domingo, 13 de octubre de 2024

Andrés Laguna II

Mucho conservamos de Laguna, pero lo que más me gustaría tener en la mano es una carta autógrafa que conserva (espero) el archivo de Simancas: escrita en Augsburgo, a 7 de julio de 1554, en ella, con humor, narra al embajador cesáreo en Venecia, Francisco de Vargas, su actividad de botánico práctico, no interrumpida ni en el curso del viaje de Venecia a las orillas del Danubio:  "Me detuve cinco días en Trento, discurriendo como cabra por todas aquellas montañas, en las cuales hallé raros simples, y no poco importantes a la vida y a la salud humana.  Ayer, que fueron seis del presente, llegué a esta ciudad de Augusta..."

Quiso Marcel Bataillon demostrar, en su memorable ensayo sobre Erasmo y España, que había sido Andrés Laguna el autor del Viaje de Turquía.  Si lo consiguió o no, es, en mi opinión, asunto secundario, y bien puede mantenerse anónimo el relato de los peregrinos fugados de Constantinopla; para nuestros efectos, no se merma el mérito literario de Laguna con hallar otro autor para el Viaje.  Véase con qué gracia arremete, médico él, contra "ciertos infortunados que, con hacer professión de médicos, son tan ignorantes de la historia medicinal que si les preguntáis del myrobálano qué es, os dirán que cebolla albarrana: y con todo ello los veréis andar por las calles muy entonados, y llenos todos de anillos, como de tropheos de los tristes que derribaron": pasaje que preludia y anuncia las bromas contra médicos de nuestros clásicos del siglo áureo, lectores del segoviano.

Por no alargarme citando más páginas de Laguna, terminaré con un paso de su traducción de Dioscórides, en la epístola nuncupatoria a Felipe II, con una loa del idioma castellano y la prueba de su conciencia de traductor, "viendo que a todas las otras lenguas se había communicado este tan señalado author, salvo a la nuestra española, que o por nuestro descuido, o por alguna siniestra constelación, ha sido siempre la menos cultivada de todas, con ser ella la más capaz, civil, y fecunda de las vulgares".



¡Oh devoto botánico, oh botánica devota que visitas Segovia!  No olvides rendir culto a nuestro doctor, y visita piadoso su tumba, que está en la iglesia de san Miguel!  Sí, en la mismísima plaza mayor; sí, la mismísima donde Isabel de Trastamara fue proclamada reina en la santalucía de 1474.  Allí encontrarás la capilla cuya foto está en la última entrada, y con más detalle en ésta, volcadas las imágenes porque mejor leas la inscripción puesta por nuestro humanista, y veas el blasón que quiso lucir ante la posteridad.

Y, para que no aduzcas ignorancia de la lengua latina, ejerceré de destebrechador y romanzaré sus conceptos:  "Al mayor y mejor dios.  Al insigne médico doctor don Jacobo Fernández de Laguna, muy ilustre por su ciencia y su piedad, quien sin pausa esforzóse diligente, cuanto pudo, por llevar ayuda y auxilio a los segovianos, hasta que lo detuvo envidiosa muerte: sucumbió el 9 de mayo de 1541.  Su hijo Andrés Laguna, caballero de san Pedro y médico del sumo pontífice Julio III, vuelto de Italia tras la muerte de su indulgentísimo padre, puso esta capilla para sí y para los suyos, año de 1557".



Es el blasón un bajel con velas desplegadas, buena imagen del exiliado en este océano de la vida, caprichoso y sin horizonte.  Observa cómo la cimera, coronada con una imagen de peregrino jacobeo, corrobora el simbolismo odiseico (lo que sirvió a Bataillón, entre otras cosas, para sostener su autoría del viaje turco).

Como buen humanista de su tiempo, buen helenista como acredita su traducción de Dioscórides, Laguna escribe en las filacterias dos frases en el idioma de Ulises:  "Muéstrame el camino, señor" (salmo 25 6), y "Tu espíritu me guiará" (salmo 143 10).

Y, precioso remate, un hermosísimo dístico elegiaco resume su actitud ante la muerte.  No es original de Laguna (la idea está ya en la Antología palatina, y ha sido usada por otros en diversas formas); pero nuestro segoviano da con él muestra de gusto exquisito:

                                   Inveni portum.  Spes et Fortuna, valete.
                                         Nil michi vobiscum.  Ludite nunc alios.

"Llegué a puerto.  Esperanza y fortuna, adiós.  Nada tengo con vosotros.  Ahora, tomad el pelo a otros".

sábado, 12 de octubre de 2024

Andrés Laguna


 Hace poco pasé unos días en Segovia, una de las poblaciones más agraciadas por la naturaleza y por la historia, y no dejé de saludar al acueducto, de recorrer sus hermosos templos, y de pasear las deliciosas orillas de Eresma y de Clamores.  Pero como ahora me han nombrado fitofilólogo (y yo me tomo muy en serio los títulos, en especial los honoríficos), a las habituales visitas he añadido esta vez una de cortesía a la casa del más ilustre segoviano, y santo patrón de los fitofilólogos, el doctor Andrés Laguna.

En efecto, Segovia, que hace unas décadas apenas se acordaba de este médico de papas y emperadores, honra hoy su memoria con una estatua (si ésa es honra, según son algunas de mediocres, tirando a deplorables) y muestra una de las viejas casas de la ciudad como cuna de nuestro doctor ilustre.  La casa tiene su encanto, y merece la visita.

El atractivo de Laguna radica, para mi gusto, no ya en su ciencia botánica, sólida y vasta, sino en gran parte en el placer que proporciona su escritura, siempre interesante y vívida, llena de experiencia.  Así, ya en el prólogo de su traducción de Dioscórides ejemplifica el peligro de errar en la identificación de especies con lo que padeció "en Roma la desdichada Turqueta, muger harto conocida de aquella corte; porque como estando los días passados muy flaca de una fiebre continua, cierto médico de los más eminentes la ordenase la tal confección, para corroborarla el estómago y los vitales espíritus, al cual effecto es principalmente apropriada, luego la cuytadilla, en beviéndola, como si hobiera bebido algún rejalgar, o cualquier otro presentáneo veneno, con cien mil espasmos, vascas y paroxismos, dando a su criador el ánima, se despidió desta luz, no sin grande admiración y espanto de algunos médicos que a la sazón allí nos hallamos presentes..."

Mérito no menor del sabio botánico Pío Font Quer ha sido el haber apreciado la prosa de Laguna, y recogido en su Dioscórides renovado, sin extractar, sino con todo su natural y vigoroso aliento, muchas de las descripciones y anécdotas del segoviano; y aun pienso que aprendió de él no poco de la fuerza y plasticidad en la escritura.

Así, quien quiera leer por entero la historia de Turqueta no tiene más que abrir el Dioscórides del sabio catalán sub voce "tapsia".  Y s.v. "higuera" encontrará una divertida anécdota, a propósito de la facilidad de digestión de los higos secos, ocurrida al marinero portugués Jorge Pérez en un tormentoso viaje en barco de Ruán a España, en que iba nuestro doctor de pasajero; graciosa anécdota que aprovecha Laguna para citar el dicho luso morra Marta, e morra farta, equivalente aproximado del castellano "de perdidos, al río".

Y no sólo anécdota jocosa, sino también prueba de racionalidad en asunto de brujería, nos la da el segoviano (y puede leerse en el Dioscórides de Font Quer s.v. "belladona") con los comentarios a propósito de una supuesta bruja, cuyos viajes y tratos diabólicos interpreta como fantasías inducidas por la droga; claro es que, de paso, narra el doctor una chusca historia de cuernos.

Copiaré aquí otro cuento, casi un chiste (en el estilo incruento de los chistes de galenos), que dice Laguna haber presenciado en Metz, donde fue médico durante cinco años, de junio de 1540 a junio de 1545.  Allí tuvo que enfrentarse con un episodio de peste, en 1542; ese mismo año publicó en Estrasburgo su experiencia en un Compendium curationis praecautionisque morbi passim populariterque grassantis, que él mismo tradujo en buen castellano unos años después como Discurso breve sobre la cura y preservación de la pestilencia.

Pues bien, "en cierta botica de Mets, residiendo yo en aquella ciudad, fue ordenada una medicina que llevaba cantáridas, para cierto novio impotente; y juntamente otra de cañafístola, para refrescar el hígado y los riñones del guardián de la orden de san Francisco, febricitante.  Y aconteció que, trastrocándose los brebajes por yerro, el novio (el cual bebió la del fraile) pusiese aquella noche del lodo, y aun peor, la cama y la novia; y el fraile por otra parte, que tomó la del novio, anduviesse por todo el convento, como podéis bien pensar, hecho un endemoniado, que no bastaban pozos, ni aljibes, ni estanques, para le resfriar".

Un cuento blanco, propio de médicos: algo marrano, ligeramente obsceno, blandamente anticlerical, simpático en suma.

viernes, 11 de octubre de 2024

Una mañana

 Mis planes para el fin de semana se han ido a la porra: ni una actividad se ha salvado.  Heme, pues, ante un viernes libre de compromisos.  Estoy perplejo.  La libertad total es incómoda.  ¿Qué elegir?  ¿Me voy a alguna ciudad, a ver libros y museos, como pretendo hace días?  Pero sale una mañana luminosa y fresca; tonto sería dedicarla al volante.  Aparto los periódicos (qué asco, tanta noticia de corruptelas), subo a la meseta y aparco junto a la virgen de los Remedios.  Daré un largo paseo hasta Noviercas, que también llevo tiempo deseando.

Perezoso como soy, comienzo el paseo con lo puesto; pero a los cien metros me veo obligado a regresar: con el humor de las yerbas, se me han empapado los calcetines.  Por fortuna llevo las botas y repuesto seco en el coche.

Los alrededores de la ermita, todo robles jóvenes y peonías, están muy floridos en mayo y junio.  En octubre, en cambio, flores, pocas.  Algunas peonías ostentan los demoníacos colores de su fruto: negro profundo y carmín brillante, como el cachidiablo de Borja.  Las merenderas van de capa caída, aunque alguna hay rozagante, en pleno vigor.  ¿Esos qué son?  ¿Solano negro?  Y los de cogollo amarillo y lígulas malva deben de ser ásteres.  En cambio los helicrisos exhiben capítulos secos sobre tallos secos.  Pero hoy no tengo el alma clasificatoria; me resigno a mi ignorancia y paso entre los robles.

Un ave da un grito y sale veloz, alarmada.  Es grande; me ha parecido un águila perdicera, pero a punto fijo no lo sé.  Un ovni, en suma, si es que ovni significa volátil indeciso.  (Pero todos sabemos que no, que ovni significa, uuuh!, marciano por lo menos.)

El suelo está lleno de hongos: ha llovido mucho las últimas semanas.  Unos licoperdos enormes, y otros pequeños, rúsulas de color fresa, y otras pálidas, con el sombrerillo abullonado.  En una zona de abundantes cardos, donde hay también capitanas, crecen unos champiñones grandísimos (amanitas no son, porque no tienen anillo): curiosamente forman en círculo, como las senderuelas.

El año parece que ha sido bueno para los robles: tienen muchas bellotas, y además son bellotas orondas, pesadas, casi obesas.  También abunda en fruto el escaramujo; me sorprende ver que muchos de ellos están flácidos, como si hubieran caído ya un par de heladas: aprietas un poco la panza de la úrnula y sale un chorrito de ese delicioso puré rojizo.

Hay una soledad, un silencio que me encantan.  Qué raro no ver ningún corzo, como es tan frecuente por aquí.  Quizá hasta me salga el lobo, que según dicen ronda esta comarca.  Me acuerdo de la historia que me contaba mi abuela, cuando le salió el lobo, de regreso con la leña a lomos del burro: y cómo tuvo que interponerse, ¡para defender al burro, claro!  (Ella era, cuando contaba esto, una viejecita chiquitilla, arrugadilla, con todas sus prendas negras, negras como sus vivos ojos.)

El cielo está hermoso, ni muy alto ni muy bajo: en su elevación justa.  Azul pálido, nubecillas rosadas, cirros por aquí y por allá, algo más densos los cúmulos por la parte de Aranda.

He salido de la zona de robles, y aquí el terreno está raso, gran parte de él labrado para cereal, o en barbecho.  Ahora el anfiteatro de montes en torno es enteramente visible: detrás, el Moncayo y el Tablado; enfrente, a la izquierda, el cerro de santa Bárbara y la sierra de la Bigornia; a la derecha, el Madero y la Cascarrera.

Si llego hasta el pueblo serán diecisiete kilómetros; un poco largo para no llevar ni agua.  Así que atajo en dirección norte.  Un pájaro me observa, curioso, desde un arbusto: no lo distingo bien contra el sol, pero por el color del pecho, y por lo bien que aguanta mi cercanía, es un petirrojo.

Cruzo la carretera general y subo la cuesta caliza de enfrente.  Un pequeño insecto me amenaza desde el tomillar: es ese escarabajito que levanta su culito como si fuera un alacrán; peleón, pero bastante inofensivo.  Qué valentía.

Un bando de perdices huye con ruidoso aleteo a ras de ladera.  Subo cabizbajo, y el magín se distrae con las noticias.  Y con la sorpresa de ayer, cuando quise en vano enseñar a una amiga una grabación del doctor Laporta, muy crítico con la política del gobierno en torno al covid, y resulta que la han borrado "porque infringía las normas de la comunidad de Youtube".  Hay ahora más censura que hace cincuenta años: no toleran la disidencia y no se avergüenzan de borrar.

Desde arriba la vista es espléndida: parece que Noviercas se toca con la mano.  Aquí el silencio está manchado con el ruido de los autos que pasan allá abajo, por la carretera, y el continuo rumor de los molinos de la Cascarrera, el zumbido monótono de aspas de los erguidos generadores de electricidad.

Bajo por el lado nordeste.  Enfrente aparece una extraña imagen: una especie de mástil de barco, pintado de blanco, y una cofa, también blanca: dos marineros, se diría, sobresalen del pretil.

Hace rato que voy sin senda.  La ladera está bastante pelada, pero abajo se ha cubierto de zarzas; igual tengo que dar un rodeo.  Pero no: hay paso franco, y abajo un arroyo seco se deja cruzar sin dificultad.  Subo hasta las ruinas de una paridera y desde allí comprendo el misterio del barco anclado en el páramo: es un camión con un brazo elevador, y los operarios deben de estar reparando los cables de alta tensión.

Ya cerca del camión, se lee el epígrafe humorístico:  "Trabajos en tensión".  Los obreros, tanto los de la cofa como uno que en el suelo mide a zancadas no sé qué, tienen rostros andinos.  No hacen caso de mí, y tampoco me esfuerzo en saludar, aunque paso sólo a unos metros de ellos.

Más abajo aún, llego a un vallejo todo verde, como que la grama ha rebrotado con alborozo con las lluvias y la buena temperatura.  Aquí ha debido de haber cultivo hasta hace poco: apenas hay piedras, y el suelo, mullido, está taladrado por centenares de toperas.  Entre las hierbas corren grandes autopistas de hormigas, vacías esta mañana.  (Deben de estar ahora en los hormigueros, afanadas, preparando la fiesta del Pilar, que es mañana.)

Enfrente, a contraluz, se ven corros de robles, todos juntitos, de la misma edad: yo sospecho que se trata de rebrotes de la raíz; imagino que cada corro debe de ser un mismo roble, multiplicado en retoños de la misma quinta.

Ya me acerco de nuevo al Araviana, cuando se cierra otra vez de zarzas el paso.  Pero aquí hay sendero, sea obra de corzos, de jabalís, o de contribuyentes a la hacienda pública.  Y un poco más allá, una vaguada, que ha debido de cruzar no hace mucho un rebaño de ovejas: estas burócratas de la cañada han estampado con tanto ardor sus sellos sobre el limo que no hay un palmo libre de sus huellas bífidas.

Por entre los robles veo una nave moderna.  Hay pacas de heno envueltas en plástico blanco, un tractor, ovejas en un redil: un par de docenas a lo sumo.  Un joven les echa unas brazadas de lo que me parecen hojas de roble, bajo la mirada de un bello perro ovejero.  Seguro que el perro me ha detectado, pero no hace ni caso de mí, y no quita ojo del muchacho; cuando éste se vuelve, el perro salta con entusiasmo infantil.  Es un animal muy guapo: tiene un ojo azul pálido, y el otro de color de miel.

El joven me saluda con gesto simpático.  Mono de trabajo, rastas.  Por pegar la hebra, hablo de la abundancia de setas.  Ay, sí, dice: pero igual abundancia hay, ahora, de seteros: manadas enteras de buscadores del hongo.  Es un año muy bueno, también, de bellotas; por lo visto en años pasados apenas hubo.

El lugar se llama corral de las vacas.  Hay muy pocas ahora, antes hubo más.  Y tiene unas pocas ovejas, para ir recuperando el terreno.  El hombre se explica muy bien; en su conversación aparecen vocablos sabios: biodiversidad, suelo silíceo, terreno calcáreo (y señala la loma de donde he bajado)...  Es biólogo; trabaja con vacas de raza autóctona, dan prelación a la calidad sobre la producción masiva.  ¿Y dónde vendéis la carne, si no es indiscreto?  Me da un teléfono: con él puedo entrar en el grupo de guasap e incluso hacer pedidos.  Me llamo Ángel, dice, ¿y tú?  Qué tipo tan majo.

jueves, 3 de octubre de 2024

De pulimentos y calzones II

 Con el fin de rematar el asunto de las calzas, los calzones, las calcetas y los calcetines (palabras todas ellas descendientes, creo haberlo mostrado, de la voz latina que significa "calcaño", sin reparar en que algunas de esas prendas ya hace tiempo han perdido trato con el recio remate del pie), quiero recordar que en botánica hay también terminología derivada de calx "talón".  Habrá asimismo, supongo, derivados de calx "piedrecilla", "cal"; pero ahora centrémonos, estamos con el talón.

De calceus deriva también calceatus, al que corresponde en castellano la voz calzado.  El mismo calceus "calzado" proporciona el diminutivo calceolus "zapatito" (yo he leído en alguna parte, que no recuerdo, la voz calceolum para significar la modesta pantufla, la zapatilla de andar por casa).  Calceolus es, ya lo habrá advertido usted, el específico del Cypripedium calceolus, mencionado en otras páginas, cuyo nombre lineano podríamos traducir por "zapatito planta de Afrodita".

Dicho sea de paso, quien quiera ser fino latino deberá pronunciar calceolus así: /kal-ké-o-lus/, y así calceatus: /kal-ke-á-tus/; en cuanto a las calcea y las calceata medievales, pronúncielas usted como le dé la gana.

Permítame un breve comentario sobre esa voz medieval, calceata, o calciata, que se presume (con razón) origen de la voz castellana calzada (usada hoy en particular para las vías romanas: éstas en latín clásico no se llamaron de otro modo, que yo recuerde, sino viae, o viae stratae).  La voz calceata "carretera" es controvertida, pues no es evidente si trae origen en calx "talón" o en calx "cal"; pero estoy seguro de que usted se hará una idea más precisa de las calzadas romanas viendo esa conferencia del enlace, interesantísima en mi opinión y que pulveriza merecidamente no pocos lugares comunes erróneos sobre las vías romanas.

Vuelvo al género Cypripedium.  Definido por Lineo en 1753, aún recibió después otros nombres, como Calceolus, Calceolaria y Cypripedilon (πέδιλον /pé-di-lon/ significaba "sandalia", "suela" y una porción de cosas más).  Ahora bien, el segundo de ellos, Calceolaria, lo atribuyó Lineo a un género distinto: la mayoría de sus especies, como se puede ver en la wiki, tienen origen en América del Sur y poseen flores llamativas, muy similares en general a las del chapín de Venus.  Este género lo tenía yo anotado como escrofulariácea, pero la wikipedia le otorga familia propia, la de las calceolariáceas.

¿Qué significa Calceolaria?  Pues su forma latina le habría permitido significados variados: por ejemplo "cajita para guardar zapatos"; o "esposa del zapatero" (calceolarius, en latín); o "zapatera", naturalmente, no se me enfaden: estaba yo pensando en tiempos pretéritos, donde la hembra no se había apoderado o, como dicen ahora, empoderado.  En resumidas cuentas, tenemos ahí el sufijo -arius, tan productivo, y que da tantos dobletes castellanos, como denario y dinero, palmario y palmero o solitario y soltero.

¿Qué significa zapatero?  Pues "mueble para guardar zapatos", o "fabricante de zapatos", o "vendedor de zapatos", o "insecto que...": la lengua abre puertas a los significados, y luego el uso (el capricho de los hablantes, para ser claro) las cierra.  Si calceolarius hubiera sobrevivido en castellano, al zapatero lo llamaríamos hoy, seguramente, calciolario o calzolero, palabras que la RAE no registra.  (Acabo de mirarlo, por si acaso; se lleva uno cada sorpresa...)

Por último, y para rematar el asunto, al menos por ahora...

Las espuelas son objetos importantes en el mundo ecuestre, y tienen relación con nuestro asunto por adaptarse, normalmente, al talón del pie, al carcaño o al hueso calcáneo, si usted prefiere decirlo así: por esa razón reciben el adecuado nombre latino de calcaria o, en singular, calcar.  Lo menciono porque encuentro en la terminología botánica varias especies con el adjetivo calcaratus, que si no me equivoco es un cuasi participio (no existe, que yo sepa, el verbo calcarare) con el significado de "espolonado", "dotado es espuelas" o "dotado de espolones".  Usted juzgará si se adapta este significado al Origanum calcaratum, al Stylidium calcaratum o a la Vicia monantha ssp calcarata.  Por mi parte acabo de ver en la red un vídeo en que se muestra en todo su esplendor la Nepenthes bicalcarata: esta carnívora parece una de esas que se dibujaban en los tebeos de mi infancia, porque exhibe un par (como lo pide el bi-) de temerosos colmillos.

miércoles, 2 de octubre de 2024

De pulimentos y de calzones

 Se me acumulan asuntos, y cada día estoy menos disciplinado.  Respondo ahora a un par de cuestiones pendientes, a propósito de algo que escribí aquí.  Una de ellas es de contenido botánico, pero la otra es de orden general, de historia de la lengua, y por tanto no corresponde enteramente a estas notas.  Sin embargo estoy, o más bien soy, poco disciplinado (lo advertí de buen comienzo) y además confío en que no carecerá de interés para alguna lectriz o algún lector de estas páginas.

La primera cuestión es relativa al adjetivo laevigatus que anoté hace unas semanas.  Habiendo mencionado el adjetivo levis (con I larga; en botánica ortografiado laevis), habría sido oportuno indicar que, junto a los géneros con específico laevigatus (o laevigatum, o laevigata), existen otros cuyo específico es laevis (o levis: "pulido").  Así ocurre con la Jasione laevis, de lindas flores azules, o con el Ulmus laevis u olmo blanco o temblón que tengo visto, me parece, en Asturias.

También se llamó laevis, y aun laevigata, la que ahora más bien llaman Cordia sebestena, un arbusto o arbolillo cubano que encuentro entre mis papeles, he olvidado por qué.  Por la wiki me entero de que Lineo dedicó este género al agrostólogo alemán Valerius Cordus, o Valerio Cordo, muerto en Roma con veintinueve años, en 1544, de los efectos combinados de la malaria y la coz de una caballería.  Triste final de un botánico del que tengo ahora primera noticia, así como de la palabra agrostología que por lo visto nombra la especialidad en poáceas.  Se me hace raro no haberla oído antes, rodeado como estoy de competentes agrostólogos (o graminólogos).  En la grama queda todo, pues Teofrasto llama γρωστις /á-groos-tis/, al parecer, al Cynodon dactylon.

La otra cuestión parte de la observación de un amigo que pone en duda (finge poner en duda) la vaguedad o imprecisión de las palabras, vaguedad que tan a menudo señalo, y que de sobra conoce quien se vea a menudo forzado a consultar diccionarios.  En lugar de argumentar, pondré un ejemplo de desplazamiento semántico que me hace gracia por ser, a su vez, un curioso desplazamiento indumentario.

La voz latina calx designa el talón, esto es, el extremo posterior del pie, sólido y mullido a un tiempo, útil para chafar (calcare: por ejemplo uvas, ya que estamos en la temporada) y protegido por el calzado (calceus).  En latín calx también significa "piedrecita" y "cal", de ahí calculus "chinita", calculare "hacer cuentas con chinitas", etc.  Pero no se me despiste, amigo; céntrese: estamos en calx con el valor de "talón del pie".

Nada tiene de extraño, pues, que un sustantivo derivado de calx, esto es, calceus /kál-ke-us/ designe lo relacionado con esa parte del cuerpo, y en particular el calzado.  Dirá usted, ¿y por qué no los calcetines?  Primo, se afirma que los romanos no usaban calcetines; secundo, los romanos usaban unos pedules (la voz deriva de pes "pie") que bien pudieran ser calcetines, aunque se discute si fueron zapatillas o polainas...  Pero céntrese, amigo, no se me despiste: estamos hablando de calceus, y calceus designó si duda el vestido del pie, y ya en alta edad media encontramos la voz calcea para designar las calzas (palabra ésta que deriva de aquella), variante de los calcetines cuya moda introdujeron en el sur de Europa, se dice, los germanos, gente bragada pero friolera de pies.

Y vamos a ver, si el frío aumenta, ¿no es lógico que las calzas crezcan en grosor, y suban en altura?  Claro es que las calzas no suben ni bajan, no se estiran ni se engordan: debe usted imaginar que no hablamos de estas calzas o aquellas, sino del calcetín abstracto, del calcetín histórico, de la idea Calcetín, y ha de verlo usted subir o bajar haciendo uso de su fantasía y contrayendo a unos instantes el paso de los años y de los siglos, como cuando la pantalla muestra pasar las nubes de todo un día, rápidas, atropelladas, en sólo unos segundos.

Pues bien, ya puestos en situación, imagine usted que el clima empeora (hay sospechas de que el cambio climático no es cosa de ahora): qué más lógico que con el aumento del frío la calza medieval trepe por la pierna: hela ahora por la rodilla, hela subiendo un poco por el muslo...  Quizá viene un período cálido y desciende de nuevo y se aliviana, pero, ¡cuidado!: llega una pequeña edad del hielo y héteme la calza de nuevo ascendiendo, ascendiendo, he aquí que rebasa el muslo, se aproxima ya a esas regiones de interés que la pudibundez llama nobles y saluda con la expresión salva sea...

Ojo, amigo, no se me despiste: céntrese en la prenda, las calzas: ha visto que, con el paso de los tiempos, ya no protegen sólo el pie, sino la pierna entera, y aun las nalgas y sus alrededores.  Unas calzas tan crecidas, tan elevadas, ¿acaso no merecen un respeto, un título más autorizado, una designación más rotunda?  Cierto, y helas aquí enriquecidas con el aumentativo, y hechas calzones.

Dice Corominas que en el siglo XVI dividióse el calzón en dos prendas, una arriba (el calzón propiamente dicho) y dos abajo, las calcetas.  En esto mi confianza en el sabio lexicógrafo no es ciega; no obstante, es fácil comprender que para verano o entretiempo se usaran calzas más ligeras, y menos elevadas: ahí tiene usted las medias calzas, esto es, calzas modestas, calzas muy miradas, que no aspiran a las etéreas regiones del culo, y se quedan a mitad, en esa región donde nuestro cuerpo es dual: pongamos que se quedan a medias, y sólo llegan a las corvas o a las rodillas.  Esa expresión, medias calzas, explica que, decapitado el sustantivo, aparezcan las medias, nombre que entre los peninsulares designa una prenda femenina, pero también se aplicó al viril calcetín, y no me desmentirán los porteños, que aún hablan de medias en lugar de calcetines (y los lameculos reciben allí el nombre de chupamedias).

Ahora bien, yo contemplo a nuestros ancestros, sean medievales o renacientes, con esos hermosos calzones de tobillo a cintura, como los que lucen los bandidos del Oeste en sus ratos de asueto, y nada me cuesta imaginar cómo, emancipados del pie, pueden los calzones acortarse, de nuevo de abajo arriba, y cómo el extremo inferior se aleja, paulatinamente, de los tobillos, de modo que ya sólo cubren de cintura a rodilla, ya de cintura a medio muslo, ya se acortan más aún (vamos llegando a los tiempos modernos) y ciñen sólo el espacio entre cintura e ingles...  ¿Tan menguadas prendas merecerán aún el noble nombre de calzones?  Nada de eso: del viejo aumentativo saquemos un diminutivo, y héteme inventado el calzoncillo.  ¡El diminutivo de un aumentativo!  Cosa más tonta.  Pues así es el idioma.

Velay: una palabra que aludía al calcañar acaba designando una prenda colgada un metro más arriba.  ¿Podrían esos curiosos cambios producirse si los significados de las palabras fueran precisos e invariables?  Dejo al amable lector, a la lectriz curiosa, el cuidado de reflexionar sobre este grave problema.