Charlábamos estos días varios amigos, entre ellos J., médico jubilado, que ejerció muchos años en pueblos de Burgos y Soria. Y recayó la conversación sobre las cerillas. A un contertulio se le ocurrió mencionar un empleo de los fósforos que hoy sería imposible pero no lo fue en los albores del mixto en España, en pleno romanticismo, cuando Bécquer escribía de golondrinas y los jóvenes desengañados del amor imitaban todavía a Werther y a Larra: que fue el suicida, esto es, quitarse la vida ingiriendo fósforos por vía directa o disueltos en algún brebaje.
J. intervino entonces para confirmarlo con aportaciones técnicas de los que ninguno de los presentes entendimos una papa (por lo visto el fósforo rojo que se empleaba en los primeros mixtos era muy venenoso). Pero luego añadió el doctor un uso médico, de mediados del siglo XX, cuando ya eran más frecuentes los fósforos fabricados con papel arrollado y encerado, y por ello más justamente recibían el nombre de cerillas: cuando un bebé iba algo durillo se estimulaba la deposición (¡qué bonito eufemismo, válido igual para una letrina que para una sala de lo contencioso!) introduciendo por el neonato ano, si no había otra cosa a mano, una cerillita; al parecer esa estimulación bastaba para obtener excelentes resultados.
Pues bien (y aquí llegamos a la parte botánica del asunto), cuando el doctor J. llegó a su segundo destino rural, encontró que en la aldea de B. (Soria) toda embarazada cultivaba con esmero un geranio (o pelargonio) en la fe de que el rabillo o pedúnculo de sus hojas tenía insustituible virtud laxante en los bebés estreñidos. Al parecer el médico, convencido de que los poderes para la obra provenían de la mera estimulación mecánica, hizo algún intento para convencer de esto a las convecinas. Pero no obtuvo ningún resultado y siguieron cultivando con amor sus tiestos, con plena confianza en la eficacia operativa de las geraniáceas.
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