Hace muchos, muchos años, una amiga de aficiones orníticas solicitó mi opinión sobre un breve escrito que se proponía publicar. Trataba de un día en la vida de un joven buitre, relato en el que el propio animal, hablando en primera persona, describía sus actividades y exponía honestamente sus impresiones físicas y morales a lo largo de la jornada. El cuento me pareció sensiblero antes que emotivo, y de escasa información sobre el volátil. En aquella época aborrecía yo a Disney (Fantasia me había amargado la sexta poblándola de centauritos saltarines). Y ya era por entonces tan estúpido como para dar mi opinión sincera. Una larga semana de morros y abstinencia me grabó a fuego los inconvenientes de practicar con la novia la crítica literaria.
Me acuerdo de esta remota historia porque nuestro amigo Víctor Ezquerra acaba de publicar Dryas, la flor que vive en lo alto del Pirineo, un librito en el no un ave, sino una planta perenne describe su propia vida y el entorno natural que habita. Ya el autor nos había prevenido que urdía un relato en primera persona y, acordándome de aquella lejana experiencia, me adelantaba a imaginar diferencias entre este cuento y aquel del buitre, pues no es Víctor un mero simpatizante del pasto, sino buen conocedor de la hierba en cuestión (la Dryas octopetala, naturalmente), y a la vez un enamorado de la alta montaña y un tenaz estudioso de ese prodigioso entorno natural. Me prometía, pues, del texto de Víctor, cuando menos, abundancia de jugosas informaciones sobre la flora y la fauna alpinas.
Y ahora la lectura de Dryas ha dejado cortas mis esperanzas. Pues no sólo contiene una riqueza y variedad de noticias sabrosísima, sino que es un relato magníficamente trabado, en una prosa excelente, ¡y lleno de humor, por todos los dioses, rebosante de esa suprema expresión de humanidad que es el humor verdadero!
Me siento tentado a enriquecer esta pobre página adornándome con alguno de los divertidos juegos de palabras del libro que nos ocupa; pero voy a contenerme porque no es mi propósito aguar la lectura a quien la apetezca. Baste señalar que Víctor, como los buenos actores de teatro, finge a la perfección la locuacidad de la rosácea, pero esparce aquí y allá unos brechtianos guiños a la inteligencia del espectador.
En efecto, el yo de la dríade de ocho pétalos no es aquí un anzuelo sentimental, sino un hábil recurso para presentar sucesivamente rocas, meteoros, quebrantahuesos, treparriscos, armiños, marmotas, bucardos, arañas, mariposas...; en suma, todos los seres de la alta montaña pirenaica, en sus relaciones mutuas y con el medio, facilitando con amenidad una excelente información sobre aquel medio natural.
A quien conoce a Víctor le consta su facilidad con el lenguaje científico: domina la nomenclatura latina y de ello podría haber alardeado en este libro. Imaginen por un momento que lo hubiera escrito alguien como yo: con lo que me gustan las palabrejas raras, a las cuatro páginas el lector se habría hartado y tiraría el libro a la basura. Víctor, en cambio, se ha propuesto, y conseguido, seducir al lector, entre otras cosas evitando abrumar con tecnicismos de la biología, aquí sustituidos por equivalentes de la lengua familiar, en algún caso forjados sobre la marcha por el autor, si no me equivoco, como si de una propuesta casual se tratara (pero bien meditada, estoy seguro).
En resumidas cuentas, un libro de lo más simpático, que recomiendo a lectores de toda edad y condición.
Y ahora, para acreditar mi legendaria inoportunidad, voy a poner un pero al texto. No a las etimologías propuestas por el autor, como éste quizá temiera, sino a una afirmación de la página 80, donde se lee: "Nada más entrar en el siglo XXI, el 5 de enero del año 2000..." ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Por ahí no paso. Enero de 2000 es todavía el siglo XX, y lo sigue siendo hasta el 31 de diciembre de ese año, como nos enseñaban en el bachillerato (cuando había bachillerato y no la cosa que hay ahora). Es pura aritmética. Claro está que Víctor es muy joven, y en sus más tiernos años habrá padecido los estragos de la publicidad y la loca influencia del famoso efecto 2000...
Para terminar, permítanme un modesto obituario. La esquela que sigue no debe achacarse a crítica, pues es mera observación, o constatación de una defunción ya hace años esperada. Para los que somos algo vejetes, oír y escuchar son cosas bien distintas: oír designa el mero percibir por el oído, escuchar es prestar consciente atención a las señales auditivas. En la mayoría de los casos, pasan fácilmente por sinónimos. Ay, pero no siempre. Por ejemplo, uno puede caminar con tiento a fin de no ser oído, pero no de no ser escuchado, algo que no hay forma humana de prevenir. Ahora bien, el verbo oír está en franco retroceso, desplazado por escuchar cuando es posible, y sobre todo (como diría Cortázar) cuando no lo es. La desaparición de oír se constata con pena en el libro que comentamos, escrito por una persona joven de muy buen criterio léxico. Requiescat in pace verbum illud audiendi.
Acompañan el texto de Víctor Ezquerra dibujos y acuarelas de Irene San Sebastián, algo despeinados pero eficaces en su objetivo de acompañar y redondear con imágenes la lectura. La obra lleva pie de Scribo Editorial, pasaje Zavacequias 3, Huesca.
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