoy: el detective de la gabardina pringosa descubría que el asesino había comido en cierto restaurante francés... ¡porque su ropa olía a ajo!  Tomad, franceses, de vuestra propia medicina...  El norte desdeña al sur, pero siempre hay un norte encima del norte...

martes, 6 de octubre de 2020

De malvas y otras yerbas II


La malva que comían los antiguos debía de parecerse tan poco a la que hoy vemos en los baldíos como las Lactucae del borde del camino se parecen poco a las lechugas de nuestro huerto.  Aquí arriba se ve la imagen de la μαλάχη χερσαία, la malva silvestre, tal como es representada, con acabado realismo, en el hermosísimo códice vienés De materia medica, el Dioscórides de Julia Anicia (códice del año 512 dE más o menos).  Compárese esta figura con la del artículo anterior, del mismo códice, que representa la μαλάχη κηπαία, la malva cultivada.

Aunque ya no comemos malvas (en la península ibérica, que yo sepa; pero agradeceré a quien corrija esta impresión), aún era apreciada como verdura en Marruecos, al menos en tiempos de Pío Font Quer, quien afirma, además, que el uso de la malva como verdura es novedad aportada por los árabes.  "Como verdura cocida (dice el sabio catalán) es insípida, lo cual se remienda añadiéndole una fritada de ajos y cebolla, y pimienta y otras especias, y pasándola por la sartén".

Me hace gracia la receta.  Recuerda aquella del poeta Marcial, a quien no debían de gustar las acelgas (como me pasaba a mí hace tiempo) cuando escribió este dístico que las injuriaba como "fatuas":

                   Ut sapiant fatuae, fabrorum prandia, betae
                        o quam saepe petet vina piperque cocus!

"Para que sepan algo las insípidas acelgas, comida de obreros, ¡cómo se afana el cocinero en añadirles vinos y pimienta!"  ¡"Fabrorum prandia"!  ¡"Comida de obreros"!  Seguimos, ya se ve, en la onda de Hesíodo, Aristófanes y Horacio, asignando significado social a ciertos alimentos.  Y casualmente resultan perdedoras, en la estima, las sanísimas verduras.  No nos extrañaremos, pues, de salir carnívoros, cuando nuestra cultura nos incita a consumir caza para acercarnos a la nobleza, cúspide social (y también, por tanto, al colesterol alto y a la gota), abandonando las verduras, pasto de proletarios.

Claro está que Font Quer menciona la malva por sus virtudes médicas, las que también interesaron a Dioscórides: el médico griego la llama μαλάχη /ma-lá-jee/ (se refiere, parece ser, a Malva sylvestris), y dice lo que sigue, en la traducción de Laguna (pág. 202):  "Tenemos dos especies de malvas, una doméstica y otra salvaje: de las cuales para comer es mejor la doméstica, dado que [entiéndase: aunque] ofende al estómago.  Molifica ésta el vientre, y principalmente sus tallos..."  De hecho, a causa de esta virtud emoliente, los griegos relacionaban μαλάχη con el verbo μαλάσσω "ablandar".

En el libro xxvi de su enciclopedia, dedicado a las hortalizas, Plinio elogia la malva: in magnis laudibus malva est utraque, et sativa et silvestris, dice el romano.  Diríase que sigue a Dioscórides en distinguir entre la malva hortense y la montaraz, aunque la distinción es más antigua.  Plinio toma noticias de aquí y de allá, del facultativo Nigro, de la comadrona Olimpíade de Tebas; y, siguiendo su costumbre, no le arredran las opiniones rayanas en la extravagancia:  "Si le pones encima una hoja de malva, el escorpión se atonta".

Diríase, pues, que la malva, ya medicina ya alimento, estaba tan bien arraigada en la tradición popular antigua, que continuó representando en nuestro siglo de oro la pobreza y la humildad.  En efecto, a ser nacido en el pueblo llano se le llamaba en nuestro idioma clásico "nacer en las malvas".  De ahí la graciosa letrilla: "siendo nacido en las malvas / y criado en las ortigas, / ¡dos higas!"  Y en Mira de Amescua declara un enamorado su amor a la dama, derivado no de la nobleza y alta cuna de la señora, sino sólo de sus encantos personales:

                  y quiérola tanto, en suma...,
                  que a don Juan se la pidiera
                  aunque en las malvas naciera,
                  como Venus de la espuma.

Estas humildes yerbas, en fin, seguirán siendo objeto de nuestros cuidados, pues algún día, según el adagio, nos iremos todos a criar malvas.

lunes, 5 de octubre de 2020

De malvas y otras yerbas



Recuerdo ahora la primera vez que estuve en Bolea (esto fue el milenio pasado): Bolea es un pueblo al norte de Huesca con una colegiata espléndida y, en la colegiata, un no menos espléndido retablo flamenco.  Conocimos allí a un anciano simpático y con muchas ganas de hablar.  Se ve que entonces todavía tenía yo ganas de escuchar, porque me acuerdo muy bien de la conversación, y sobre todo del cuento didáctico que a continuación refiero, única parte de la charla que cabe en un blog de botánica.

Diz que un ciego, montado en su burro y guiado por un muchachuelo, visita una finca con intención de comprarla; allí espera ya el vendedor.  El ciego se apea y ordena al lazarillo:  "Muchacho, ata el burro a una mata de malvas".  "No hay mata de malvas ninguna."  "Pues amarra el ronzal a un marruego."  "Tampoco veo marruego por ningún lado."  "Pues campo que no cría ni malva ni marruego, no lo quiere el ciego".

La conseja enseña (explicaba el abuelo) que el marrubio y la malva sólo crecen en buenas tierras, y su ausencia, por ende, las declara malas.  (Supuse yo entonces --y sigo suponiendo-- que el marruego es el marrubio: en el diccionario de Borao sólo encontré marrueco, definido vagamente como planta medicinal.)

La malva es vegetal de vetustísima raigambre literaria.  Ya es mencionada, como μαλάχη (universalmente aceptado como nombre griego de la malva), en un célebre, si bien un tanto esotérico, pasaje de Hesíodo (Trabajos y días 40-41):

                  νήπιοι: οὐδὲ ἴσασι ὅσῳ πλέον ἥμισυ παντὸς
                  οὐδ᾿ὅσον ἐν μαλάχῃ τε καὶ ἀσφοδέλῳ μέγ᾿ὄνειαρ...

"¡Ingenuos!  No saben en cuánto es más la mitad que todo, ni qué gran utilidad hay en la malva y el asfódelo" (traducción de Luisa Liñán; pido disculpas por los dos puntos, pero no encuentro el punto alto).  Aunque la frase es un tanto oracular, se aprecia, por el paralelismo con ἥμισυ y πᾶς, que la malva y el asfódelo son citadas en su condición de plantas humildes.

No cabe, en cambio, duda de que es ése exactamente el carácter con que la cita Crémilo (el protagonista de la comedia Pluto de Aristófanes) cuando increpa a Πενία, la Pobreza, por obligarle a llevar harapos en lugar de vestidos, apoyar la cabeza en una piedra en vez de almohada, y

                                         σιτεῖσθαι δ᾿ ἀντὶ μὲν ἄρτων
                  μαλάχης πτόρθους,

"comer, en lugar de panes, esquejes de malva".

La malva continúa en tiempos romanos como símbolo de humildad y pobreza.  En los epodos del famoso Beatus ille rechaza Horacio los alimentos supuestamente ricos:

                  non afra avis descendat in ventrem meum,
                       non attagen ionicus,

"no baje a mi vientre la pintada africana o el francolín jonio", antes prefiere los vulgares y pobres: 

                  iucundior quam lecta de pinguissimis
                       oliva ramis arborum,
                  aut herba lapathi prata amantis et gravi
                       malvae salubres corpori.

"más gustoso que oliva escogida del más pingüe ramo, o la romaza, del prado amante, y las malvas, sanas para el enfermo".  Parecida mención se encuentra en la oda I 31:

                                       me pascunt olivae,
                  me cichorea levesque malvae,

"son mi sustento olivas, la achicoria y las ligeras malvas".  Quizá algún lector o amable lectriz no sabe qué son "olivas": olivas pedimos, hace un par de veranos, a una camarera de Guetaria y con su voz argentina (no de plateado sonido, sino de Argentina, América del Sur) nos pidió explicaciones: hubimos de aclarar que los de Aragón llamamos olivas a las aceitunas.  (En esta tierra, además, la mayoría llama olivas a las negras, arrugaditas, apergaminadas, tal como se aliñan aquí, con austeridad aragonesa; a las verdes, carnosas, húmedas, andaluzas y a menudo muy sazonadas con yerbas, sólo a ésas se las llama aquí aceitunas.)

domingo, 27 de septiembre de 2020

Decumbente y procumbente


Más de una vez me han preguntado por el significado preciso de estas palabras, y yo respondo lo mismo, esto es, que no lo sé: lo único que puedo decir es lo que han significado en latín clásico, o, como mucho, el significado que cabe deducir de sus componentes (prefijos, radical).  En efecto, lo que significan estos adjetivos en Botánica es decisión de los botánicos: el hablante (el tipo de la calle, en su caso, o el técnico, o el profesor, o el herborizador) es quien decide el significado de una palabra, dando una vez más la razón a Humpty Dumpty: el problema no es "qué significa una palabra", sino "quién manda aquí".

En mi casa, cuando yo era niño, mi abuelo Antonio mandaba mucho.  No era mi abuelo, era el abuelo de mi madre: así que mi abuelo era realmente mi bisabuelo.  Había sido alcalde en su pueblo y tenía el hábito del mando.  "Acércame el pelígono", decía (cuando decía: normalmente hacía el gesto, y tú tenías que adivinar).  Y nosotros, obedientes, le acercábamos el bolígrafo.  Él, al bolígrafo, lo llamaba pelígono.  Más o menos todo el mundo tiene ejemplos en casa de voces a las que, por autoridad, por juego, o por lo que sea, se les otorga un significado arbitrario, válido sólo en el ámbito doméstico.  La cuestión no es qué significa; la cuestión es quién manda (y en casa no manda la RAE).

Aquí, pues, diré lo que sé (que no es mucho) sobre el significado de las palabras en latín clásico, o según sus componentes.

En decumbente y procumbente se reconoce bien el radical del verbo cubare "estar acostado".  Es un verbo corriente en latín clásico, con muchos compuestos.  Por ejemplo, accubare significa "estar acostado al lado" (el prefijo ad significa cercanía), lo que en tiempos helenizados, en que los señoritos de Roma se tumbaban a comer en triclinios, equivale a "estar a la mesa junto a (otro)".  Concubare sería pues (cum indica compañía) "estar acostado con", que con facilidad adopta un significado sexual (éste se reconoce en concubitus y en concubino, concubina; también en íncubo, súcubo, etc.).  Incubare lo aplicamos aún a las gallinas y a su puesta.

Frente a cubare "estar acostado" (verbo, pues, de estado) el verbo *cumbere "acostarse" indica el cumplimiento de la acción (ponemos el asterisco a las palabras supuestas: pues ese verbo en latín clásico no lo conocemos suelto, sino sólo acompañado de prefijos: accumbo, incumbo, procumbo etc.).  Así que frente a accubo "estoy acostado junto a", accumbo significa "me acuesto junto a".

Pues bien, los prefijos latinos son bastante precisos en su significado primitivo, que es, por supuesto, material, físico.  Ad indica proximidad, cum indica compañía, per indica cruzar, atravesar, etc.  Según eso, el verbo decumbere significará "tumbarse en el suelo", ya que el prefijo de vale "abajo" o "hacia abajo".  Pro, por su parte, significa "hacia adelante", de modo que procumbere significa "tumbarse hacia adelante".

El uso clásico corrobora esto: decumbere indica la acción de irse a la cama, también la de sentarse a la mesa, y en particular describe el acto del gladiador que, reconociéndose derrotado, se tira por los suelos.

Por su parte, en procumbere el sujeto se inclina hacia adelante, por ejemplo para hacer frente a la fuerza del viento o a la corriente de un río, y también indica el acto de prosternarse.  Pero en algunos casos se confunde con decumbo, pues significa "echarse a tierra", o "sucumbir" (en sentido material "ante los golpes del enemigo", y en sentido moral "a los placeres"; sub significa "debajo", así que succumbere originalmente significaría "echarse debajo").

Como se ve, si hay una diferencia entre los términos decumbens y procumbens sería esta: lo decumbente cae a tierra, lo procumbente sólo se inclina.  (Se inclina "hacia adelante", para ser exactos; aunque en una planta, creo yo, sería difícil establecer qué es "delante" y qué es "detrás".)  Claro que, si algo se inclina mucho, más bien se derriba, y entonces procumbente poco se diferencia de decumbente.  En cualquier caso, ni uno ni otro participio, por sus componentes propios, indica nada (como en alguna ocasión se ha sugerido) sobre la mayor o menor erección de la porción distal.

He puesto arriba una fotografía de Prenanthes, si no me equivoco.  Como todas las Prenanthes que me he encontrado tenían esa tendencia a cabecear (que no sé si se percibe bien en esa mediocre foto), a vencerse el tallo hacia el suelo, en algún momento formulé la hipótesis de que alguien creó el término πρηνανθής, que en el fondo significa "flor procumbente", por no crear un género a partir de un término como procumbens, que supongo muy corriente en las descripciones.

Dicho sea de paso, el latín médico (que es más bien medieval o renacentista, y en general poco clásico, exactamente igual que el botánico: ¿acaso no son el mismo?) llama decubitus pronus al estar tendido boca abajo (en latín clásico se hubiera dicho más bien procubans o procubante), mientras que llama decubitus supinus al estar tendido de espaldas: eso el latín clásico lo hubiera expresado más bien con el participio recubans, como en el famoso verso que inaugura las églogas virgilianas:

                Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi...

                "Títiro, echado de memoria bajo el dosel del haya frondosa..."

Permítanme esta broma al traducir recubans "de memoria", pues es así como dicen "boca arriba" en Sadaba y otros lugares de las Cinco Villas, y es esa una expresión que, al principio por broma (teníamos una cuñada pentapolitana), luego por costumbre, quedó en casa (como pelígono, en honor del abuelo, para designar el bolígrafo).

Verduras

Anoté aquí (al tiempo de empezar este cuaderno de latín y botánica) un romance de Lope de Vega que podríamos calificar de botánico, pues enumera diversas plantas: pensaba yo que podría comentarlo un día, si alcanzaba mayor conocimiento del mundo vegetal.  Sigo igual de ignorante, pero en este lapso he conseguido algunos libros de interés, como el De materia medica de Dioscórides, y su traducción y comentario por el médico y humanista segoviano Andrés Laguna; con lo que se me ha ocurrido que podrían arrojar luz, en especial el último, sobre algunos detalles del romance.  Porque la traducción y comentario de Laguna vio la luz a mediados del quinientos, y cabe suponer que nuestros ingenios áureos (Cervantes, Lope, Góngora) abrevaron en este libro sus conocimientos botánicos y farmacológicos.

Pues bien, de mi colación del poema con el tratado de simples no ha salido gran cosa de interés.  Pero ya que me he tomado el trabajo de copiarlo, y como a alguien quizá le divierta, terminaré ahora por editar esta página.

El romance, muy conocido (es de la juventud de Lope, y se publicó en 1593, en la Cuarta parte de la flor de romaces), comienza así:

               Hortelano era Belardo
               de las güertas de Valencia,
               que los trabajos obligan
               a lo que el hombre no piensa.

Belardo, claro está, es el sosias de Lope, y así lo entendían los contemporáneos, que leían al fénix como quien lee ahora Diez minutos, con ánimo de brujulear en las últimas aventurillas eróticas del comediógrafo.  Casualmente el hombre andaba por Valencia.  Continúa así:

               Pasado el hebrero loco
               flores para mayo siembra...

Obsérvese ese febrero vuelto hebrero por mor de una ley fonética que a menudo se cita para demostrar no sé qué vaciedades; dejémoslo aquí.  El resto del romance contiene la enumeración de interés botánico.

               El trébol para las niñas
               pone a un lado de la güerta,
               porque la fruta de amor
               de las tres hojas aprendan.

¿Qué tiene que ver el trébol con el amor?  Aquí, me parece, ni Dioscórides ni Laguna nos servirán de nada.  Sospecho que Lope podría no aludir aquí a las virtudes de la fabácea, sino (algo no raro en textos de la época) al aparato masculino que, con sus adláteres, a menudo se llama, en literatura erótica, el uno, dos y tres, o el trébole, o el trébol.  Aunque en este romance no me parece evidente, ni mucho menos.

               Albahacas amarillas,
               a partes verdes y secas,
               trasplanta para casadas
               que pasan ya de los treinta.
               Y para las viudas pone
               muchos lirios y verbena,
               porque lo verde del alma
               encubre la saya negra.

A la albahaca, que parece ser el ὤκιμον de Dioscórides (y el Ocimum basilicum de Lineo), no le veo ninguna relación ni con el matrimonio ni con la edad; sólo me choca esta observación del griego: "si se come mucha, produce ambliopía".  Caramba; mucha habrá que comer, pero que mucha, supongo yo, para que se nuble la vista; esto lo digo como adicto al pesto genovese.

¿Y los lirios con las viudas, qué?  Pues lo mismo.  No encuentro la relación.  Se supone que Dioscórides está hablando de las azucenas o Lilium candidum de Lineo (algo escribí aquí sobre la voz lirio): el médico griego lo llama κρίνον βασιλικόν, que Laguna traduce por lirio real: y esta juntura me trae a la memoria mi infancia y los atareados tarareos de mi madre emulando a Joselito:  ¿Por qué ha pintao tus ojeraaas la fló del lirio reááá...?

De las verbenas, lo mismo.  Unas hierbas que, por lo que dicen, se recogían la noche de san Juan (de ahí el otro sentido de la palabra verbena) más parecen para doncellas que para viudas.  A la verbena Dioscórides la llamaba περιστερεόν ὕπτιος, que López Eire traduce por "palomera acostada".  El nombre le viene, según el autor griego, de que es una hierba que gusta a las palomas (περιστεραί en griego).

               Torongil para muchachas,
               de aquellas que ya comienzan
               a deletrear mentiras,
               que hay poca verdad en ellas.

Toronjil es el μελισσόφυλλον de Dioscórides: el nombre griego alude, según el médico, al amor de las abejas por esta yerba (abeja en griego es μέλισσα, o bien μέλιττα en el dialecto de Atenas, palabra derivada de μέλι "miel").  De su variante latina, melissophyllon, viene el nombre de melisa que usamos en castellano.

               El apio a las opiladas
               y a las preñadas almendras,
               para melindrosas cardos,
               y ortigas para las viejas.

La opilación u obstrucción de vasos, tan buscada, y temida, en el siglo de oro, sí que parece ser una de las especialidades del apio.  Al menos esto se lee en Dioscórides: la traducción de Andrés de Laguna dice del apio que "relaxa las tetas endurezidas por razón de la leche cuajada en ellas".

¿Los cardos para las melindrosas?  Sí, pero probablemente no por su virtud médica, sino porque con sus espinas pican, verbo de connotaciones eróticas a fines de ese siglo.

También las ortigas (u hortigas, como escribe Laguna) parece que tienen virtud que atañe a las viejas, o que a Lope se lo pudo parecer.  "Su simiente (se lee en la traducción del segoviano), bebida con vino passo, estimula a luxuria y desopila la madre".

               Lechugas para briosas,
               que cuando llueve se queman,
               mastuerzo para las frías
               y asenjo para las feas...

La farmacopea indica la lechuga para las que tienen mucho brío, o temperamento tan ardiente que se queman con la lluvia (y ésta no es la meteorológica).  En efecto, según Laguna "la lechuga es fría y húmida en el excesso tercero" (que es mucho frío y humedad: esto es de cosecha de Galeno, más que de Dioscórides).  Por esta razón, "bebida la simiente de la lechuga, es útil a los que sueñan a la continua sueños muy luxuriosos, y refrena los apetitos venéreos".

Contrario efecto, y por ende está bien aconsejado para "las frías", tiene el mastuerzo, que es quizá la mostaza (el Lepidium sativum según López Eire), cuya simiente "es aguda y caliente" y, naturalmente, "excita a la luxuria".  En estos dos últimos vegetales Vega y Laguna coinciden.

Por último, no encuentro otra relación entre el ἀψίνθιον (o Absinthium) y la belleza si no es la mala voluntad de Lope hacia "las feas": quiere decir, aunque parece injusto, aquellas que no fueron de su gusto.  A éstas las condena a la amargura del ajenjo.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Rojo VI

Iba a pasar a otro color (la monocromía aburre) cuando caigo en la cuenta de que sólo he examinado (de aquellas maneras) los nombres de color griegos.  Están por ver, por pura equidad, los rojos de antedecente latino.  Veámolos brevemente.

En latín el nombre básico para "rojo" es ruber; creo que aquí ya hemos hablado de rúbrica, rubricar y Rubricatus o Llobregat.  Pasemos derecho a los nombres botánicos.  Enseguida damos con Centranthus ruber o Cytisus (pronúnciese /ký-ti-sus/) ruber, con el adjetivo en masculino.  En femenino lo encontramos en la Minuartia rubra, así como la Cephalanthera, la Pulsatilla, la Spergularia, la Festuca, todas ellas con el añadido de rubra "roja"; aquí encuentro también rojas una Sarracenia, que es carnívora, y árboles rojos (rojas en latín, donde los árboles son femeninos) como el Carpinus o el Quercus rubra (el roble americano).

Hablando de roble, es muy probable que robur, nombre que designa esta planta en latín, contenga el mismo radical "rojo" de la palabra ruber, justificado por el color de su madera.  Así que el roble rojo americano o Quercus rubra tiene nombre doblemente colorado, el botánico y el comercial.

Por terminar con los géneros del adjetivo ruber: la forma neutra (rubrum) me aparece en el Echium rubrum y en el Ribes rubrum.

Y ya que estamos en Ribes, mencionaré que este nombre genérico no es de origen latino: Ribes viene, parece ser, del árabe rabas, a su vez originado en una palabra (rawas o rawash) que designaba en persa al Rheum ribes de Lineo (una poligonácea, como los otros ruibarbos).  Encuentro que la primera documentación de ribes figura en el Liber Serapionis aggregatus in medicinis simplicibus, una traducción al latín, hacia la segunda mitad del siglo XIII, de la obra médica de ibn Sarab o Serapión.

En cambio, sí está emparentado con el latín y el color rojo (en su forma latina rubeus, origen del castellano rubio) el nombre de la Rubia, que yo sospecho originado en España, aunque sobre esto me falta bastante por averiguar.

El adjetivo ruber rubra rubrum no es raro en campos de la biología distintos de la botánica: está, por ejemplo, en el nombre del flamenco, Phoenicopterus ruber, donde coinciden en indicar ese color, tan característico del ave, tanto el latín ruber como el griego φοῖνιξ.  En femenino el adjetivo está, por ejemplo, en el cerambícido Stictoleptura rubra.

Ruber, por último, entra en composición con otros vocablos (por ejemplo el Chaenorrhinum rubrifolium proclama con su nombre específico que las hojas tienen aquel color), y encuentro en mis papeles una mariposa que llaman Idaea rubraria: no sé muy bien qué quiere decir eso de rubrera: ¿"fabricante de rojo", quizá?  Un pescado, en fin, lleva el adjetivo en su forma superlativa: Sebastes ruberrimus; la gallineta es, pues, "rojísima".

Las hojas del Geranium robertianum tienen a menudo un vivo, llamativo color rojo, y es natural que ese tono, tan inusual en hojas de yerba, le haya dado nombre: en efecto, fue conocido como herba rubra.  Algunos afirman que la confusión entre el adjtivo ruber y el antropónimo Robert (esto se concibe más fácilmente en el ámbito francés) explica que la planta acabase bajo la santa protección del obispo de Worms, como herba Ruperti, antes de pasar Roberto al binomen botánico.  Se non è vero... es al menos verosímil.  Ese geranio tiene, para más inri, una subespecie purpureum.

Antes de abandonar del todo el adjetivo ruber, mencionaré también el adjetivo castellano rodeno, que da nombre local al Pinus pinaster abundante en las areniscas rojas de Teruel (y en toponimia da nombre a varios pueblos como Rodén o Rodenas).  Con altísima probabilidad, rodeno viene de la raíz germánica ºrheudh- que produce red en inglés, Rot en alemán, y ruber en latín (el hecho de que los nombres de "rojo" en germánico y latín --y griego ἐρυθρός-- se remonten a la misma raíz indoeuropea confirman el carácter primigenio de ese color, según la tesis de Berlin y Kay mencionada).  Y señalaré una vez más que la acentuación correcta del nombre del pueblo turolense es Rodenas, y no Ródenas, que no es más que el capricho de un alcalde del pueblo que creyó (como creen tantos panolis) que es más elegante lo esdrújulo que lo llano.

Otros adjetivos que indican el color rojo han sido descuidados, quizá, por los botánicos.  Por ejemplo, igneus, que, derivado de ignis ("fuego" en latín) corresponde al griego πυρρός (derivado de πῦρ): lo encuentro en zoología (por ejemplo, en el nombre del reyezuelo listado, Regulus ignicapillus, literalmente "de pelo encendido", y es buena definición), pero no entre los nombres de plantas (por lo menos entre los que tengo a mano).

En cambio el adjetivo sanguineus o "sanguíneo" (en referencia también, claro es, al color de la sangre) lo tenemos en Cornus sanguinea, cuyas hojas al final del verano toman el color de la sangre recién coagulada; uno de sus nombres vernáculos es, al parecer, sanguino (aqunque éste tambien designa, por lo visto, al Rhamnus alaternus); y con el Cornus sanguinea comparten adjetivo cromático el Crataegus sanguineus y el Geranium sanguineum.

Hay otras hierbas con nombre sangriento (sanguinarias, Lithodora fruticosa o hierba de las siete sangrías), pero ahí la sangre no expresa color sino virtud médica.

Y dejaré aquí el color rojo hasta otra ocasión.

lunes, 31 de agosto de 2020

Plantas de las cumbres del Pirineo


Aunque sin particular afición a las presentaciones de libros, el azar, la amistad, los años me han llevado a unas cuantas, en los más diversos escenarios: librerías, galerías de arte, aulas, monasterios; una vez incluso (en Coimbra si no mal recuerdo) en una vieja capilla gótica convertida en cafetería universitaria.  Pero el día 6 de agosto pasado asistí a la más insólita, y deliciosa a la vez: la reciente edición de Plantas de las cumbres del Pirineo (Prames) nos sacó al aire libre, en un día claro que derramaba espléndida luz sobre el lago Helado de Monte Perdido, lugar donde se presentó, muy adecuadamente, a más de tres mil metros de altura sobre el mar.  Un libro así necesitaba una presentación así: extraordinarios el uno y la otra.

¡Qué estupenda, esta obra, para adictos como yo, que al conocimiento limitado de la flora suman una notable incompetencia para el manejo de las claves taxonómicas!  Cada una de las más de seiscientas plantas censadas está acompañada de su correspondiente fotografía, que proporciona una imagen típica del vegetal, especialmente en su estadio florido.  De modo que esta guía de vegetales alpinos es de inmediata utilidad para cualquiera que se aventure por esos riscos, tenga o no conocimientos técnicos de botánica.

Claro es que a quien busque información técnica, y esté en disposición de comprenderla, no le defraudará un texto donde cada planta reseñada se acompaña de una completísima ficha que, en abreviatura o por signos convencionales, informa de los sectores pirenaicos ocupados por el vegetal, de su abundancia o escasez, de su distribución en las diversas regiones botánicas, de sus suelos y ambientes preferidos, del trecho de alturas en que hace su vida, de su forma biológica, con el kamasutra completo de sus flores, incluidos los estilos de polinización y de dispersión de semillas, de los tipos de flor y de inflorescencia...

No pretendo ser exhaustivo; sólo quiero subrayar, por último, que cada planta dispone de precisos y elegantes dibujos que, ora muestran la imagen entera, desde la sumidad a las raíces, ora describen aquellas partes del vegetal (brácteas, flores, hojas, secciones de tallo y demás) con los rasgos más característicos para la diagnosis de la especie: el dibujo, unido a la fotografía, nos pone muy fácil la identificación a los torpecillos.

Y, claro está, texto e imágenes se completan con unas claves de identificación orientadas a facilitar la discriminación de especies en los géneros más complicados, así como los correspondientes catálogos e índices.

No está a mi alcance una valoración técnica de la obra: me faltan conocimientos.  Escribo, pues, más bien como aficionado a la lectura y a los libros.  La introducción a la flora alpina pirenaica, que constituye el meollo del texto, está llena de informaciones interesantes.  Las fotografías de paisaje, aun orientadas a ilustrar conceptos sobre ambientes o distribución, son espléndidas.  La maquetación, compleja y muy exigente, se ha resuelto con elegancia.

Y como he asistido de lejos a la gestación de esta obra, a lo largo de muchos meses, puedo hacerme una idea del esfuerzo que ha supuesto batir esas alturas inhóspitas, recopilar los datos históricos, buscar el tiempo y la luz más adecuados para fotografiar una flor, elegir y realizar el esquema con que facilitar la identificación de una compuesta...  Son todo tareas de mucho empeño, en tiempo y atención, generosamente entregados sin contrapartida; tareas que sólo es posible llevar a cabo por gusto y por afición, por mucha afición.

En la fotografía, aquí arriba, obtenida ese día 6 de agosto en el lago Helado de Monte Perdido, los autores de Plantas de las cumbres del Pirineo exhiben un cartel que reproduce la portada del libro.  Son, de izquierda a derecha, Ernesto Gómez, Manuel Bernal, Daniel Gómez, Antonio Campo, José Vicente Ferrández, José Ramón Retamero, y Víctor Ezquerra.  Ernesto ha realizado la difícil maquetación de la obra.  Daniel es, por así decir, el director de orquesta.  Los demás son excelentes floristas y fotógrafos.  José Vicente, además, es autor de los dibujos.  Todos ellos, como he dicho más arriba, son aficionados, no en la acepción limitante, sino en el sentido noble de la palabra.

[Corre la especie de que alguno de estos cayó al bajar de Monte Perdido.  Estoy en condiciones de negarlo tajantemente.  Por lo demás, el valor no está en caer, sino en ser ascendido, en ser assumptus, en subir en brazos de los ángeles, como la santa virgen: eso sí que tiene mérito.]

jueves, 27 de agosto de 2020

De turbantes y tulipanes



Quién iba a decir que un tocado turco, una prenda de la cabeza, iba a tener esta descendencia botánica.  Pero es así: al menos dos plantas, quizá sería mejor decir dos flores, deben su nombre a la semejanza formal con el turbante turquí, lo que nos lleva a los tiempos de Mehmet I y de Solimán el Magnífico...  He aquí la primera vez que aparece nombrado ese tocado en castellano, en 1588, en una canción de don Luis a la "Armada invencible" en la que (tras insultar a la Virgin Queen con el hendecasílabo "mujer de muchos y de muchos nuera") se acuerda de Turquía e invoca a Cristo:

                            que él hará que tus brazos esforzados
                            llenen el mar de bárbaros nadantes
                            que entreguen anegados
                            al fondo el cuerpo, al agua los turbantes. 

Nadie se sorprenderá de que la voz española turbante venga del turco tülbent; llega al castellano a través del francés, o quizá del italiano turbante (que parece la forma de tülbent más vieja en las lenguas neolatinas).  Ahora bien, la palabra tülbent tiene muchas variantes en las propias hablas turquescas: tülbant, tulbant, tulpant, tulipant, tolipant...  Ahí ya ven ustedes cómo se perfila la palabra tulipán.  De modo que turbante y tulipán vienen a ser un doblete turco en nuestra lengua.

La opinión más difundida pretende que a la flor se la llamó con el nombre del tocado por su parecido formal; según otra interpretación, hubo un error de traducción de las Cartas de la embajada (de las que luego hablaré) y se tomó la voz turca en sentido botánico (Cortelazzo: el nombre turco del tulipán es lâle).  Sea como fuere, la palabra castellana viene probablemente a través del francés, donde, al principio, a la flor se la llamó tulipan, aunque ahora lo llaman tulipe (y de ahí nuestra voz tulipa, que con turbante y tulipán hace ya triplete, y luego, claro, el árbol llamado tulipero).

El cultivo del tulipán parece remontar al imperio bizantino (y hay indicios de su presencia en Al Ándalus hacia el siglo XII, con el nombre de "cebolla macedonia": alguno afirma que a Holanda llegó desde España).  En todo caso, ya estaba en auge en la Estambul de Solimán el Magnífico, y fue allí donde consiguió el embajador de Viena los primeros bulbos de tulipán llegados a Centroeuropa.  Este embajador es personaje interesante y le dedicaré unas líneas.

Ogier Ghislein de Busbecq, nacido en 1522 junto a Lila, en Comines (hoy ciudad francesa fronteriza con Bélgica, pero entonces perteneciente al Sacro Imperio Romano), era un humanista, buen lector de los clásicos latinos y griegos, típico funcionario de la administración imperial.  Fernando I (hermano de Carlos V) lo nombró en 1554 orator (embajador) ante la Sublime Puerta.  De modo que Busbecq vivió en Constantinopla hasta 1562: ocho añitos en Turquía que el hombre aprovechó maravillosamente, como a continuación se verá.

Nada más llegar, en 1555, las obras en una mezquita de la lejana Ancara sacaron a la luz una larga inscripción grecolatina: allá corrió Busbecq, y fue así el primer europeo en identificarla como el testamento de Octavio Augusto.  (Hombre de talento para la propaganda, como Carlos V y Solimán, Augusto se había asegurado su imagen futura con una especie de autobiografía oficial de la que ordenó hacer copias en diversas lenguas y exhibirla por todo el mundo.  ¿Pudo imaginar alguna vez que nos llegaría a través de un ejemplar de la remota Ancyra?  Pues ahí está, el hoy conocido monumentum Ancyranum.)

La embajada de Busbecq tuvo también notables consecuencias botánicas: él trajo a Europa occidental del hippocastanum o castaño que fue llamado "de Indias".  No nos sorprendamos por este nombre: aunque el Aesculum hippocastanum de Lineo es originario de los Balcanes, los europeos del siglo XVI, por culpa de gente como Colón y Elcano, tenían un cacao notable con la geografía y ya no sabían de dónde les caían las hierbas y los animales: no hay más que ver que los ingleses llaman turkey al pavo, que, este sí, venía de América.

Además del castaño de Indias, Busbecq importó desde Turquía las lilas (Syringa vulgaris de Lineo) y los tulipanes (Tulipa gesneriana).  El belga anotó su experiencia turca en unas Legationis turcicae epistulae IV o Cartas de la embajada turca que, publicadas en 1581, difunden por vez primera el texto de las Res gestae divi Augusti (monumentum Ancyranum o epígrafe de Ancara).

La subsiguiente historia del tulipán no carece de interés.  Hay plantas que, ciertamente, se han vendido caras, desde la pimienta en el medievo hasta la coca de nuestros días.  Pero no sé si hay ejemplo comparable al del tulipán.

Sabido es que el cultivo de esta flor gozó de un predicamento extraordinario en Centroeuropa: véanse los espléndidos ejemplares del príncipe obispo de Eichstätt, reproducidos en el Hortus Eystettensis de Besler (1613), o las acuarelas pintadas con primor por Nicolás Robert, no muchos años después, en el Libre des tulipes (del que sale la imagen de aquí arriba).  Pues por esas fechas ya hacía furor en Holanda el cultivo del tulipán, donde había sido introducido hacia 1590, quizá por Charles de l'Écluse.

El furor fue tanto que a partir de 1620 comenzó una espiral de precios inaudita para una mercancía meramente ornamental.  En Holanda la tulpenmanie o tulipomanía alcanzó el extremo de que un solo bulbo se vendiera por el precio que, a base de pan, habría podido sustentar un año entero a un pueblo mediano.  Fue quizá la primera burbuja financiera del capitalismo europeo, y cuando estalló, en febrero de 1637, causó inmensas pérdidas, con su secuela de quiebras y bancarrotas.

Voy a poner fin a este cuento, que comencé cuando preguntó Daniel de dónde venía la palabra martagon.  Pues resulta que viene del turco martagan que, según coinciden varios autores, designaba un turbante que estuvo de moda en tiempos de Mehmet I.  Y, esta vez sí, parece que el nombre es pura metáfora formal.  Señala Corominas que al Lilium martagon se le llama en alemán Türkenbund ("turbante turco": mi Slaby-Grossman le da la razón).  Me pregunto si la acentuación en la O responde a galicismo (prácticamente en todos los romances aparece simultáneamente esta palabra en el siglo XVI).

Ahí están, dos hijos del turbante: el tulipán y el lirio martagón.

sábado, 25 de julio de 2020

Mesembryanthemum



Con esto de la clausura he cogido el vicio de visitar por la red alguno de los grupos de botánicos, entomólogos y demás donde hacen públicos comentarios y fotografías, a menudo interesantísimos, sobre los objetos de su afición.  En uno de ellos, Sara Carretero Blasco mostraba la imagen de arriba, hecha en Mojácar, Almería, de una planta descrita por la autora (a quien agradezco el permiso para reproducir aquí su foto) como endemismo, e identificada por un miembro del grupo como Mesembryanthemum nodiflorum.  A mí me chocó el que fuera endemismo almeriense un género que yo creía exclusivo del sur de África (es lo que tienen la ignorancia y las prisas), y ahí metí la pata, porque resulta que sí es autóctona, como bien decía Sara.

Del mesembriántemo escribí en una entrada "Sobre ortografía y latín botánico", de 27 de marzo de 2018, donde notaba que el género Mesembryanthemum parecía estar formado a partir de μεσημβρία /me-sem-brí-aa/ "mediodía", pero que la Y griega no estaba justificada, ya que en la citada voz griega lo que hay es una I, una iota, y no una Y, una ýpsilon.  Pues bien, en la entrada Mesembryanthemum de la wikipedia inglesa (a la que acudí para ver la distribución del género) encuentro una explicación del nombre que me parece convincente y modifica mi opinión sobre su ortografía: pero en vez de corregirme allá, prefiero dejar aquella página como está y hacer aquí el añadido.

Según la wikipedia fue un tal Jacob Breyne quien, en 1684, bautizó al género como Mesembrianthemum (obsérvese la I latina), esto es, "flor de mediodía", porque en ese rato central del día, creía Breyne, abrían su flor las especies así designadas.

Ahora bien, la realidad vino, como de costumbre, a causar molestias y a deslucir el bautizo, al descubrirse especies del género Mesembryanthemum con el hábito indecente de florecer a media noche.

Justamente en 1684, el año del bautizo del Mesembryanthemum, nacía en Darmstadt Johann Jakob Dillen, el botánico llamado a resolver la dificultad creada por los mesembriántemos mal bautizados.  En 1719 Dillen, que había latinizado su nombre en Dillenius, canceló el problema con indudable finura filológica y por el procedimiento simplicísimo de escribir una Y, una ýpsilon, donde había habido una I, una iota: de ese modo el nombre de la "flor de mediodía" se convirtió en la "flor con el pistilo en el medio", de μέσος /mé-sos/ "medio" y ἔμβρυον /ém-bry-on/ "embrión" o "pistilo".

¿Era listo Dillenio o no era listo?

Quizá por eso el mecenas y botánico William Sherard (a quien Lineo, creo, dedicó la Sherardia arvensis) influyó para que Dillenius ocupase la cátedra de botánica dotada por el millonario en la universidad de Oxford: allí ingresó Dillenius dos años después, en 1721 si no me equivoco, como catedrático sherardiano.

Objetará alguien que muchas flores llevan el pistilo en el centro.  Puede ser, en eso no me meto; pero lo importante es dar a las flores nombres altos, sonoros y significativos.  Por mi parte, no quiero ni saber si hay mesembriántemos con los pistilos descentrados.

Juan Jacobo Dillenio murió en Oxford, de una apoplejía, el 2 de abril de 1747.  Lo dice la wikipedia.

miércoles, 8 de julio de 2020

Rojo V



En griego moderno el adjetivo "rojo" es κόκκινος /kók-ki-nos/.  Κόκκινος deriva de κόκκος "semilla", "pepita", y de nuevo el granum da nombre al rojo, aunque en este caso de un modo distinto.  Pues, en efecto, κόκκος /kók-kos/ designa el grano de una granada o la semillita de la adormidera, pero también a la cochinilla de la coscoja, animalito que, como es sabido, ha proporcionado otro de los colorantes rojos de origen biológico utilizables en tejidos.

De hecho, ese vermis o bichito de la coscoja no sólo da nombre a la coscoja misma (que por el κόκκος se llama coccifera, esto es, "que lleva cocos"), sino también al rojo que provee, ya que de vermis (en latín "gusano") viene vermilio, y de vermilio viene nuestro bermellón.  En persa "gusano" se dice kirm, y de esta voz viene a su vez el castellano quermes (la coscoja en francés se llama chêne-kermès) y también los nombres de color carmín, cramoisi, crimson &c.

No soy muy de citar a obispos, pero hablando de gusanitos haré una excepción con el doctísimo Isidoro de Sevilla, que en sus Etymologiae xix 28 1 dice:  Κόκκον graeci, nos rubrum seu vermiculum dicimus; est enim vermiculus ex silvestribus frondibus "Los griegos lo llaman coco, y nosotros lo llamamos rojo o gusanillo; pues se trata de un gusanillo del follaje silvestre".  Vermiculus es, en efecto, el diminutivo de vermis.  ¿Y qué da vermiculum en castellano?  Si oculum da ojo, si corniculum da cornejo, si speculum da espejo...  Lo ha adivinado usted: vermiculum da bermejo, claro; otro nombre más del "rojo".

Veo que hay dos cochinillas de las que se ha sacado el tinte carmín: una es el Kermes vermilio Planchon 1864, o cochinilla europea, parasita de Quercus (ésta debe de ser la aludida por el griego κόκκος, el latín coccus y el bueno de Isidoro); la otra es el Dactylopius coccus Costa 1835, o cochinilla americana, parasita del nopal, de la Opuntia.  La cochinilla mexicana aún se cultiva en México y Canarias y su producto es el aditivo alimentario E-120.  En todo caso, la voz cochinilla (derivada de coccinus "rojo") provoca a confusión, pues tanto el quermes europeo como el americano son al parecer hemípteros, y no se deben confundir con ese isópodo que tocas con el dedo y se hace bola, que en Francia llaman cloporte y en español llamamos también cochinilla (derivado, según el DRAE, de cochino; aunque no veo el parecido con la cerda).

Pues bien, en botánica he encontrado huellas de coccineus "rojo" en los nombres de un par de algas (Heterosiphinia coccinea, Aspericaulon coccineus), y en una parasita de las cistáceas llamada Cynomorium coccineum, cuyo nombre genérico significa "polla de perro", y cuya vista y color rojizo dejan claro que hemos de entender "polla" en la más obscena y peninsular de las acepciones (μόρια "las partes" es lo mismo que virilia o verijas).

Entre los antófitos también hay huellas del κόκκος: la judía pinta, que nos da esas ricas feixoadas de color chocolate, se llama Phaseolus coccineus; y hay una Pyracantha coccinea donde ya el color rojo viene anunciado en el género (Pyracantha: "espina de fuego").

No quiero olvidar aquí, aunque no sea vegetal, a la otra cochinilla, la Coccinella septempunctata o mariquita de siete puntos, cuyo nombre genérico también deriva, claro está, del color κόκκινος, llamativamente colorado, de sus élitros, y es étimo muy probable de cochinilla.

Querría haber puesto una foto de quermes, pero no tengo, o de mariquita, pero no encuentro. Así que pongo una de mis tomates: dicen que el color rojo avisa de la toxicidad, pero el de mis tomates anuncia el más exquisito disfrute gastronómico...


Rojo IV



Grecia designó con la palabra φοῖνιξ el color rojo y el tinte púrpura; pero la palabra púrpura, que hoy aplicamos al famoso tinte y a un color (sea el que fuere), proviene de la voz con que los griegos llamaron al animal que daba el tinte.  En efecto, πορφύρα /por-fý-raa/ es el molusco de la púrpura (sea o sean los que fueren, pues no entraremos aquí en este espinoso y montuoso asunto; montuoso porque la industria de la púrpura, al procesar toneladas de moluscos para obtener unos gramos del regio tinte, produjo en varios lugares de la costa mediterránea auténticas montañas artificiales formadas, como el Testaccio romano, por acumulación de materiales desechados, conchas de gasterópodos en nuestro caso, montes que son hoy testigos de la industria y la ambición antiguas).

Como ocurría con φοῖνιξ, que produjo el doblete phoenix / punicus, también πορφύρα entró en latín en tiempos arcaicos y se convirtió en purpura, mientras que en época clásica sería más cuidadosamente adaptada en la forma porphyra, significando el animal, el tinte y el color.  Asociado éste con el poder, en Roma la púrpura coloreó el paludamentum (capa del general) y el ribete en la toga de los senadores; con el tiempo, en época imperial, se restringió el uso de este tinte, y acabó por ser monopolio de la casa real.  Algún emperador bizantino llevó el mote de Porfirogéneto, "engendrado en la púrpura", bien porque nació con papá en el trono, según la interpretación corriente, bien porque nació en una sala del palacio de Constantinopla llamada Pórfira por su decoración con la piedra púrpura, esto es, con pórfido.

La forma griega (porphyr...) no me da ningún resultado, en cambio la variante latinizada es frecuente en fitonomástica: así el Claviceps purpurea o cornezuelo de centeno (que tantos viajes involuntarios ha producido a lo largo de la historia, por contaminar los panes con ácido lisérgico, y tantos voluntarios en época pop); y entre las plantas con flor la Prenanthes purpurea, la Digitalis purpurea, el Geranium purpureum, la Ipomoea purpurea, el Lamium purpureum.

Ahora mire usted la foto de arriba y dígame: ¿eso es color púrpura?  Sí, y yo bucanero del Caribe.  No, no, perdone; que no voy a discutir con usted, y menos de colores, asunto demasiado litigioso para mi carácter pacífico.  Pero creo que fueron gentes del norte los que bautizaron a estas plantas supuestamente purpúreas, aunque no veo la púrpura ni en la digital ni en las prenantes (parece que fue Lineo quien las cristianó, pero quizá el nombre es anterior) ni, a decir verdad, en ninguna de las otras.  Pero sigamos.

Puesto que ater atra atrum es el adjetivo "negro", hay que suponer que atropurpureus designa un color púrpura que tira al negro o contiene mezcla de negro: así se ha llamado a la Scabiosa atropurpurea, y a la Epipactis atropurpurea.  Creo que esta última se llama también Epipactis purpurata, como si no fuera del todo púrpura, sino empezara a mancharse de este color; eso mismo significa el participio purpurascens "que empieza a purpurar", y lo lleva el Helleborus purpurascens; yo hubiera aplicado ese adjetivo también al Lamium, pues mejor que purpureum le quedaría llamarse purpurascens o purpuratum, porque sólo enrojece un tanto el cogollo superior.

Antes de dejar la púrpura, me apetece mencionar que en zoología sí tenemos la variante culta porphyr... en el Porphyrio porphyrio o calamón común, animalico acuático que porta una boina discreta de tamaño, pero de un hermoso color púrpura: ¡eso sí que es púrpura, caramba!

Acabo de consultar en wikipedia el artículo "púrpura" y veo que, quizá por ser en buena medida traducción del inglés, allí da por púrpura lo que entienden los sajones por purple; así que, por favor, consideren todo lo dicho aquí sobre ese color como válido sólo para el segundo milenio, tiempo pasado, ay, en que hablábamos castellano.

lunes, 6 de julio de 2020

Rojo III



La púrpura fue el más eficaz rojo textil de la Antigüedad, pero poco permanente, al fin y al cabo, como cualquier color de origen orgánico: las telas teñidas de púrpura perdían el color con el tiempo, y había que subírselo con un tratamiento de orines que explica por qué los tintoreros antiguos sufragaban mingitorios públicos en sus cercanías.  Pues bien, el tinte púrpura se obtenía de la cañaílla o Murex (el múrice tirio, que decía Quevedo, muerto de risa, en La aguja de navegar cultos) y hacían falta muchos miles de cañaíllas para teñir un triste pañuelo: así que la púrpura era carísima, y su importante industria fue por mucho tiempo monopolio fenicio.

De hecho, "fenicio" en griego se dice Φοῖνιξ /phói-nix/, por la sencilla razón de que φοῖνιξ significa originariamente "rojo" (los etimólogos serios no aseguran que ésa sea la razón, pero no soy uno de ellos): sin duda los griegos bautizaron a los fenicios pensando en su más característica mercancía.  Ya en Homero un alazán era calificado de φοῖνιξ, y el antropónimo Φοῖνιξ "Fénix" (que disfrutaron importantes personajes de la mitología, y hasta un caballo y un chucho) puede ser traducido por "pelirrojo", como Royo o Lerroux.

Si se me permite una digresión, φοῖνιξ se transcribe al latín phoenix, pero esto era en época clásica; la palabra había entrado en latín mucho antes, en épocas más bárbaras, y los romanos, hablando con descuido, la habían convertido en punicus: eso explica que los historiadores del Lacio llamaran púnicas a las guerras con los cartagineses (Cartago era colonia fenicia).  Así que ahí tenemos un doblete en latín: punicus y phoenix.

Pues bien, he buscado de varias maneras, y no he sacado en claro más que un par de nombres botánicos que contengan phoenix "rojo": la gramínea Brachypodium phoenicoides (supongo, si hay un phoenicoides, que habrá otro phoeniceum), y el Juniperus phoenicea o sabina mora (que phoenicea alude al tono rojizo lo apoya el adjetivo castellano: "mora").  En zoología también encuentro formas derivadas de φοῖνιξ: por ejemplo el flamenco, animal de llamativo tinte rojizo, o Phoenicopteryx (llamado φοινικοπτέρυξ ya en la Antigüedad; πτέρυξ /pté-ryx/ "ala"), y su familia de Phoenicopteridae; y el colirrojo o φοινίκουρος (οὐρά /uu-raá/ "cola"), en ciencia Phoenicurus phoenicurus.

Si partimos de punicus (la variante vulgar de phoenix), en botánica tenemos la Punica granatum o granado, cuyo fruto ya la Antigüedad llamó malum punicum (según unos por su origen cartaginés, según otros por el subido color de su grana), que igual podríamos traducir "manzana roja" que "manzana fenicia" o "cartaginesa": yo me inclino a lo primero, por la belleza de tono de los granos, que ya en el Cantar de los cantares se emplean como término de comparación de la belleza femenina: sicut fragmen mali punici, ita genae tuae "como pedazo de granada, así tus mejillas": en el ideal lírico, la belleza de una moza oscila desde antiguo entre el blanco (la Luz) y el rojo (el Color): purpúreas rosas sobre Galatea la Alba entre lilios cándidos deshoja.

Aparte del granado (y de toda su familia de Punicaceae o punicáceas) he dado con un Hippeastrum puniceum, y poco más.

sábado, 4 de julio de 2020

Rojo II



El color rojo lo expresa en latín el adjetivo ruber rubra rubrum, y en griego ἐρυθρός ἐρυθρά ἐρυθρόν /e-ry-zrós e-ry-zraá e-ry-zrón/.  Por antigüedad, empezaré por la forma griega, que ya hemos mencionado más de una vez.

Claro es que ἐρυθρός y su transcripción al latín (erythrus) proveen abundante terminología botánica.  Ya Plinio, en su libro xiii, dedicado a los árboles exóticos, llama erythrocomis a la variedad de granado de hojas rojas (frente al leucocomis, de follaje claro; aquel adjetivo se ha latinizado en rubrifolius); y en el libro xxiv llama erythrodanus (en griego ἐρυθρόδανον o ἐρυθρόδανος) a la Rubia tinctorum o rubia de tintoreros (que tiñe, claro está, de rojo vivo: el carmín de alizarina).

Entre los binomios formados con ἐρυθρός está el Centaurium erythraea, cuyas flores tienen un hermoso color entre rosa y carmín.  Hay también un Taraxacum erythrospermum, que tendrá roja la semilla (σπέρμα, en latín granum "grano": su plural en latín es grana, y esta palabra ha acabado significando en castellano también el color rojo, supongo que no por culpa de la compuesta mencionada; cuando a alguien se le suben los colores en mi pueblo se dice que "se ha puesto como la grana").  Por último (en esta enumeración, digo, caprichosa y no exhaustiva), tenemos la Drosera erythrorrhiza, donde lo colorado será la raíz (ῥίζα).  Creo que ya salió aquí el Erythronium dens-canis.

Es natural que ἐρυθρός aparezca a menudo en zoología.  Aparte del Erithacus rubecula, que ya fue mencionado, ahora aludo, por vía de ejemplo, al Acanthodactylus erythrurus, la lagartija colirroja, que debe de tener espinas (ἄκανθα) en los dedos (δάκτυλοι), además de cola roja, como lo dice su nombre castellano y el lineano (οὐρά "cola").

El rojo vivo lo expresa el adjetivo πυρρός /pyr-rós/ y me ha llamado la atención la ausencia en botánica de esta voz, muy común en griego, donde Barbarroja sería Πυρρογένειος y un pelirrojo era un πυρρόθριξ (con el sufijo que ya vimos en Callithrix).  De πυρρός derivaría el latín burrus, y de éste, según algunos, el "rojo" en vascuence: gorri.

Dicho sea de paso, la humana pelirrojez fue a menudo sospechosa: entre los romanos era rasgo de esclavos (Plauto pinta rufus a Pséudolo en la comedia homónima), y entre cristianos la tradición pía da por pelirrojo a Judas Iscariote; por lo demás, es rasgo que a menudo se fija en motes y apellidos, desde Rousseau hasta Lerroux, pasando por los Royos y Rufos de mi pueblo.

Pues bien, de πυρρός, en botánica, nada (que yo sepa).  En cambio no falta en zoología, donde tenemos a las chovas (la piquirroja es Pyrrhocorax pyrrhocorax: ya Plinio la llama πυρροκόραξ; en latín se acentúa pyrrhócorax), y donde el camachuelo común (el passer, deliciae meae puellae de Catulo, según Tim Birkhead) es Pyrrhula pyrrhula, como quien dice "coloradita coloradita".

martes, 30 de junio de 2020

Rojo



Me sugiere P.A., conocedor de mis pequeños vicios, un repaso de los nombres de color en botánica.  ¿Qué hacer, más que darse al placer, cuando coinciden el propio y el ajeno?  Pero aunque hace tiempo me ronda este deseo, me aparta la magnitud de la tarea: abruma pensar en la mole de datos que valorar y ordenar, para obtener un resultado aceptable.  Así que, bien, vamos a ello, pero a mi modo: superficial y despreocupado.

¿Por qué color comenzar, sino por el color por antonomasia, llamado por ello, en castellano, colorado?  Si quitamos los protocolores, blanco y negro (esto es, en principio, "luz" y "sombra": sobre los que eterna y vanamente se discute si son colores o no), el primer color en la conciencia es el rojo; no ya en la conciencia individual, sino en esa forma de conciencia colectiva que son los idiomas, como lo mostraron en 1969 Berlin y Kay, en su estudio sobre los nombres de color en 98 lenguas (cito por Luciano Meccacci Radiografia del cerebro):  "Los nombres fundamentales... [son] blanco, negro, rojo, verde, amarillo, azul, marrón, púrpura, rosa, naranja, gris.  El hecho más sorprendente fue que esos colores tenían una progresión fija: si en una lengua existía un nombre específico, por ejemplo para el verde o para el amarillo, entonces también existían nombres específicos para los colores rojo, negro y blanco".

En aquel juego consistente en pedir respuesta rápida a la pregunta por un color, una profesión, una fruta, la mayoría favorecía claramente a rojo, carpintero, manzana.  Si se repasa la lista de "colores fundamentales" de Berlin y Kay se verá que, de los once, predomina el rojo en nada menos que cinco (rojo, marrón, púrpura, rosa, naranja): cuesta entender en qué sentido hablan de "fundamentales".  Última observación: es probable que sea al color rojo al que más nombres y matices se le atribuyan.

Empecemos por el rojo, pues.  O por la gama de los rojos, para ser más preciso.  Y nótese que aquí no buscamos analizar los nombres de color en general, ni los nombres de color derivados de fitónimo (que son muchos: rosa, naranja, malva, violeta, pistacho, fucsia --el favorito de cierto ex alumno), sino sólo los nombres de color en la jerga lineana, en la nomenclatura botánica.  O al menos a esto trataré de ceñirme.

Otra aclaración creo necesaria.  Los colores naturales raramente son fijos y uniformes, si es que alguna vez lo son.  Fijas son, en cambio, las palabras que los nombran.  De ese hecho simple derivan infinitas distorsiones.  A menudo es posible comprobar cuán variadas imágenes de color se forman distintos individuos a partir de una palabra.  En los idiomas es muy notable: el inglés llama "púrpura" a lo que el castellano más bien llama "morado" (al menos el castellano de mi pueblo), cuando en castellano el "púrpura" va del magenta al carmín, como puede verse en un pase de modelos cardenalicio.  El propio nombre "morado" a unos les evoca el tono oscuro de los penitentes pascuales (que es el color de algunas violetas, pero nadie llama "violeta" a ese color) y a otros un tono más claro, que tira hacia el burdeos.  ¿Y estos mismos matices, "burdeos", "turquesa", cuántas disensiones no propician?  (Una de ellas es muy típica: ¿el turquesa es verde o es azul?  Discusión tan vana como la que persigue "la auténtica paella" o "la auténtica tortilla de patatas".)

Añádase que no todo el mundo tiene buen ojo para los matices de color, o idea cabal de los colores que integran un color compuesto: lo que se comprueba, por ejemplo, leyendo las definiciones de color contenidas en los diccionarios.  Uno de ellos describe el githagineus como una mezcla de rojo y verde, lo que constituye la definición menos definiente del mundo, ya que cualquier color, excepto los puros, cae debajo de ella (pregunten, si no, a cualquier impresor en cuatricromía).  En otro, el escarlata es un "rojo ligeramente teñido de amarillo", mientras que el cinabrio es un rojo "que tiende ligeramente al naranja".  ¿Y qué es el naranja, más que el rojo teñido de amarillo?

Si quitamos profesionales como los pintores o los decoradores, la mayoría considerará rojo puro el color de la amapola que ilustra esta página (he hecho la prueba); sin embargo ese color, como el de las flores del granado, no es un rojo puro, pues contiene una buena porción de amarillo.  ¿Lo llamaremos escarlata?  ¿Cinabrio?  ¿Rojo vivo?  ¿Rojo fuego?

En fin, basta de preámbulo.  Vayamos al color rojo, el primero y principal de los colores.  Pero ya en otra página.


lunes, 25 de mayo de 2020

Serondo

Acabo de descubrir que en los últimos días (si interpreto bien los datos que aquí veo bajo el epígrafe de "estadísticas") ha crecido el breve pero respetadísimo número de lectrices y lectores de estas páginas... ¡en los Estados Unidos!  Sobre todo me hace mucha gracia (y perdonen la risa, que no es mala voluntad sino eutrapelia) ver pintado de verde fuerte, en medio del Pacífico (que pareciera indicio de copiosa lectura), el archipiélago que Cook bautizó en honor de lord Sandwich y ahora lleva el nombre, más indígena, de Hawai.

¿No es encantador este mundo en que vivimos, en que podemos ignorar tranquilamente las muertas de Tijuana o los muertitos, muertas, muertos de Gaza, y a la vez ser leídos por los antípodes?  Ojalá de todo esto salgan menos muertos, o, mejor aún, salgamos menos imbéciles: la estupidez es más mortífera que cualquier microbio.

Pero el descubrimiento que me ha entusiasmado, hasta el punto de consignarlo aquí, para escándalo de los amantes de la botánica (así aprenderéis cuán locos estamos los aficionados a la filología), ha sido el de la palabra que titula estos párrafos, hallazgo casual mientras hojeaba un ensayo... leído hace mucho tiempo: esto lo sé bien, debido al hábito, condenable pero a menudo útil, de anotar a lápiz el margen de las páginas.  Entonces esa palabra, como el alma, pasó sin ser notada...

Esto demuestra de paso (y una vez más) cómo puede uno no enterarse de lo que lee, y saltarse alegremente las cosas, hasta que un ameno azar permite que éstas coincidan por un momento con el interés, siempre fugitivo, del observador...

Pues eso me pasó esta mañana: la vista cayó sobre el sintagma "fruta seronda o inverniza", y quedé fascinado.  ¡Seronda!  (Ahora estaba mi alma dispuesta a recibir la inspiración.)  ¡Eso no puede ser más que el latín serotina!  Cielos.  Disfruté tanto como la primera vez que vi un gladiolo silvestre...

Corominas confirma la etimología, por lo demás evidente (basta aplicar un par de reglas fonéticas).  La sorpresa me la encontré al anotar mi descubrimiento: resulta que ya había oído esta palabra en la radio, a Joaquín Araujo, en la forma seruenda (que también acepta el DRAE): oído, y olvidado.

Existe en latín un adjetivo, serus sera serum en su enunciado escolar, que significa "tardío".  De él deriva regularmente el adverbio sero "tarde", y el sustantivo serum "la tarde" (probablemente braquilogía de serum diem), palabras que más o menos conserva el francés (soir, soirée) o el italiano (sera, serata).  De serus viene también el adjetivo serotinus (acentuado en la O, pues la I es breve) que alude a gente tardona (Séneca), o a frutos o a frutales tardanos (Plinio).

En castellano existe serótino, que es sin duda un latinismo, esto es, un préstamo del latín o, dicho de otro modo, una adaptación al castellano de la palabra latina, obra (lo más probable) de algún botánico ladino (esto es: conocedor del latín).

Pero frente al cultismo serótino existe el vulgarismo serondo, doblete del anterior.  "Vulgarismo" no alude al registro léxico, a que sea vulgar o rústico o poco fino el que usa la palabra; en historia de la lengua se llama "vulgar" o "vulgarismo" a la forma que ha sido usual en todo tiempo y lugar y, por ende, ha sufrido la transformación fonética que el tiempo o la pereza (ley universal) causa regularmente en las palabras.  Como he aludido a "un par de reglas fonéticas", puesto que mi fama no tiene ya nada que perder, y habida cuenta de que me apetece, me dispongo a explicarlas.  Sáltese lo que sigue, amiga botánica, que probablemente (también) le importe un pito.

Una T latina entre vocales tiene todas las bazas para convertirse en una D castellana.  Nata da nada, como vita da vida, o totum da todo (la primera T de totum no está entre vocales) o, en fin, latinum da ladino.  Así que de serotinu (la final sería ya borrosa en el latín tardío) es de esperar ºserodinu.

Pero es que, además, toda palabra esdrújula latina se convierte en una palabra llana castellana, por el sencillo procedimiento de perder la vocal breve de enmedio: calidum da caldo, como humerum da hombro o viridem da verde.  Si usted reconoce en calidum y en humerum las palabras "cálido" y "húmero", se debe a que éstas (como en general todas las esdrújulas de origen latino, serótino incluida) son cultismos, esto es, préstamos, esto es, meras adaptaciones al castellano de palabras latinas.

(Dicho sea de paso, los cultismos suelen conservar el sentido del original: "cálido" significa casi lo mismo que calidus, "húmero" casi lo mismo que humerus, y "serótino" lo mismo que serotinus.  Compare, sin embargo, "nada" con nata "nacida" --la culpa del cambio de significado la tienen expresiones como, imaginemos, "no se ve cosa nacida".)

De modo que en vez de ºserodinu tenemos ºserodnu.  ¿A que se pronuncia mal, esa DN de serodnu?  No hay problema, cambiamos el orden de las consonantes, y ya tenemos serondu o, lo que es lo mismo, el castellano serondo.

La forma diptongada seruendo es difícil de explicar, pues parece que la O de serotinus es larga; Corominas supone un cruce con otro término.  Es posible.  Tampoco es del todo imposible que una O larga diptongue, dígalo el huevo que viene de ovum, con una O larga como día sin pan.

Me he tomado la libertad de añadir estas notas de historia fonética por...  No deseo desvelar ahora por qué, pero créanme que tengo mis razones.

Para terminar, sospecho (aunque no estoy seguro) que serotinus en botánica significa aproximadamente "otoñal"; sería la misma idea que produce el catalán tardor.

(Pensé que serotonina quizá tuviera que ver con el adverbio sero "tarde", pero no: parece que viene de serum --con E breve-- "suero de la leche" en latín clásico, en lenguaje científico también "suero de la sangre".  Fue bautizada así porque constreñía los capilares, aumentando el tonus o presión sanguínea.)

sábado, 16 de mayo de 2020

Más de phys

En la página anterior acopié formas derivadas de la raíz indoeuropea que significa "brotar" (bhuu escribía yo, con notable falta de ética filológica).  De ahí el verbo griego φύομαι "brotar" y las palabras φῦμα (fima, rinofima, quilofima &c), φύσις (hipófisis, física, fisiología, &c), φυτόν (criptófito, fanerófito, gaméfito, &c, y por delante fitografía, fitognomonía &c).

De φυτόν "planta" surge a su vez una larga serie de términos en griego clásico, principalmente el verbo φυτεύω /fy-téu-oo/ "plantar", φυτεία /fy-téi-a/ "plantación", φυτουργός /fy-tuur-gós/ "jardinero" (fiturgo se forma con ἔργον "trabajo", igual que demiurgo, dramaturgo o taumaturgo).  De φυτεύω deriva a su vez otra porción de términos botánicos: φυτευτήριον /fy-teu-teé-ri-on/ "semillero", φύτευμα /fý-teu-ma/ "lo plantado", φύτευσις /fý-teu-sis/ "acto de plantar" &c (el contrato de enfiteusis autorizaba a plantar...).  Φύτευμα significa también "semillero", y asimismo designa, al parecer, la reseda cuyo nombre latino conserva el antiguo griego (Reseda phyteuma).

Es posible, creo, que de φυτόν derive el género Phytolacca. Me parece que es voz híbrida, medio griega (φυτόν) medio latina (lacca es en Apuleyo el nombre de una hierba, vete a saber cuál; en la red dicen que es el nombre de un colorante rojo, pero eso, sospecho, será en latín medieval, como traducción de la voz, persa si no me equivoco, que ha dado en castellano laca y lacre).

Otro término no muy botánico, pero usual en biología, derivado de bhuu, es φῦλον /fýy-lon/: esta voz griega significa "raza", "tribu", "especie" (en latín transcrito phylum, plural phyla).  Muchos términos griegos vienen de ahí, como ἄφυλος "sin tribu", ὁμόφυλος "de la misma especie", &c, pero se conserva en biología como categoría inferior a la de "reino".  De φῦλον viene filogenia, helenismo con que Darwin podría haber titulado su obra magna, puesto que significa "generación de las razas" u "origen de las especies".  No me resisto a consignar aquí la definición de filogenia que da el sabio jesuita Rufo Mendizábal: "evolución de las especies inferiores en superiores, según el transformismo erróneo".  Que quede claro.

También proviene de φῦλον alofilo ("de otra raza"), monofilético o monofilógeno ("rama con un solo antepasado común", a diferencia de polifilético, que viene a ser el ramal con varios candidatos a trasabuelo, cosa que al parecer disgusta a los filogenistas, erróneos o no; a los grupos polifiléticos  Tudge los llama "grupos informales").  Por último, sin agotar la familia, pero por puro gusto, mencionaré el nombre de la antigua Panfilia (Παμφυλία), región de Asia Menor llamada así por su población variada, "de todas las razas".

Por cierto que el arriba mencionado Mendizábal atribuye a φῦλον la palabra hemofilia con el significado de "sangre hereditaria"; en eso contradice la opinión general, para la que ahí no estaría φῦλον (que se escribiría con Y), sino la φιλία griega (con el sentido de "tendencia", especifica Corominas); ésta se escribe en latín con I, letra que encontramos en todo idioma que conserve la diferencia Y/I en sus transcripciones: haemophilia en inglés (hemophilia en Estados Unidos), hémophilie en francés, &c.

Es fácil equivocarse, en efecto; no todo lo que parece viene de la raíz que hemos llamado bhuu.  Por poner un ejemplo, palafito es palabra puramente latina y ahí no hay φυτόν que valga: ese -fito es pariente de Piedrafita y Piedrahíta, y viene del participio fictus "clavado" (concurrente con fixus, origen de nuestra palabra fijo); además, y suponiendo, aunque es mucho suponer, que estuviera bien acentuado, si viniera de φυτόν debería sonar *paláfito.  Conocer de dónde viene una palabra incluye (aunque no siempre se diga) tener alguna información sobre su historia, y no mera constatación de parecido sonoro.  Recuerdo la inquina con que un alumno me miraba (se había mencionado la palabra cinis cineris "ceniza") por rechazar su propuesta, a saber, que cinismo provenía de cinis.

Hasta aquí las formas derivadas de la raíz indoeuropea bhuu "brotar".

No contiene esa raíz, aunque lo parezca (y siempre en opinión de quienes más saben), la palabra φύλλον /fýl-lon/ "hoja", por más que empiece por phy- y sea muy botánica (¿qué más botánico que la hoja?).  Φύλλον, al parecer (los sabios no están del todo acordes en este punto), proviene más bien de la raíz bhel "hinchar", que también significa "florecer" (según otros, son raíces distintas).

Como a nosotros no nos va la vida en ello, admitamos que φύλλον es pariente de folium (esto pocos lo dudarán), y también de follis "fuelle" y sus derivados (desollar, folgar, hollejo &c), así como de φάλλος /fál-los/ "falo", hinchado y en evidente relación con el follaje.  También contiene la raíz "hinchar", con mucha probabilidad, el latín bulla "burbuja" (y de ahí también bola, bula, ebullición &c), el germánico ball (de donde vienen las balas y los balones) y el alemán Blatt "hoja".

De esa raíz "soplar" o "hinchar" vendrían en griego voces como φυσάω "soplar" y φῦσα /fýy-saa/ "soplo" "fuelle" "vejiga" &c (étimo probable del género Physospermum), φυσαλίς o φυσαλλίς /fy-sal-lís/, que significaría "burbuja" y "vejiga", y también designa cierta planta (coquelicot según algunos, Physalis alkekengi según otros, que Font Quer llama entre otras cosas "vejiga de perro").  Claro es que φυσητήρ /fy-see-teér/ "cachalote" (literalmente "soplador") pertenece a este grupo.  Y también φυλλῖτις /fyl-líi-tis/ "filítide", cierto helecho, que es el nombre de nuestro género Phyllitis.

Imagino que Phyllodoce deriva también de φύλλον "hoja".  En la red he visto que es nombre dado por Salisbury a un género de ericáceas, y por Lamarck a otro de poliquetos: así que yerbas y gusanos comparten el nombre de la ninfa Filódoce.  He buscado la historia de ésta, con la sorpresa de no encontrar ninguna.  Su nombre, que tanto me sonaba, imagino que por Garcilaso, no lo he encontrado en griego, y sólo me aparece en esos versos de las Geórgicas (iv, 336), donde borda junto a la madre del depresivo Aristeo:

                                  Eam circum Milesia vellera nymphae
                       carpebant, hyali saturo fucata colore,
                       Drymoque Xanthoque Ligeaque Phyllodoceque...


Como Filódoce falta de las listas que tengo a mano de nereidas (divinidades marinas hijas de Nereo y Dóride), he de pensar que Filódoce existe sólo en ese paso virgiliano y que de ahí la tomó alquilada Garcilaso para ponerla a tejer orillas del Tajo, en su tercera égloga, la historia del tracio Orfeo:

                        Filódoce (que así de aquellas era
                        llamada la mayor) con diestra mano
                        tenía figurada la ribera
                        de Estrimón, de una parte el verde llano
                        y de otra el monte, de aspereza fiera,
                        pisado o tarde o nunca de pie humano,
                        donde el Amor movió con tanta gracia
                        la dolorosa lengua del de Tracia.


Filódoce sería en griego Φυλλοδόκη y significaría más o manos "acogedora de hojas" (de φύλλον y δέχομαι).  Puesto que el gusano Phyllodoce es marino, al menos ahí se justifica el nombre de nereida; para la ericácea, no tengo ni idea.

Menciono, para terminar, otra de las palabras que me propuso el padre prior: physarum.  Nada he encontrado sobre la palabra.  En cambio, me he entretenido mucho oyendo las aventuras del Physarum polycephalum, del que he dado con un enlace encantador.

Me despido, hermana, de esta clausura aliviada, con el saludo monjil que, según me contaron el milenio pasado en la cartuja de Miraflores, intercambiaban los precitos al cruzarse por los ánditos claustrales:  "Hermano, morir habemus"; decía uno; y el otro respondía:  "Ya lo sabemus".  Todo, y en especial ese sabemus, es un latín tan falso como, probablemente, la anécdota misma.  Y sin embargo me sigue haciendo gracia.