lunes, 18 de marzo de 2024

De nominibus botanicis VIII: fitónimos honoríficos II

Me falta citar fitónimos honoríficos (y con esto concluyo) de época moderna y contemporánea.  Puesto que la botánica habla latín, y los apellidos que ella autoriza pueden sonar en cualquiera de las restantes lenguas, un examen detallado del asunto pediría determinar las condiciones y modos en que se latinizan los nombres propios; pero dejo esa cuestión para otro momento, y me limito a enumerar, casi al azar, algunos ejemplos.

Claro es que los inmortalizados son a menudo, y con justicia diría yo, los mismos cuya atención y esfuerzos han contribuido a la ciencia del vegetal, esto es, los propios botánicos.  Pero en esto, como en todo, Fortuna domina: véase, si no, cuán diferente suerte ha corrido La Condamine con su Condaminea, poco conocida, al menos por estos pagos, en comparación con el señor de Bougainville, cuyas llamativas flores (o brácteas, para que no me regañen) cuelgan de tantas tapias.

No tiene nada de extraño que fuera el marsellés Charles Plumier quien con más éxito practicara tal apofitosis (ya que no apoteosis), pues aunque él era un humilde fraile mínimo, fue botánico oficial de Luis XIV (en su tiempo el más pujante monarca), y con tal condición viajó varias veces a América, hasta que en 1704, en el Puerto de Santa María, una pleuresía canceló definitivamente sus viajes.

Así pues, fue Plumier quien dio a la Fuchsia el nombre del alemán Fuchs; a la Magnolia el del monspesulano Pedro Magnol; a la Lobelia el de Matías l'Obel o Lobel (éste latinizaba su nombre en Lobelius); a la Clusia el de Carlos de l'Écluse, quien firmaba Carolus Clusius.  La wikipedia francesa afirma que Plumier fue el primero en dar nombres ilustres a las plantas: es evidente que exagera; quizá fuera el primero que lo hizo por sistema en la modernidad.  Parece que también se le debe el bautizo de la Dioscorea en honor del médico griego.  A su vez el nombre del fraile mínimo fue ensalzado mediante el franchipán, con el género Plumeria autorizado en 1753 por Lineo, si bien puede que antes ya lo usara Tournefort, en su variante Plumiera.

Sin duda Lineo contribuyó a enriquecer la fitonomástica a base de nombres de botánicos; además de la Plumeria, cito a título de ejemplo la Gardenia, que recuerda al escocés Alejandro Garden; o la Loeflingia, con la que el sabio sueco pretendía honrar la memoria de su discípulo Pedro Löfling (o Loefling), que murió jovencito, con veintisiete años, herborizando en Venezuela.

Los botánicos, gente pacífica y poco envidiosa, admiten en su compañía a toda suerte de vegetalinos, incluidos aficionados, apenas otra cosa que amables compañeros de viaje; no es el caso de rizótomos competentísimos, aunque sean pastores como Pierrine Gastón-Sacaze (a quien Spruce dedicó el pirenaico Lithospermum gastonii: lo cuentan Patxi Heras y Marta Infante en su librito sobre el briólogo inglés) o farmacéuticos como Bartomeu Xatart, quien apellidó a la Xatardia o Xatartia.  Por cierto que a los boticarios los honra en cierto modo cada hierba nombrada officinalis, puesto que ese adjetivo alude a la oficina de farmacia.

Ahora bien, no todo es paz en la república botánica.  Lo ilustra el académico de Petrogrado Johannes Siegesbeck, quien "denunció enérgicamente el 'obsceno' sistema de Linné y la 'repugnante prostitución' que el Creador jamás habría tolerado en el reino vegetal" (cito de la biografía de Lineo por Wilfrid Blund, en la traducción de Manuel Crespo).  "Siegesbeck es recordado hoy en día, escribe Stearn, 'sólo por la mala hierba, fea y con flores pequeñas, que Linné llamó Sigesbeckia', aunque para ser justo debería mencionar que la planta había sido bautizada así antes de que ambos se pelearan".

La lista, en fin, podría alargarse mucho.  Pongamos punto final y dejemos aquí a los botánicos.

El otro grupo importante de apellidos inmortalizados en fitónimos es el de los primates, los personajes poderosos de quienes a menudo dependía el botánico para el satisfactorio ejercicio de su ciencia, sobre todo cuando mediaban costosos viajes de exploración.  El propio Plumier había honrado en la Begonia el nombre de un alto funcionario: Michel Bégon, intendente de Saint Domingue (isla de la Española, o Haití), le había facilitado su trabajo en el Caribe.

Como también aquí el catálogo sería interminable, me limito a un par de casos, habiendo ya mencionado la Josephinia, la Calomeria, la Napoleonaea o Napoleona, la Paulownia, la Carludovica y otras tales.

Considero el caso de la Cinchona de especial interés, por un triple motivo.  Por una parte, el origen del nombre no se discute, es el topónimo castellano Chinchón.  Ahora bien, ahí termina el acuerdo, pues, si bien los europeos descubrieron la quinina (que los amazonios ya usaban como febrífugo) bajo Luis Jerónimo Cabrera, cuarto conde de Chinchón (virrey de Perú entre 1629 y 1639), los cuentos que explican el cómo varían hasta extremos cómicos: ora enfermó el conde y se curó con quinina, ora fue la condesa la doliente, ora doña Francisca de Rivera (la esposa de marras) fue una heroica precursora de la farmacia antipalúdica...  En etimología no son de fiar los étimos anecdóticos, pero cuando son varias las anécdotas, la sospecha ya es vehemente.  No digo que no sea alguna cierta, pero ¿cuál?  Lo único que parece claro es que en la Cinchona se honra al condado de Chinchón.

En segundo lugar, está el problema de la transcripción latina.  ¿Por qué Cinchona?  Lo esperable sería Chinchona (aceptando la grafía original) o bien Sinsona o Cinciona (tratando de adaptar, mal que bien, la CH castellana a la fonética latina).  Varios textos afirman que la grafía Cinchona es influjo de la lengua italiana (donde /chi/ se escribe CI), pero eso no tiene sentido: Chinchón en italiano se escribiría Cincione, con lo que el género sería Cinciona; puestos a italianizar, ¿por qué sólo a medias?

Y luego está el problema de la pronunciación.  Aquí se topa uno de los escollos de la poliglosia y (permítanme el neologismo) la poligramia, quiero decir la variedad de sistemas gráficos que arbitran las lenguas, más o menos coherentes para cada una, pero contradictorios entre sí.  Yo he propuesto aquí pronunciar sin más a la latina, con lo cual habría que pronunciar Cinchona, sin pensárselo dos veces, /kin-kó-na/.  ¡Mas, ay, no me gusta, no me gusta!  La Academia española se queja de que llamen cinchona a la quinina, y no como se debería, chinchona; consiento con los académicos, pero es fácil hablando en castellano, idioma (supongo) del conde de Chinchón.  ¿Pero qué hacemos con el cinchona latino?

Lo más gracioso, y perdonen que me alargue, es que he encontrado en la red una serie de vídeos y páginas donde enseñan how to pronounce nuestro género, y los que he oído coinciden en algo así como /sin-có-na/.  Imagino que establecen no cómo se debe pronunciar, sino cómo se suele pronunciar entre angloparlantes (que no es lo mismo).

Para terminar, citaré una especie que, acabo de comprobarlo con sorpresa, los estudios moleculares han deportado a un nuevo género: sí, queridos, el Chenopodium bonus-henricus ya no es el Chenopodium bonus-henricus sino que es ahora, por lo visto, Blitum bonus-henricus, si hemos de fiarnos de las distintas wikipedias.  Pero dejemos a esos caballeretes con su afición de cambiar nombres, y vamos al hecho: ¿habrá algún botánico serio, o aficionado raso como yo, a quien no le choque ese curioso nombre, bonus Henricus que, como es fácil adivinar, significa "el buen Enrique"?

Menciono esta especie botánica por eso, y porque he leído más de una vez (sin ir más lejos hace un rato en la wikipedia española) que tal específico lo creó Lineo en honor de Enrique IV de Francia, le bon roy Henri, quien (y en esto se ve la astucia etimológica del autor de la idea) fue un gran protector de botánicos.  Que el sueco albergara tiernos sentimientos de gratitud por un rey francés muerto un siglo antes ya es sospechoso.  Pero para comprobar la falsedad de esa etimología basta con acudir al New Kreüterbuch (de 1543): Fuchs afirma que este género würt allenthalben Güter Heinrich genent "en todas partes lo llaman el buen Enrique"; y nótese que esto se publica diez años antes de que naciera el bueno de Enrique Borbón, que en su cuna de Pau ni soñar podía con la corona francesa.

Si usted, amiga mía, no quiere ir al Kreüterbuch, vaya usted al Dioscórides renovado de Pío Font Quer, cuya ciencia hace vanos nuestros balbuceos.  Allí, sub voce zurrón (el nombre que propone para el Chenopodium bonus-henricus; en Aragón lo llaman también serrónsarrión), se lee lo siguiente: "bonus-Henricus es una simple traducción del alemán guter-Heinrich.  Según Marzell, la fidelidad con que acompaña al hombre en sus viviendas campestres le ha valido aquella dignificación, como si encarnase cierto grado de humanidad afectuosa".  Así pues, ese Heinrich, Henry o Enrique es aquí un genérico, como el Jean-foutre con que los franceses motejan al charlatán, o el Mijail Potápich, o Micha ("Miguelito") que en los cuentos rusos designa al oso.

Me he alargado mucho, pero me importa un bledo.  No quiero ser descortés, sólo aprovechar la ocasión de señalar que la voz latina blitum, que ahora sustituye a Chenopodium y los diccionarios suelen interpretar como Amaranthus (al igual que su correspondiente griega, βλτον /bli-ton/), está en el origen del bledo castellano, tan proverbialmente denostado.  Sí, así es: blitum > bledo.  Quizá todo esto a usted le importe un Amaranthus, pongamos, blitum o blitoides.

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