Así pues, el punto de vista purista no parece aplicable al latín botánico en conjunto. Latinistas mediocres los hubo, quizá, entre los biólogos, pero es evidente que también entre los abogados o entre los arzobispos del bajo Po. Nada digamos de los actuales latinistas.
Ahora bien: el latín en conjunto, como idioma, y aparte purismos, debe muchísimo al latín botánico, no de otro modo que cualquier idioma es tributario de sus hablas y jergas, muchas o pocas según de compleja sea la cultura que lo sustenta. Todas sus hablas peculiares y jergas técnicas, en efecto, han enriquecido al viejo dialecto del Lacio, desde la escolástica bajomedieval hasta la probabilística del siglo de las luces: esas diversas parlas, más o menos científicas, más o menos literarias, han hecho del latín el idioma de la cultura europea, riquísimo y hoy, quizá, en trance de abandono.
Daré un ejemplo, por lo que se refiere a la botánica, que me parece llamativo. Se suele decir que el latín es un idioma pobre en palabras de color. Lo afirman los mismos autores clásicos. Baste aquí citar a Aulo Gelio: relata éste la discusión de Frontón y Favorino sobre los nombres de color (Noches Áticas II 26), y el segundo subraya la pobreza cromática del latín (vocum inopia) tanto en términos absolutos cuanto en relación con el griego.
La idea de Favorino es parcialmente exacta. Pobres en nombres de color lo son, al fin y al cabo, todas las lenguas primitivas, o, mejor dicho, las lenguas de cualquier sociedad poco evolucionada. Para que un grupo humano distinga colores (no con los ojos, claro, sino con el lenguaje) se precisan pintores y modistas, reyes de armas y tintoreros: ellos traen consigo, importan o inventan los nombres de los colores. El azul llega a Europa con el lapislázuli con que Giotto rodeaba al cometa Halley, y son las modas las que importan del francés el beis, el marrón y el gules junto con el hilván, el bies y el canesú.
Si la idea no es del todo exacta es porque el latín es algo más que el latín clásico. Cierto que el latín clásico o, por hablar más exactamente, la literatura clásica, es relativamente pobre en nombres de color; pero no el latín en general, y ello en gran parte debido al esfuerzo de los botánicos, que han elaborado una compleja y bastante completa nomenclatura cromática para dar precisa cuenta, en su propósito de distinguir con exactitud los caracteres de las hierbecillas, de los matices que adornan pétalos, hojas, espinas y savias de los especímenes por describir.
No he echado el ojo al Colour Terminology in Biology de Dade (de 1949; supongo que se podrá consultar en la red), pero tengo a mano el Botanical Latin de Stearn, cuyas páginas 234-235 ostentan lo más parecido al Pantone que imaginarse pueda. Tomemos el blanco, que puede ser puro y brillante (niveus), o menos brillante pero no menos puro (candidus), o con tonos marfileños (eburneus, eborinus), o más turbio aún (lacteus), o puede ser un blanco térreo (cretaceus, calcareus, gypseus), o un mero acercamiento al blanco de cualquier color, bien por tendencia (albescens), bien por pérdida de color (dealbatus); y entre los tonos de la ausencia de color hallamos los hyalinus, vitreus, aqueus, crystallinus, pellucidus, semi-pellucidus...
Me interrumpo porque no es éste lugar para la enumeración íntegra; pero quiero señalar que así como el blanco, tienen su completísima gama el azul, el gris, el verde, el negro, los púrpuras, los ocres, los tostados, los amarillos, los bermejos... Y todo ello por obra de los botánicos y su búsqueda de precisión: ésta incluye cierta normativa de prefijos y sufijos cromáticos (verbigracia, galacto- o cyaneo-) y no menor puntualidad al indicar las diversas distribuciones cromáticas: variegatus (irregularmente variado), maculatus (distribuido en manchas), o bien en manchitas diminutas (punctatus), en vetas y venas como el mármol (marmoratus), o sólo por los ápices (marginatus), en bandas (fasciatus), en listas (vittatus)...
En resumidas cuentas, el latín clásico quizá era un idioma pobre en terminología de color. El latín, en general, es rico en color. Y ello en gran parte gracias al latín botánico.