miércoles, 27 de diciembre de 2023

De nominibus botanicis III: sobre lo correcto y lo incorrecto

 Filólogo, el nombre lo dice, es amigo de las palabras.  De todas: de las finas y de las rudas, de las antiguas y de las modernas.  Eso quizá explica por qué con frecuencia el filólogo lamenta el desdén con que los hablantes arrinconan palabras elegantes, breves y precisas, a menudo en favor de otras vagas, cacofónicas, o sesquipedálicas.  Si estuviera en su mano defender con éxito una sola palabra, ahora mismo devolvería la vida a eficaz, hermoso adjetivo que, en este momento mismo, está siendo asesinado por efectivo (de muy otro significado), igual que la horrible efectividad está dejando moribunda a la clara y simple eficacia.

¿Acaso está el filólogo para decirle al ciudadano, como al niño el maestro, lo que está bien y lo que está mal dicho?  No.  No es mi objetivo, en todo caso.  No pretendo fijar lo correcto o lo incorrecto, sino sólo proponer la mejor forma, en caso de ser aceptadas ciertas premisas.  No obstante, aclarar esto a cada paso es bien aburrido, y como odio aburrirme, estoy ya resignado a que alguno me tome por un dómine.

Anda, que no es poco el trabajo el de castigar el idioma (así se decía antaño a purificar).  Un lector, o lectriz, creo, tuvo la amabilidad de comparar esta página con el excelente Dardo en la palabra de Lázaro Carreter, obra necesaria, pero empeño de Sísifo: vano, aun con el prestigio de don Fernando.  Cierto que el Dardo nos entretuvo a muchos y, aunque no hubiera tenido otro efecto, le estamos por ello agradecidos.

Importante argumento que añadir, y que todo filólogo conoce: ¿qué otra cosa es la historia de la lengua, sino una historia de errores?  No metafórica o figuradamente, sino errores simples y meros.  Todas esas pretendidas leyes fonéticas, eso de que el grupo PL- da LL- o que la -T- entre vocales sonoriza en -D-, o que el significado de calidus "caliente" evoluciona a caldo "manjar líquido", ¿son acaso otra cosa que acumulación secular de pequeños errores de imitación? Pues los hablantes aprendemos, de niños, imitando, y seguimos imitando de mayores.  Pero fallamos, no como escopeta de feria, pero, con el tiempo, en medida muy notable.

Y no todo error es negativo.  Como en la vida misma, el error es la materia prima de la evolución, que tiende a sostener los errores útiles, e incorporarlos al torrente vital, y a descartar los desaciertos y hacerlos perecer.  Esto nos reanima.  ¡Hemos visto nacer y morir tantas palabras!  Hace cuarenta años nos asfixiaban de en base a y a nivel de, que hoy ya ni recordamos.

Más de una vez he oído protestar, por ejemplo ante la censura de un barbarismo:  "¡Eh, caballero!  ¡Que la lengua se adapta!  ¡Si no fuera así, seguiríamos hablando latín!"  Cierto, cierto.  O griego.  O frigio, como pretendió un faraón, según Heródoto; o hebreo, o vascuence...  En fin.

Se puede estar de acuerdo con la protesta; pero acuerden también conmigo en que una cierta fijación de la lengua (como la Academia pretendía otrora) es conveniente para la comunidad.  Cuanto más lábil el idioma, tanto mayor desamparo del ciudadano ante el poder y la ley.  Por otra parte, ¿es posible el gobierno sin un idioma común consolidado?

Ea, pues, dejemos un rato ir las cabras al trigo.  ¿Es decente que una ministra portavoz del gobierno confunda vergonzante y vergonzoso?  ¿Es de recibo que los locutores, en vez de decir suele o es frecuente, machaquen con ese híbrido horrible y carente de significado, suele ser frecuente?  ¿Qué creerán algunos que significa mantener, cuando minuciosamente lo sustituyen por la pesada locución seguir manteniendo?  ¿Tendrá el cuajo la Academia de aceptar algún día la expresión agramatical "yo soy de los que opino que..."?

Y luego ese desaforado amor a la hipérbole, esa pasión por lo dramático que este mundo publicitario fomenta.  ¿No basta dar la alarma, que a la mínima han de saltar todas las alarmas?  ¿No hemos de poner atención, tener cuidado, andar con ojo, sino que todo ha de ser extremar las precauciones?  Y dígame, señora, ¿qué significa su extremar, cuando me pide que extreme mucho las precauciones?

Vale, ya me he desfogado.  Es de observar que toda innovación teleñólica tiene como característico el ser no sólo más vaga, sino también más larga.  Al político le encanta apesadumbrar el idioma con largos vocablos.  De todas las memeces que produce el teleñol, la única que estoy por admitir, pese a ser aburrida como toda reiteración, es ese sí o sí, que al menos tiene la ventaja de ser más rápida o eficaz que a la fuerza, por necesidad, quieras que no o cualquier otra expresión equivalente.

Pese a todo lo dicho, quiero afirmar solemnemente que lo mejor de la lengua es, en mi opinión, que cada cual puede usarla como le salga de la boca, y no poca ventaja es que nadie puede poner puertas a ese campo, por más que se haya intentado: no recuerdo mayor ridículo de nuestro parlamento (y mira que los hizo y hace) que la pretensión de algunos congresistas de legislar sobre el uso de la palabra nación.  Hoy vienen las censuras del otro bando, y los hoscos paladines del progreso pretenden avergonzarnos por usar tal o cual frase.  Goebelillos, diestros o zurdos: que os den morcilla.


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