viernes, 9 de junio de 2023

Dufour, à travers un siècle

 La primera noticia sobre León Dufour me llegó, creo, con los Recuerdos entomológicos de Fabre, quien cita largamente las páginas donde "le savant des Landes" cuenta cómo cazó en Valencia, en mayo de 1812, una tarántula, y la domesticó hasta el punto de que acudía a comer de su mano las moscas vivas que el doctor le facilitaba.  (Quizá ese relato se refleja en la escena carcelaria de Tais-toi entre Depardieu y Reno.)

Luego, por una página sobre viajes de botánicos, supe que Dufour había escrito unas memorias y, como aficionado a este género literario, anduve buscándolas sin éxito.  El otro día, en cambio, por sorpresa, una librería francesa me las prometió y, en efecto, en pocos días tuve en mis manos Souvenirs d'un savant français.  À travers un siècle (1780-1865), con el sello editorial Hachette y de la Biblioteca Nacional, que han reimpreso la colección de escritos autobiográficos de Dufour publicada en 1888 por sus hijos.

Pues en verdad la edición recoge escritos de circunstancias y finalidades diferentes, por lo que el conjunto resulta muy desigual: sólo la primera parte fue redactada como unas memorias, aunque no destinadas a la publicación sino, así lo explicita, para uso de la familia.  Dufour interrumpió abruptamente su redacción en 1862, con ochenta y dos años, al morir su amigo el general Durrieu: quién sabe si este militar no fue el lector ideal de Dufour, pues en el fondo escribimos para un par de amigos, cuya ausencia deja sin sentido la escritura.

Leyendo estos souvenirs he caído en la cuenta de que Dufour fue maestro de Fabre en algo más que entomología: el brillo de la descripción, el estilo ágil y a la vez rico en detalles, que caracteriza al profesor de Aviñón, ilumina ya las páginas del médico de Saint Sever, lugar donde León Dufour vino al mundo.  He disfrutado mucho con estas páginas, que dan una imagen de cuerpo entero de este médico, dotadísimo para la ciencia y la observación, y a la vez hombre bueno y de excelente humor, sobre todo ese humor blanco, y a veces un poco marrón, que gasta el galeno con su paciente.

Así pues, en 1789, la revolución francesa en marcha, el pequeño León tiene nueve años, y enseguida sabremos que tiene también los ojos muy abiertos, una curiosidad omnívora, buena memoria y talento narrativo.  Traduzco, para muestra, unas páginas de sus recuerdos de infancia:  "En el 93, se alzó la guillotina en Saint Sever, sobre la plaza del Tour-du-Sol, y a plena luz fueron allí ejecutadas veintidós personas...  He visto los repas republicains: cada familia era obligada a comer al aire libre, ante la puerta de su casa; se veía uno constreñido a no comer muy bien, por no ofender la miseria pública...  Los grandes banquetes llamados repas civiques tuvieron lugar varias veces en el paseo público de Morlanne, cuando a nuestras puertas llegaba la noticia de alguna hazaña parisina: cada ciudadano aportaba su modesto condumio, y lo depositaba en largas mesas rústicas dispuestas al efecto.  He asistido de niño a tres o cuatro de éstos: los chillones demagogos se hacían los amos de estos banquetes."

"La iglesia parroquial se llamó entonces Temple à l'Être suprême.  En el 93 yo he visto esta inscripción sobre el frontón de la puerta mayor: El pueblo francés cree en el Ser supremo y en la inmortalidad del alma, idea caída políticamente de la boca del famoso convencional Robespierre.  No obstante, se crearon las Diosas de la libertad: se las paseaba por el pueblo sobre un pavés triunfal, tocadas del gorro frigio, precedidas de la banda, rodeadas de una muchedumbre de todo sexo y edad, sobre todo muchachos, en cuyo número todavía me contaba.  Tras esta procesión republicana... la diosa entraba en el templo y quedaba allí expuesta a las miradas ávidas de sus escasos fieles, que fingían una especie de adoración.  Entonces un coro vocinglero entonaba la Marsellesa, y al versículo amour sacré de la patrie nos arrodillábamos".

Me encanta esta versión, para mí nueva, de una revolución francesa en provincias vista con ojos infantiles.  "Mi madre, tachada de aristócrata, figuró entre los sospechosos; mi padre fue exceptuado porque era el médico gratuito del hospital y de los pobres; a menudo le he oído decir que esta excepción le avergonzaba, en atención a que la medida había afectado a toda la gente honrada".

Veo que si me dejo llevar copiaré aquí todo el libro.  Es que es interesantísimo, sobre todo en estos recuerdos de infancia, tal vez porque no los esperaba.  Luego Dufour se enroló en el ejército que metieron en España los napoleónicos subterfugios, y en Madrid le alcanzó la rebelión del dos de mayo: con esta parte de las memorias sí contaba, pero aun así el relato de lo vivido en España por un francés sin responsabilidades militares no tiene desperdicio, porque aplica al fenómeno histórico su hábito de científico, avezado a anotar sobre plantas e insectos.

Carácter de notación científica tienen los retratos que salpican el texto de Dufour, otro de sus atractivos.  He aquí una pequeña muestra.  De Cuvier, l'Aristote de nos jours, escribe: "era de talla mediana, cuerpo grácil a principio de siglo, aunque luego cogió quilos; cabello rubio, liso, ralo, nariz larga, boca grande, vista baja, rostro ovalado, alargado, grave, palabra fácil".  Agustín de Candolle "era más o menos de mi edad, pequeño, moreno, de barba y cabellos negros muy espesos, de aspecto meridional y macilento aunque de Ginebra, fisionomía seria, fría y hasta un poco ruda, de buenas maneras y excelente educación".

Retratos rápidos, briosos, eficaces:  Ramond "tenía en 1802 cincuenta y dos años, una talla por debajo de la media, cuerpo ágil, fisionomía móvil, eminentemente espiritual, conversación amable e instructiva"; y remata con esta pincelada: "este académico era de tal susceptibilidad cuando leía sus memorias en el Instituto, que a menudo lo he visto pararse en seco si no se le prestaba completa atención".

Claro está que el de Lagasca figura entre estos retratos, ya que "hicimos juntos muchas y fructíferas excursiones botánicas" por las cercanías de Madrid.  Cuando "las provincias se rebelaron", Lagasca salió de Madrid para enrolarse en el ejército de Andalucía: "carácter muy exaltado en política o en patriotismo, lo que ha perjudicado singularmente su carrera".

Y se añaden los de muchos otros, Fabricius, Duméril, Carnot, Saint Bernardin, Moncey, Suchet, Thiers, Guizot...  Pero no abusemos.  Voy a concluir con un par de plaquettes de su experiencia en la guerra de independencia: se apreciará cuán excelente pareja hace la prosa de Dufour con los aguafuertes de Goya.

El 22 de noviembre de 1808 "vivaqueamos en un olivar frente a Milagro.  La noche era fría: ¡qué guerra cruel se declaró a este árbol símbolo de la paz!  Veinte minutos bastaron para destruir cien olivos que en llegar a su apogeo exigen veinte años de cultivo inteligente.  En la guerra, los sentimientos de humanidad y de respeto por la propiedad no son más que teoría: ante el rigor del frío, el jardín de las Hespérides se vería fatalmente condenado a las llamas".

Tras el desastre de Bailén, los franceses se apresuran a cruzar de nuevo Guadarrama, esta vez hacia el norte, y Dufour va con la tropa:  "Nuestros soldados, pese a la retirada, rompen, saquean, matan sin piedad; el espanto les precede, la destrucción les acompaña, el odio y el ansia de venganza les siguen.  Los campesinos arruinados y maltratados se refugian en las montañas y se vengan en los soldados aislados: en una garganta de Somosierra se hallaron cinco corazas en el camino, y más abajo los cadáveres de los coraceros".

Y por último este cuadro de la toma Tarragona, en junio de 1811, que entona con los Desastres de la guerra:  "¡Que espectáculo atroz!  Los miles de cadáveres mutilados que obstruyen las calles, el barro sangriento que ensucia el pavimento, los techos hundidos por el incendio no son el aspecto más penoso de esta escena de desolación; lo es esta mujer desgreñada, los ojos atormentados y delirantes, el rostro de una espantosa palidez, que con paso inseguro implora el socorro de cualquiera que no sea soldado; lo es esta infortunada criatura, viva aún sobre el seno de su madre agonizante: he aquí los episodios más crueles de la toma al asalto de una ciudad".

En fin, un párrafo más, que dice mucho, en lo que niega, sobre lo que significó, también a los ojos de este buen doctor, el paso por la península del ejército francés:  "Mi botín de guerra durante mi campaña de casi un septenio no consistió en cajones de duros de oro, ni en lingotes de plata, ni en piedras preciosas, ni en cuadros valiosos.  Simplemente he recolectado paquetes de plantas y cajas de insectos, despojo del suelo español que nadie me disputó jamás, y que a nadie costó ni una queja ni una lágrima".