martes, 23 de enero de 2018

La invención de la Naturaleza

Es el invierno temporada de cierta pausa botánica, al menos para los aficionados de medio pelo como yo.  Así que sustituyo la dosis de hierbas con zumo de imprenta, y leo sobre vegetales algo más de lo que suelo en estación de verduras.  Precisamente dejé para el invierno un ensayo sobre Humboldt que con el título de arriba hallé en la librería hace unos meses: lo había hojeado, y me pareció bien, cuando vi la foto del autor en la solapa: joven, guapa, sonriente, con una gran melena rubia.  Ya iba a dejar el libro sobre el estante cuando el pundonor, por fortuna, me detuvo: penosamente consciente de ser racista de rubias risueñas, me castigué comprándolo.

Ahora lo termino, y proclamo altamente la excelencia del texto armado por la rubia, que se llama Andrea Wulf (india de nación y profesora de diseño en Londres), y la exactitud del título, que responde a esta idea: nuestro siglo, obsesionado por el ecologismo y el cambio climático causado por la mujer (digo, para compensar), está tan imbuido de las ideas conexas con estos fenómenos que hemos olvidado que en gran parte las debemos a un sabio viajero alemán que se llamó Alejandro von Humboldt.

El ensayo es en parte una biografía de Alejandro, pero es sobre todo una amena zambullida en el mundo ideológico (el Berlín ilustrado, la docta Gotinga, la Jena que compartió brevemente, junto a su hermano Guillermo, con Schiller y Goethe) donde se desarrolló su pensamiento y concibió la idea germinal de que el mundo natural es una totalidad, un organismo, y que los humanos somos una parte que influye en el todo, al igual que cualquiera otra, aunque más poderosa y quizá más peligrosamente que cualquiera otra.

A través de sus viajes disfrutamos de sus descubrimientos e intuiciones, y vemos cómo se enriquecen sus ideas en contacto con las selvas venezolanas y los volcanes andinos; cómo sus sentimientos liberales (es contemporáneo de Hegel, Beethoven, Napoleón: hombres marcados por revolución francesa) se exaltan frente a la vergüenza de la explotación indígena y el esclavismo; cómo entra en contacto con lo más escogido de la intelectualidad europea y americana, con la que intercambió una copiosísima correspondencia durante su larga vida (murió casi nonagenario).

Los aspectos estrictamente biográficos son, pues, sólo un ingrediente del texto; pero de una extraordinaria vivacidad, hasta el punto de que creí conocer al personaje por vez primera (aunque ya había yo leído una biografía de él: claro que quizá la leí algo dormido).  Acaba uno simpatizando con este muchacho, pronto huérfano de padre, e hijo de madre frigidísima, que vuelca desde su infancia todas sus energías en el estudio y el contacto con la naturaleza; me recuerda mucho a Newton, también huérfano y con madre ausente, mente brillante enfrascada en aventuras rurales y en juegos mecánicos y matemáticos, y con una leve mutilación sentimental (ambos experimentan con su cuerpo de manera bastante masoquista).

Ahora bien: vida, formación, viajes, publicaciones, polémicas, éxitos, fracasos. vejez; todo eso es sólo medio libro.  Apenas dejamos al barón enterrado en su mansión de Tegel, aún nos quedan otras tantas hermosas páginas, porque la rubia nos quiere contar la difusión de las ideas de Humboldt y cómo su entusiasmo y sus escritos influyeron y fueron digeridos y ampliados por Darwin, por Thoreau (ahora en su centenario), por Marsh, por Haeckel (quien inventa la palabra ecología para el concepto creado por Humboldt), por Muir (el exótico naturalista promotor de los primeros parques naturales de Estados Unidos, es decir, del mundo).

Un recorrido amenísimo y lleno de interesante información.

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