jueves, 28 de marzo de 2024

Centaurea y Zostera

 No es raro que el aficionado a la botánica encuentre en los nombres botánicos variantes con las que no sabe muy bien qué hacer, o cuál dar por buena.  Sobre un caso parecido tiene la amabilidad de pedir mi opinión R. R., en la alternativa de elegir, por una parte, entre Centaurea ultreiae, creado en la descripción de la especie, y Centaurea ultreia, forma que se muestra en Flora ibérica; y, por otra, entre Zostera noltei que figura en ciertas fuentes, y Zostera noltii que propugna Flora ibérica.

Yo estoy un poco avergonzado, no ya por no poder dar una respuesta terminante (al fin y al cabo, sobre la corrección de los nombres botánicos deberá pronunciarse alguna autoridad, si la hay, en nomenclatura botánica), sino por haber tardado tanto en responder a su consulta, que no he echado en saco roto; pero no me ha sido posible dedicarme antes a ella.  Por lo demás, quizá convenga repetir que lo que sigue está limitado a mi particular punto de vista, que es el del latín clásico o, para ser más preciso, de lo que yo considero un latín correcto.

Ultreia, si no me equivoco, se ha propagado en el arrobado ambiente del camino de Santiago como exclamación de ánimo; se tomó del Codex calixtinus (ese mismo famosamente robado, no ha mucho, de la catedral compostelana; en la wiki inglesa lo llaman Codex compostellus; ay, qué dolor...).  En cuanto interjección, si lo es, no cabe duda de que es indeclinable y parece preferible, por ende, la forma indeclinada ultreia frente a la forma de supuesto genitivo ultreiae.

No obstante, la lengua es tan caprichosa que uno puede ver declinada una interjección o, si se tercia, un presente de subjuntivo (lo que en efecto ocurre con viva, cuyo plural sin duda es vivan; pero cuando se dan vivas a la bandera, se encuentra uno con un inesperado plural nominal, que nadie osará tildar de incorrecto).  Como latinista no me siento particularmente inclinado, ni tampoco disgustado, por una u otra variante.  Encuentro ligeramente más expresiva la forma ultreiae, del mismo modo que a don Salustiano Olózaga, que tuvo la humorada de repetir en su discurso parlamentario "dios salve al país", la chacota madrileña acabó por llamarle, no el político salve, sino el político de la salve.

En cuanto a la Zostera, encuentro en red una Nanozostera noltei (Hornemann) Tomlinson y Posluszny 2001, llamada Zostera noltei por Hornemann en 1832, y Zostera nana por Roth en 1827, una fanerógama marina como la Posidonia.  Imagino que está dedicada a Ernst Ferdinand Nolte, botánico y briólogo (Hamburgo 1791, Kiel 1875).  Si es así, el problema de la "corrección" de noltei o noltii está ligado a la cuestión de la transcripción al latín de nombres propios en la era moderna.  Este es un asunto que me resulta muy entretenido, y en el que me engolfaría con extremo placer; pero voy a contenerme un poco, y posponerlo para otra ocasión, en atención a que ahora me dirijo a inocentes botánicos, que no me han hecho nada.

En gran resumen, para latinizar un apellido, o bien se traduce al latín, si es posible; o bien se toma el apellido tal cual y se convierte en sustantivo "de la segunda declinación" latina por el simple procedimiento de añadirle las desinencias -us, -i o -ius -ii.  (Por supuesto, hay muchas otras posibilidades, entre ellas la adoptada por Lineo, o por su padre, quien tomó el lind o tilo sueco como apellido familiar, y lo latinizó, en forma harto rara, en Linnaeus.)

De los modos arriba señalados, en botánica se echa mano del último, esto es, el añadido de -ius -ii, con una frecuencia que sobrepasa con mucho, si no he tenido mala suerte en la búsqueda de ejemplos, a los otros procedimientos.  Pocos he encontrado con el sufijo -us -i. (de Boissier, vg. la Centaurea boissieri; de Bubani, vg. la Armeria bubanii), en cambio muchos con sufijo -ius -ii: de Burnat, burnatii; de Lamarck, lamarckii; de Loscos, loscosii, de Willkomm, willkommii,..

Desde el punto de vista del latín, cualquiera de los dos sufijos es admisible, y aun diría elegante, si no fuera porque en algunos casos chirría el procedimiento.  Por ejemplo, leer que hay una Alchemilla bautizada cuatrecasasii magulla seriamente los sentimientos de un latinista probo, y aun del hablante peninsular, a quien costará no oír "cuatro casas" en ese apellido.

Volvamos a la Zostera.  Si queríamos honrar al señor Nolte, podíamos optar por latinarlo en Nolteus (sufijo -us, -i), y por tanto "de Nolte" sonaría Noltei; o bien en Nolteius (sufijo -ius, -ii), y "de Nolte" se diría Nolteii.  Como se ve, ninguna de las formas es la defendida en Flora ibérica.  Claro es que a veces se mutila ligeramente la base del apellido: así por ejemplo de Lapeyrouse he encontrado una Alchemilla lapeyrousii (se ha mutilado la -e final, cosa comprensible en apellido de tal longitud).

En resumidas cuentas, desde el punto de vista de la corrección lingüística, son igualmente aceptables Noltei, Nolteii y Noltii, y los tres cuentan con precedentes en la tradición botánica, aunque más el segundo.  A la forma Noltii yo le encuentro un defecto: no deja adivinar el apellido que pretendía honrar, como de hecho está sugerido en las formas Noltei y Nolteii, que enseguida remiten a Nolte: un ignorante como yo nada sabía del botánico, pero sí recordaba al rubio actor Nick Nolte, víctima en Cape Fear del malote De Niro.

lunes, 18 de marzo de 2024

De nominibus botanicis VIII: fitónimos honoríficos II

Me falta citar fitónimos honoríficos (y con esto concluyo) de época moderna y contemporánea.  Puesto que la botánica habla latín, y los apellidos que ella autoriza pueden sonar en cualquiera de las restantes lenguas, un examen detallado del asunto pediría determinar las condiciones y modos en que se latinizan los nombres propios; pero dejo esa cuestión para otro momento, y me limito a enumerar, casi al azar, algunos ejemplos.

Claro es que los inmortalizados son a menudo, y con justicia diría yo, los mismos cuya atención y esfuerzos han contribuido a la ciencia del vegetal, esto es, los propios botánicos.  Pero en esto, como en todo, Fortuna domina: véase, si no, cuán diferente suerte ha corrido La Condamine con su Condaminea, poco conocida, al menos por estos pagos, en comparación con el señor de Bougainville, cuyas llamativas flores (o brácteas, para que no me regañen) cuelgan de tantas tapias.

No tiene nada de extraño que fuera el marsellés Charles Plumier quien con más éxito practicara tal apofitosis (ya que no apoteosis), pues aunque él era un humilde fraile mínimo, fue botánico oficial de Luis XIV (en su tiempo el más pujante monarca), y con tal condición viajó varias veces a América, hasta que en 1704, en el Puerto de Santa María, una pleuresía canceló definitivamente sus viajes.

Así pues, fue Plumier quien dio a la Fuchsia el nombre del alemán Fuchs; a la Magnolia el del monspesulano Pedro Magnol; a la Lobelia el de Matías l'Obel o Lobel (éste latinizaba su nombre en Lobelius); a la Clusia el de Carlos de l'Écluse, quien firmaba Carolus Clusius.  La wikipedia francesa afirma que Plumier fue el primero en dar nombres ilustres a las plantas: es evidente que exagera; quizá fuera el primero que lo hizo por sistema en la modernidad.  Parece que también se le debe el bautizo de la Dioscorea en honor del médico griego.  A su vez el nombre del fraile mínimo fue ensalzado mediante el franchipán, con el género Plumeria autorizado en 1753 por Lineo, si bien puede que antes ya lo usara Tournefort, en su variante Plumiera.

Sin duda Lineo contribuyó a enriquecer la fitonomástica a base de nombres de botánicos; además de la Plumeria, cito a título de ejemplo la Gardenia, que recuerda al escocés Alejandro Garden; o la Loeflingia, con la que el sabio sueco pretendía honrar la memoria de su discípulo Pedro Löfling (o Loefling), que murió jovencito, con veintisiete años, herborizando en Venezuela.

Los botánicos, gente pacífica y poco envidiosa, admiten en su compañía a toda suerte de vegetalinos, incluidos aficionados, apenas otra cosa que amables compañeros de viaje; no es el caso de rizótomos competentísimos, aunque sean pastores como Pierrine Gastón-Sacaze (a quien Spruce dedicó el pirenaico Lithospermum gastonii: lo cuentan Patxi Heras y Marta Infante en su librito sobre el briólogo inglés) o farmacéuticos como Bartomeu Xatart, quien apellidó a la Xatardia o Xatartia.  Por cierto que a los boticarios los honra en cierto modo cada hierba nombrada officinalis, puesto que ese adjetivo alude a la oficina de farmacia.

Ahora bien, no todo es paz en la república botánica.  Lo ilustra el académico de Petrogrado Johannes Siegesbeck, quien "denunció enérgicamente el 'obsceno' sistema de Linné y la 'repugnante prostitución' que el Creador jamás habría tolerado en el reino vegetal" (cito de la biografía de Lineo por Wilfrid Blund, en la traducción de Manuel Crespo).  "Siegesbeck es recordado hoy en día, escribe Stearn, 'sólo por la mala hierba, fea y con flores pequeñas, que Linné llamó Sigesbeckia', aunque para ser justo debería mencionar que la planta había sido bautizada así antes de que ambos se pelearan".

La lista, en fin, podría alargarse mucho.  Pongamos punto final y dejemos aquí a los botánicos.

El otro grupo importante de apellidos inmortalizados en fitónimos es el de los primates, los personajes poderosos de quienes a menudo dependía el botánico para el satisfactorio ejercicio de su ciencia, sobre todo cuando mediaban costosos viajes de exploración.  El propio Plumier había honrado en la Begonia el nombre de un alto funcionario: Michel Bégon, intendente de Saint Domingue (isla de la Española, o Haití), le había facilitado su trabajo en el Caribe.

Como también aquí el catálogo sería interminable, me limito a un par de casos, habiendo ya mencionado la Josephinia, la Calomeria, la Napoleonaea o Napoleona, la Paulownia, la Carludovica y otras tales.

Considero el caso de la Cinchona de especial interés, por un triple motivo.  Por una parte, el origen del nombre no se discute, es el topónimo castellano Chinchón.  Ahora bien, ahí termina el acuerdo, pues, si bien los europeos descubrieron la quinina (que los amazonios ya usaban como febrífugo) bajo Luis Jerónimo Cabrera, cuarto conde de Chinchón (virrey de Perú entre 1629 y 1639), los cuentos que explican el cómo varían hasta extremos cómicos: ora enfermó el conde y se curó con quinina, ora fue la condesa la doliente, ora doña Francisca de Rivera (la esposa de marras) fue una heroica precursora de la farmacia antipalúdica...  En etimología no son de fiar los étimos anecdóticos, pero cuando son varias las anécdotas, la sospecha ya es vehemente.  No digo que no sea alguna cierta, pero ¿cuál?  Lo único que parece claro es que en la Cinchona se honra al condado de Chinchón.

En segundo lugar, está el problema de la transcripción latina.  ¿Por qué Cinchona?  Lo esperable sería Chinchona (aceptando la grafía original) o bien Sinsona o Cinciona (tratando de adaptar, mal que bien, la CH castellana a la fonética latina).  Varios textos afirman que la grafía Cinchona es influjo de la lengua italiana (donde /chi/ se escribe CI), pero eso no tiene sentido: Chinchón en italiano se escribiría Cincione, con lo que el género sería Cinciona; puestos a italianizar, ¿por qué sólo a medias?

Y luego está el problema de la pronunciación.  Aquí se topa uno de los escollos de la poliglosia y (permítanme el neologismo) la poligramia, quiero decir la variedad de sistemas gráficos que arbitran las lenguas, más o menos coherentes para cada una, pero contradictorios entre sí.  Yo he propuesto aquí pronunciar sin más a la latina, con lo cual habría que pronunciar Cinchona, sin pensárselo dos veces, /kin-kó-na/.  ¡Mas, ay, no me gusta, no me gusta!  La Academia española se queja de que llamen cinchona a la quinina, y no como se debería, chinchona; consiento con los académicos, pero es fácil hablando en castellano, idioma (supongo) del conde de Chinchón.  ¿Pero qué hacemos con el cinchona latino?

Lo más gracioso, y perdonen que me alargue, es que he encontrado en la red una serie de vídeos y páginas donde enseñan how to pronounce nuestro género, y los que he oído coinciden en algo así como /sin-có-na/.  Imagino que establecen no cómo se debe pronunciar, sino cómo se suele pronunciar entre angloparlantes (que no es lo mismo).

Para terminar, citaré una especie que, acabo de comprobarlo con sorpresa, los estudios moleculares han deportado a un nuevo género: sí, queridos, el Chenopodium bonus-henricus ya no es el Chenopodium bonus-henricus sino que es ahora, por lo visto, Blitum bonus-henricus, si hemos de fiarnos de las distintas wikipedias.  Pero dejemos a esos caballeretes con su afición de cambiar nombres, y vamos al hecho: ¿habrá algún botánico serio, o aficionado raso como yo, a quien no le choque ese curioso nombre, bonus Henricus que, como es fácil adivinar, significa "el buen Enrique"?

Menciono esta especie botánica por eso, y porque he leído más de una vez (sin ir más lejos hace un rato en la wikipedia española) que tal específico lo creó Lineo en honor de Enrique IV de Francia, le bon roy Henri, quien (y en esto se ve la astucia etimológica del autor de la idea) fue un gran protector de botánicos.  Que el sueco albergara tiernos sentimientos de gratitud por un rey francés muerto un siglo antes ya es sospechoso.  Pero para comprobar la falsedad de esa etimología basta con acudir al New Kreüterbuch (de 1543): Fuchs afirma que este género würt allenthalben Güter Heinrich genent "en todas partes lo llaman el buen Enrique"; y nótese que esto se publica diez años antes de que naciera el bueno de Enrique Borbón, que en su cuna de Pau ni soñar podía con la corona francesa.

Si usted, amiga mía, no quiere ir al Kreüterbuch, vaya usted al Dioscórides renovado de Pío Font Quer, cuya ciencia hace vanos nuestros balbuceos.  Allí, sub voce zurrón (el nombre que propone para el Chenopodium bonus-henricus; en Aragón lo llaman también serrónsarrión), se lee lo siguiente: "bonus-Henricus es una simple traducción del alemán guter-Heinrich.  Según Marzell, la fidelidad con que acompaña al hombre en sus viviendas campestres le ha valido aquella dignificación, como si encarnase cierto grado de humanidad afectuosa".  Así pues, ese Heinrich, Henry o Enrique es aquí un genérico, como el Jean-foutre con que los franceses motejan al charlatán, o el Mijail Potápich, o Micha ("Miguelito") que en los cuentos rusos designa al oso.

Me he alargado mucho, pero me importa un bledo.  No quiero ser descortés, sólo aprovechar la ocasión de señalar que la voz latina blitum, que ahora sustituye a Chenopodium y los diccionarios suelen interpretar como Amaranthus (al igual que su correspondiente griega, βλτον /bli-ton/), está en el origen del bledo castellano, tan proverbialmente denostado.  Sí, así es: blitum > bledo.  Quizá todo esto a usted le importe un Amaranthus, pongamos, blitum o blitoides.

domingo, 4 de febrero de 2024

De nominibus botanicis VII: fitónimos honoríficos

 Hora es ya de abordar la tercera de esas clases en que he repartido, provisionalmente, los nombres de plantas: los que llamo fitónimos honoríficos u honorarios.  Muy antigua es la asignación a plantas de nombres de personalidades, divinas o no.  (Y nótese que hablamos de nombres, no de plantas que la devoción dedique a un ser, como la encina a Zeus, el laurel a Apolo o la rosa a los monjes benitos.)  Encontramos muestras de aquello en fitónimos actuales que continúan voces grecorromanas.  Enumeraré unas pocas a título de ejemplo.

Entre los fitónimos que honran a dioses empezaré (por respeto al jefe) por el Dianthus, que califica al clavel como Διὸς ἄνθος o "flor de Zeus"; y pues ya escribí sobre ello no me repetiré aquí.  También de Júpiter, el correspondiente romano de Zeus, se honra el numen en nombres de vegetales: el Juglans o nogal es la "bellota (glans glandis) de Júpiter", pues el raro nombre del dios (Juppiter Jovis) tiene la raíz *di- "brillar", apenas adivinable aquí en la primera sílaba: ju- (las otras dos sílabas de Juppiter son del vocativo pater "padre").

Es tal la majestad de Júpiter que hasta su barba ha dado fitónimos: en efecto, la jusbarba o jovibarba, la "barba de Júpiter" o siempreviva, joubarbe para nuestros vecinos del norte, es interpretada en general como Sempervivum.  Sin embargo, no parece ese el sentido en la Naturalis historia 16 76, donde se alude a que la barba Iovis odia el agua, y en jardinería admite la poda: una nota en mi edición afirma que Plinio está hablando de la fabácea Anthyllis barba-jovis que, como se ve, conserva el apelativo.  (He visto usar la voz castellana jusbarba para traducir el francés joubarbe, referida a una barba Iovis interpretada en nota como Sempervivum globiferum, también llamado, creo, Jovibarba globifera; pero veo que el DRAE, siempre sorprendente, trae la palabra jusbarba como nombre --si he entendido bien-- del Ruscus aculeatus.)

Por la cuota femenina mencionemos a Afrodita, la diosa Κπρια /kú-pri-a/ o "chipriota", así llamada por haber nacido en o junto a Chipre o Κπρος /ký-pros/; y ahí tiene usted por qué el metal de Venus es el cobre o "(metal) de Chipre".  Pues bien, ensalza su divino calzado el Cypripedium o "planta de la Cipria", esto es, "planta de Afrodita".  Por mucho que se empeñe alguna página, πεδίον /pe-dí-on/ significa "llanura", y sólo de modo traslaticio "planta del pie".  No cabe pensar que el inventor del nombre genérico confundiera πεδίον con πέδιλον /pé-di-lon/ "calzado", o el latín pes con el griego πούς.  Donde está el "zapatito" es en el específico calceolus, diminutivo de calceus "calzado".

A la diosa Cipria los romanos la llamaban Venus --en origen nombre abstracto del "impulso" (venus venerissexual: de ahí el Adiantum capillus-veneris ("cabello de Venus"), la Scandix pecten-veneris ("peine de Venus"), la Legousia speculum-veneris ("espejo de Venus"), y por último (de momento) el Umbilicus erectus que antes fue Cotyledon umbilicus-veneris ("ombligo de Venus").

Además de los dioses, también los héroes o entes semidivinos dan nombre a diversos vegetales: Hércules (a quien los griegos llamaban Heracles) al Heracleum, Aquiles a la Achillea, el semipenco Quirón a la Centaurea y el Centaurium, de todos los cuales hemos escrito algo y por ende nos detenemos aquí.

Cabe citar aquí a la ninfa Dafne, amada en vano por Apolo, cuyo deseo burló convertida en árbol: el dios la adoptó como planta de su numen, y no la mencionamos aquí por eso, sino porque su nombre (Δφνη es el nombre griego de la muchacha, y δάφνη /dáf-nee/ es en griego el nombre del laurel) ha servido para un género de las timeleáceas (creo), entre las que se cuentan la Daphne laureola: ésta ostenta como específico el diminutivo de laurus "laurel" (claro está que la Laurus nobilis se quedó con el nombre latino del "laurel noble"); parece que ya Teofrasto y Dioscórides llamaban a esta planta δαφνοειδής ("semejante al laurel") y χαμαιδάφνη ("laurel humilde"), aunque me parece que no hay consenso en esto.  Pero basta de dioses y diosecillos.

Pasando de los dioses y los héroes a los simples mortales, incluso éstos han dado su nombre a yerbas.  Claro que no mortales cualesquiera, sino sólo los poderosos, o los médicos de los poderosos.  Así, por ejemplo, Eupatorium honra a Mitridate VI, rey del Ponto, de cuya inclinación por la botánica y las ponzoñas creo que hicimos mención.  Muchas páginas de la red atribuyen el género Artemisia a la diosa Artémide (esto es, la Diana latina, diosa de la noche y hermana de Apolo), pero yo me atengo a lo que escribió mi agüelo Plinio en el libro 25, párrafo 73 de su enciclopedia: que la planta se nombra así por la esposa, luego viuda, de Mausolo, célebre por el Mausoleo.

En cuanto a médicos, hay acuerdo en que el género Euphorbia honra a Euforbo, médico del cultísimo rey de Numidia Juba II; ambos, monarca y galeno, reciben honra en el nombre de la Euphorbia regis-jubae, especie que habita Canarias y el Magreb.  (En griego εφορβία significa "rico pasto"; regis Iubae es el genitivo, significa "del rey Juba".)  Y la Musa paradisiaca o platanero se ha atribuido al médico de Augusto, aunque no sin contradicción.

Y basta por ahora de antigüedades.  Vayamos a fitónimos de bautizo más reciente.

sábado, 20 de enero de 2024

De nominibus botanicis VI: nombres descriptivos

Muchos son los fitónimos forjados para describir un carácter de la planta, o el vegetal en su conjunto.  Así Saxifraga o rompepiedras; así quizá Plantago, que Meillet interpreta como metáfora formal (las hojas del llantén tendrían forma de planta del pie), aunque me pregunto si no tiene el nombre más que ver con el hecho de ser una hierba especializada en ser pisable.

Pero más que en los nombres de género, el esfuerzo descriptivo se concentra, tengo esa impresión, en los nombres específicos: repens "reptante", humilis "humilde" o "próxima al suelo", graveolens o "de olor pesado"...  Y no hay claro indicio, en mi opinión, de un reparto racional, a la hora de describir, entre el uso del latín (parviflora "de flor pequeña") y el del griego (micrantha "de flor pequeña"); ambos han sido los idiomas preferidos por los botánicos, al menos en el pasado milenio.

Latín y griego (quizá éste sobre todo) han sido cantera de tecnicismos botánicos, no necesariamente integrados en algún binomio lineano.  Es el caso, pongamos, de mesophilum y mesophyllum, voces de formación griega cuya forma en latín todavía diferencia entre φίλος /fí-los/ "amigo" (mesófilo: vegetal de ambiente intermedio) y φύλλον /fýl-lon/ "hoja" (mesofilo: hoja de enmedio), mientras que en castellano sólo las distingue un rasgo tan problemático como el acento de palabra.

Omito aquí distinguir entre fitónimos heredados de la botánica antigua y neologismos creados por la botánica moderna, digamos del Renacimiento para acá.  Creo que sería interesante esa distinción, pero estoy verde para hacerla.  Barrunto que muchos términos de la nueva botánica han nacido con el propósito de describir la planta, si no es que fueron derechamente largas descripciones, como las de Bauhin y Plukenet.

A menudo hallamos en el fitónimo descriptivo un solo elemento léxico (como en Plantago): lo hemos visto en las geraniáceas, cuyo nombre es de origen griego y alude al parecido de sus frutillos con el largo pico de ciertas aves: así el Geranium (γεράνιον /ge-rá-ni-on/ "grullita", diminutivo de γέρανος /gé-ra-nos/ "grulla"), el Pelargonium (de πελαργός /pelargós/ "cigüeña") o el Erodium (ἐρῳδιός /e-roo-di-ós/ "garza").

Sin embargo, lo más frecuente en la terminología descriptiva son, si no me equivoco, las voces compuestas de dos elementos (como en Saxifraga, de saxum y frángere).  Parecerá una tontería, y quizá lo sea, pero sospecho que nuestra oreja tiende a reconocer la composición léxica principalmente en palabras tetrasílabas, como ocurre con soplamocos, cascanueces o pelagatos.  En cualquier caso, creo que las inquisiciones etimológicas se concentran en este tipo de palabras: con una de ellas, Centranthus, inauguré estas páginas.

¿Cómo abordar el rico caudal de fitónimos de este tipo?  Los enfoques son infinitos.  Arrastrado por mis hábitos, he escrito páginas sobre nombres que contienen la idea de "grande", "pequeño", "rojo", "verde", etcétera, esto es, las voces compuestas de magnus y parvus, o de μακρός y μικρός, de ruber, viridis, luteus y demás: es decir, tiendo a organizar las voces por sinónimos o elementos de composición, un criterio más filológico que botánico.

Se me ocurre que quizá sería mejor usar criterios de botánico y, por ejemplo, agrupar por un lado las voces que describen un detalle anatómico de la planta (caso de los mencionados Geranium &c, alusivos a la forma del fruto; o Himantoglossum, que expresa un detalle de la flor, y en ese caso clasificar según el nombre dibuje la flor, el fruto, la semilla, la hoja, etc.) y por otro lado agrupar las voces que describen la figura entera del vegetal.  Claro en este supuesto me encuentro con dificultades.

Así, por ejemplo, chamaecyparissus, específico de una Santolina, parece describir la planta como un "ciprés enano" o "ciprés de suelo" (κυπάρισσος /ky-pá-ris-sos/ "ciprés", en latín Cupressusχαμαί /ja-mái/ "en el suelo"), pero la mención del ciprés en el fondo alude a la forma de la hoja, de igual modo que chamaedrys, aun significando "roble de suelo" (δρς /drýys/ "encina"), en realidad compara las hojas festoneadas de la labiada con las del roble (pienso en el Teucrium: me parece que la observación falla para la Verónica): lo único que representa al conjunto de la planta es la idea de chamae- o χαμαί: esto es, "de dimensiones humildes" (como también lo expresa el específico humilis).

Ahora encuentro que hay unos árboles asiáticos y americanos que han recibido el nombre botánico de Chamaecyparis, supongo que por apócope de chamaecyparissus; aunque el χαμαί no les va nada, porque alguno alcanza, al parecer, los setenta metros.

Como se ve, la cabra tira al monte: de nuevo agrupo las palabras por coincidencia de significantes y significados; uno es más filólogo (sin serlo mucho) que botánico (en yerbas).  Así, los fitónimos citados me recuerdan a la "manzana de suelo" o Chamaemelum, donde al conocido χαμαί, que indica humildad o pequeño tamaño, se une en este caso μλον /mée-lon/ "manzana" (el correspondiente griego del malum latino).  También en castellano la manzanilla toma el nombre de la manzana: opino que lo comparado en esta ocasión no es ninguna forma, sino el aroma de las cabezuelas florales.

De igual manera, todos estos chamae- me llevan, aun sin quererlo, al camaleón, que al fin y al cabo es una fiera, como el león, pero pequeñita y humilde cual tierna verónica: es un "león de suelo" (eso significa su nombre genérico, y también el específico en el caso del camaleón común que tenemos por aquí, Chamaeleo chamaeleon: si no me equivoco en la transcripción, el uno va a la latina, y el otro a la griega).  [Nota sobre acentuación: /ka-máe-le-o ka-mae-lé-oon/ para el reptil; /ka-mae-cý-pa-ris/ para los árboles, /ka-mae-cy-pa-rís-sus/ el teucrio, y /ka-mae-mée-lum/ la manzanilla.]

Antes de abandonar este apartado, quiero recordar que también entre estas voces se oculta la trampa: palabras hay que parecen significar algo, y probablemente nada significan, quiero decir que nunca sabremos qué significaron en su origen: así καρυόφυλλον y las Caryophyllaceae tienen poca probabilidad, creo yo, de hallar su origen en las hojas del nogal.  Pero Alá es más sabio.


domingo, 7 de enero de 2024

De nominibus botanicis V: nombres no descriptivos


 Decidido, pues, a circunscribirme a los binomios lineanos (o binómina o binómines o binómenes, que tan varias lecturas he encontrado), y con el fin de darme un aire más científico (hacer parada de sabio sin serlo), necesitaba ordenar y clasificar mi materia.  Y en mi desamparo no se me ocurrió otra cosa que hablar de términos A) no descriptivos, B) descriptivos, C) honoríficos.  No estoy orgulloso, pero no encontré nada mejor.  ¡Qué añoranza del mundo medieval, donde todo se encasilla y numera!  Cuatro elementos, siete planetas, doce meses, veinticuatro ancianos...  Si los objetos tienen un número preciso, el discurso se vuelve apodíctico, incontestable.

Empiezo, pues, con los "no descriptivos".  De este tipo son muchos de los nombres genéricos que la ciencia botánica hereda de la tradición clásica: Pinus, Fagus, Rosa...  En general, estos nombres no son descriptivos, o al menos no nos lo parecen, en nuestro estado de conocimiento.  No siempre, claro está, pues algunos de ellos sí implican cierta definición: caso de Saxifraga, cuyo nombre expresa el don de "romper piedras" (sean las que habita, o las renales).  Ahora bien, a falta étimo seguro no ha faltado quien lo inventara: véase como prueba lo dicho sobre unedo (unum edendi según Plinio el Viejo), o sobre Populus, tan cándidamente confundido por los sacristanes con la voz "pueblo" latina.

Pero, aun sin étimo seguro, la historia de estas palabras suele tener interés.  Tomo el caso de la voz pastinaca, ya en latín ambigua, pues (como planta) designaba a la vez una especie de zanahoria silvestre y un pez (hoy llaman pastinaca a cierta raya, por Lineo bautizada como Dasyatis pastinaca).  El étimo de la voz latina pastinaca es problemático.  Lo único evidente es el sufijo -aca, propio del habla popular, el mismo que hallamos en lingulaca (de lingua) o verbenaca (de verbena).  ¿Acaso es pastinum (una especie de azadilla para plantar) el étimo de pastinaca?  ¿Una metáfora formal justifica la aplicación del nombre al vegetal y al pescado?  Es mera conjetura.

Ahora bien, la zanahoria silvestre en cuestión era, al parecer, la que hoy conocemos como chirivía, o también pastinaca, apio de campo, zanahoria blanca...  Ésta recibió de Lineo el nombre clásico de Pastinaca sativa, aunque el basiónimo es, creo, Daucus visnaga, y fue asimismo llamada Apium visnaga.  El nombre latino ha derivado en catalán a pastinaga, que en Cataluña designa a la zanahoria común o Daucus carota.

Ese nombre específico de visnaga tiene su interés: recuerda la voz biznaga, que en el sur de España denominó al mondadientes; yo la conocía por mi afición a Góngora, en una de cuyas letrillas más simpáticas la biznaga denuncia la triste dieta de un hidalgo pobretón:

                         Que se ufane don Pelón
                         de haber comido un capón,
                                                  bien puede ser;
                         mas que la biznaga honrada
                         no diga que fue ensalada,
                                                  no puede ser.

Pues bien, resulta que esa voz, biznaga o bisnaga, es el resultado de pastinaca en el llamado romance mozárabe de la península, donde la P- inicial se hace sonora y la palabra queda registrada en varias formas, entre ellas bastinaq, bistinaqa, bisnaqa.  ¿Y qué tiene que ver la zanahoria con la biznaga?  La respuesta la encontré en el zoco de Marraquech, donde hallé a la venta cabezuelas secas de cierta umbelífera: cada radio de la umbela era un práctico escarbadientes (así los llaman en Argentina, al menos los Luthiers) y como tales se vendían.

Luego supe que la umbelífera del zoco marroquí era conocida en botánica como Ammi visnaga.  ¡Prodigioso!  Así que resulta que la voz latina pastinaca ha parido un doblete, y dado lugar a dos fitónimos distintos, el genérico Pastinaca, y el específico visnaga que define una especie de Ammi.  Para más certidumbre, encuentro que el Ammi visnaga recibe en Portugal, entre otros, el nombre de paliteira, y en Cataluña el de escuradents.  (Por cierto que es otro el significado de biznaga en la Málaga de hoy, y ahora nombra famosamente un premio cinematográfico.)

Así pues, visnaga ejemplifica el hecho de que no sólo el latín o el griego, sino las mismas lenguas vivas han aportado su léxico al caudal botánico; yo diría que un ejemplo de ello es también Merendera, que creo tomada del castellano (pues en latín habría sido más bien merendaria), y algo parecido hemos visto con eskia, que Luis Ramond adoptó de una lengua pirenaica, o con el azedarach, voz persa que especifica a la Melia, y, en fin, con tantas plantas tomadas de varios rincones del mundo, para cuyo ejemplo me limitaré a mencionar la Nicotiana tabacum, donde el genérico inmortaliza a un filólogo y diplomático francés, pero el específico (tabacum) está tomado de algún vocablo americano, no hay acuerdo sobre cuál, de qué lengua, o con qué significado, pero sí que está tomado de un nombre vernáculo del Nuevo Mundo.

Habiendo mencionado fitónimos tomados del latín y de otras lenguas, debería aportar ejemplos tomados del griego, lengua que es quizá la más fértil en la fitonomástica: acabamos de mencionar μελία o μελίη /me-lí-aa o me-lí-ee/ (que significaba "fresno" y se aplicó al árbol nacional persa); y podríamos aducir mil más.  Mas para que no se crea que todo lo griego tiene dos mil años, quiero aludir a la Euphrasia: nadie dudará de que εφρασία es griego (significa "alegría"), pero este fitónimo está documentado, si no me equivoco, sólo desde el siglo XVII.

Lo malo con el griego es que algunos lo tienen tan remoto que parece darles igual lo que signifique o cómo se transcriba: acabo de encontrarme con una culebra americana a la que han bautizado Agkistrodon, horrible vocablo que prueba que el buen zoólogo que la describió ni sabía ni tuvo la fortuna de encontrar quien alcanzara unas nociones elementales de griego.

[Ya sabía yo que la tenía por algún lado: añado la foto marroquí de las que creo ser biznagas, o cabezuelas secas de Ammi visnaga.  El pie (no el pie de foto, sino el pie humano que en ella aparece) es de mi amiga Isabel B.B., la fotógrafa, que no me ha dado permiso para reproducirla pero me lo va a dar.]


miércoles, 27 de diciembre de 2023

De nominibus botanicis IIII: de los nombres comunes y vernáculos

Es curioso, pero no se pregunta por el sentido de pino, clavel o margarita: voces que damos por sabidas, cuya genealogía no necesitamos averiguar.  En parte por eso hice el propósito, de buen comienzo, de no tratar aquí de los nombres comunes o vernáculos entre los vegetales.  En efecto, las preguntas de los amigos no se orientaban ni a las voces comunes ni al idioma propio, sino a las específicas lineanas, y al latín o al griego.

No es que no sea interesante la etimología de esas voces.  Una niña de seis años me sorprendió con una pregunta insólita para su edad: ¿por qué llamamos plantas a los geranios, y también a las de los pies?  La respuesta, que no supe, la leí en el diccionario etimológico de Meillet: parece que lo que une a ambas plantas es el hincarse en la tierra: la planta (vegetal) se planta, igual que la otra.  Y la filología demuestra que la voz castellana es un cultismo, en cuanto conserva el grupo PL- inicial; en cambio, la voz patrimonial ha mudado ese grupo en LL-, de ahí las llantas de nuestros vehículos, que también plantan sus huellas en la tierra.

Otra causa de mi desvío es que me siento más inseguro con los nombres vernáculos castellanos.  Los nombres vernáculos en general tienden a formar selvas inextricables, y ahí me pierdo.  No es que sepa mucho más de latín o de griego: es sólo una cuestión de comparación.  Un amable lector dijo que mis escritos eran muy eruditos: no quise averiguar si era halago o censura.  En todo caso, siendo infinita nuestra ignorancia, es mucho más probable que ésta se transparente más en nuestras palabras que la supuesta ciencia.  El que osa abrir la boca siempre hace más alarde de necio que de sabio, pero, ¿qué amistad se sostiene sobre el mutismo?

Pero, insisto, los nombres comunes, sean objeto de curiosidad o no, son de gran interés, al menos a mí me lo parece.  En griego, por ejemplo, la planta recibe no el nombre genérico de φυτόν /fy-tón/, adecuado a todo el reino vegetal (algo escribí aquí sobre el verbo φύω), sino el de βοτνη /bo-tá-nee/, que se circunscribe a las plantas útiles por sus virtudes médicas o alimenticias: una prueba evidente del interés estricto con que nació la botánica.

Es de notar, por lo demás, que muchos de los términos aludidos no responden a un étimo claro o, aun teniéndolo latino o griego, éste facilita poca o ninguna información sobre el vegetal y su función.  Y en castellano abundan los nombres de plantas que, a falta de etimología clásica, se exornan con la consabida etiqueta de "prerromano", esto es, averígüelo Vargas: arándano, meruéndano, piruétano, árgoma, escaramujo...

Además, no pocos de los nombres botánicos que en las guías pasan por nombres "populares", no son sino una mera traducción de los nombres latinos o griegos.  Caso muy conocido es el de la gayuba, a la que algunas guías dan como nombre castizo el de "uva de oso"; ahora bien, puesto que en griego el oso se llama ἄρκτος /árc-tos/, y el racimo de uvas σταφυλή /stá-fy-leé/ (razón por la cual los cocos que se arraciman se llaman estafilococos), el presunto casticismo se reduce a traducción mera del griego, como ya lo es el nombre latino uva ursi (que la ortodoxia gráfica de los binomios lineanos exige unir con guión): Arctostaphylos uva-ursi.

Como último argumento diré que me disgustan los nombres piadosos que abundan en los presuntos nombres populares: la piedad del monje o del párroco herborista ha plagado nuestra nomenclatura vernácula de nazarenos, zapatitos de la virgen, varitas de san José, candelillas de san Juan, píos nombres a menudo bañados en almíbar de diminutivos, como menús en restaurante de vanguardia.  Pero, en fin, esto ya entra en la psicopatología...

De nominibus botanicis III: sobre lo correcto y lo incorrecto

 Filólogo, el nombre lo dice, es amigo de las palabras.  De todas: de las finas y de las rudas, de las antiguas y de las modernas.  Eso quizá explica por qué con frecuencia el filólogo lamenta el desdén con que los hablantes arrinconan palabras elegantes, breves y precisas, a menudo en favor de otras vagas, cacofónicas, o sesquipedálicas.  Si estuviera en su mano defender con éxito una sola palabra, ahora mismo devolvería la vida a eficaz, hermoso adjetivo que, en este momento mismo, está siendo asesinado por efectivo (de muy otro significado), igual que la horrible efectividad está dejando moribunda a la clara y simple eficacia.

¿Acaso está el filólogo para decirle al ciudadano, como al niño el maestro, lo que está bien y lo que está mal dicho?  No.  No es mi objetivo, en todo caso.  No pretendo fijar lo correcto o lo incorrecto, sino sólo proponer la mejor forma, en caso de ser aceptadas ciertas premisas.  No obstante, aclarar esto a cada paso es bien aburrido, y como odio aburrirme, estoy ya resignado a que alguno me tome por un dómine.

Anda, que no es poco el trabajo el de castigar el idioma (así se decía antaño a purificar).  Un lector, o lectriz, creo, tuvo la amabilidad de comparar esta página con el excelente Dardo en la palabra de Lázaro Carreter, obra necesaria, pero empeño de Sísifo: vano, aun con el prestigio de don Fernando.  Cierto que el Dardo nos entretuvo a muchos y, aunque no hubiera tenido otro efecto, le estamos por ello agradecidos.

Importante argumento que añadir, y que todo filólogo conoce: ¿qué otra cosa es la historia de la lengua, sino una historia de errores?  No metafórica o figuradamente, sino errores simples y meros.  Todas esas pretendidas leyes fonéticas, eso de que el grupo PL- da LL- o que la -T- entre vocales sonoriza en -D-, o que el significado de calidus "caliente" evoluciona a caldo "manjar líquido", ¿son acaso otra cosa que acumulación secular de pequeños errores de imitación? Pues los hablantes aprendemos, de niños, imitando, y seguimos imitando de mayores.  Pero fallamos, no como escopeta de feria, pero, con el tiempo, en medida muy notable.

Y no todo error es negativo.  Como en la vida misma, el error es la materia prima de la evolución, que tiende a sostener los errores útiles, e incorporarlos al torrente vital, y a descartar los desaciertos y hacerlos perecer.  Esto nos reanima.  ¡Hemos visto nacer y morir tantas palabras!  Hace cuarenta años nos asfixiaban de en base a y a nivel de, que hoy ya ni recordamos.

Más de una vez he oído protestar, por ejemplo ante la censura de un barbarismo:  "¡Eh, caballero!  ¡Que la lengua se adapta!  ¡Si no fuera así, seguiríamos hablando latín!"  Cierto, cierto.  O griego.  O frigio, como pretendió un faraón, según Heródoto; o hebreo, o vascuence...  En fin.

Se puede estar de acuerdo con la protesta; pero acuerden también conmigo en que una cierta fijación de la lengua (como la Academia pretendía otrora) es conveniente para la comunidad.  Cuanto más lábil el idioma, tanto mayor desamparo del ciudadano ante el poder y la ley.  Por otra parte, ¿es posible el gobierno sin un idioma común consolidado?

Ea, pues, dejemos un rato ir las cabras al trigo.  ¿Es decente que una ministra portavoz del gobierno confunda vergonzante y vergonzoso?  ¿Es de recibo que los locutores, en vez de decir suele o es frecuente, machaquen con ese híbrido horrible y carente de significado, suele ser frecuente?  ¿Qué creerán algunos que significa mantener, cuando minuciosamente lo sustituyen por la pesada locución seguir manteniendo?  ¿Tendrá el cuajo la Academia de aceptar algún día la expresión agramatical "yo soy de los que opino que..."?

Y luego ese desaforado amor a la hipérbole, esa pasión por lo dramático que este mundo publicitario fomenta.  ¿No basta dar la alarma, que a la mínima han de saltar todas las alarmas?  ¿No hemos de poner atención, tener cuidado, andar con ojo, sino que todo ha de ser extremar las precauciones?  Y dígame, señora, ¿qué significa su extremar, cuando me pide que extreme mucho las precauciones?

Vale, ya me he desfogado.  Es de observar que toda innovación teleñólica tiene como característico el ser no sólo más vaga, sino también más larga.  Al político le encanta apesadumbrar el idioma con largos vocablos.  De todas las memeces que produce el teleñol, la única que estoy por admitir, pese a ser aburrida como toda reiteración, es ese sí o sí, que al menos tiene la ventaja de ser más rápida o eficaz que a la fuerza, por necesidad, quieras que no o cualquier otra expresión equivalente.

Pese a todo lo dicho, quiero afirmar solemnemente que lo mejor de la lengua es, en mi opinión, que cada cual puede usarla como le salga de la boca, y no poca ventaja es que nadie puede poner puertas a ese campo, por más que se haya intentado: no recuerdo mayor ridículo de nuestro parlamento (y mira que los hizo y hace) que la pretensión de algunos congresistas de legislar sobre el uso de la palabra nación.  Hoy vienen las censuras del otro bando, y los hoscos paladines del progreso pretenden avergonzarnos por usar tal o cual frase.  Goebelillos, diestros o zurdos: que os den morcilla.