lunes, 31 de agosto de 2020

Plantas de las cumbres del Pirineo


Aunque sin particular afición a las presentaciones de libros, el azar, la amistad, los años me han llevado a unas cuantas, en los más diversos escenarios: librerías, galerías de arte, aulas, monasterios; una vez incluso (en Coimbra si no mal recuerdo) en una vieja capilla gótica convertida en cafetería universitaria.  Pero el día 6 de agosto pasado asistí a la más insólita, y deliciosa a la vez: la reciente edición de Plantas de las cumbres del Pirineo (Prames) nos sacó al aire libre, en un día claro que derramaba espléndida luz sobre el lago Helado de Monte Perdido, lugar donde se presentó, muy adecuadamente, a más de tres mil metros de altura sobre el mar.  Un libro así necesitaba una presentación así: extraordinarios el uno y la otra.

¡Qué estupenda, esta obra, para adictos como yo, que al conocimiento limitado de la flora suman una notable incompetencia para el manejo de las claves taxonómicas!  Cada una de las más de seiscientas plantas censadas está acompañada de su correspondiente fotografía, que proporciona una imagen típica del vegetal, especialmente en su estadio florido.  De modo que esta guía de vegetales alpinos es de inmediata utilidad para cualquiera que se aventure por esos riscos, tenga o no conocimientos técnicos de botánica.

Claro es que a quien busque información técnica, y esté en disposición de comprenderla, no le defraudará un texto donde cada planta reseñada se acompaña de una completísima ficha que, en abreviatura o por signos convencionales, informa de los sectores pirenaicos ocupados por el vegetal, de su abundancia o escasez, de su distribución en las diversas regiones botánicas, de sus suelos y ambientes preferidos, del trecho de alturas en que hace su vida, de su forma biológica, con el kamasutra completo de sus flores, incluidos los estilos de polinización y de dispersión de semillas, de los tipos de flor y de inflorescencia...

No pretendo ser exhaustivo; sólo quiero subrayar, por último, que cada planta dispone de precisos y elegantes dibujos que, ora muestran la imagen entera, desde la sumidad a las raíces, ora describen aquellas partes del vegetal (brácteas, flores, hojas, secciones de tallo y demás) con los rasgos más característicos para la diagnosis de la especie: el dibujo, unido a la fotografía, nos pone muy fácil la identificación a los torpecillos.

Y, claro está, texto e imágenes se completan con unas claves de identificación orientadas a facilitar la discriminación de especies en los géneros más complicados, así como los correspondientes catálogos e índices.

No está a mi alcance una valoración técnica de la obra: me faltan conocimientos.  Escribo, pues, más bien como aficionado a la lectura y a los libros.  La introducción a la flora alpina pirenaica, que constituye el meollo del texto, está llena de informaciones interesantes.  Las fotografías de paisaje, aun orientadas a ilustrar conceptos sobre ambientes o distribución, son espléndidas.  La maquetación, compleja y muy exigente, se ha resuelto con elegancia.

Y como he asistido de lejos a la gestación de esta obra, a lo largo de muchos meses, puedo hacerme una idea del esfuerzo que ha supuesto batir esas alturas inhóspitas, recopilar los datos históricos, buscar el tiempo y la luz más adecuados para fotografiar una flor, elegir y realizar el esquema con que facilitar la identificación de una compuesta...  Son todo tareas de mucho empeño, en tiempo y atención, generosamente entregados sin contrapartida; tareas que sólo es posible llevar a cabo por gusto y por afición, por mucha afición.

En la fotografía, aquí arriba, obtenida ese día 6 de agosto en el lago Helado de Monte Perdido, los autores de Plantas de las cumbres del Pirineo exhiben un cartel que reproduce la portada del libro.  Son, de izquierda a derecha, Ernesto Gómez, Manuel Bernal, Daniel Gómez, Antonio Campo, José Vicente Ferrández, José Ramón Retamero, y Víctor Ezquerra.  Ernesto ha realizado la difícil maquetación de la obra.  Daniel es, por así decir, el director de orquesta.  Los demás son excelentes floristas y fotógrafos.  José Vicente, además, es autor de los dibujos.  Todos ellos, como he dicho más arriba, son aficionados, no en la acepción limitante, sino en el sentido noble de la palabra.

[Corre la especie de que alguno de estos cayó al bajar de Monte Perdido.  Estoy en condiciones de negarlo tajantemente.  Por lo demás, el valor no está en caer, sino en ser ascendido, en ser assumptus, en subir en brazos de los ángeles, como la santa virgen: eso sí que tiene mérito.]

jueves, 27 de agosto de 2020

De turbantes y tulipanes



Quién iba a decir que un tocado turco, una prenda de la cabeza, iba a tener esta descendencia botánica.  Pero es así: al menos dos plantas, quizá sería mejor decir dos flores, deben su nombre a la semejanza formal con el turbante turquí, lo que nos lleva a los tiempos de Mehmet I y de Solimán el Magnífico...  He aquí la primera vez que aparece nombrado ese tocado en castellano, en 1588, en una canción de don Luis a la "Armada invencible" en la que (tras insultar a la Virgin Queen con el hendecasílabo "mujer de muchos y de muchos nuera") se acuerda de Turquía e invoca a Cristo:

                            que él hará que tus brazos esforzados
                            llenen el mar de bárbaros nadantes
                            que entreguen anegados
                            al fondo el cuerpo, al agua los turbantes. 

Nadie se sorprenderá de que la voz española turbante venga del turco tülbent; llega al castellano a través del francés, o quizá del italiano turbante (que parece la forma de tülbent más vieja en las lenguas neolatinas).  Ahora bien, la palabra tülbent tiene muchas variantes en las propias hablas turquescas: tülbant, tulbant, tulpant, tulipant, tolipant...  Ahí ya ven ustedes cómo se perfila la palabra tulipán.  De modo que turbante y tulipán vienen a ser un doblete turco en nuestra lengua.

La opinión más difundida pretende que a la flor se la llamó con el nombre del tocado por su parecido formal; según otra interpretación, hubo un error de traducción de las Cartas de la embajada (de las que luego hablaré) y se tomó la voz turca en sentido botánico (Cortelazzo: el nombre turco del tulipán es lâle).  Sea como fuere, la palabra castellana viene probablemente a través del francés, donde, al principio, a la flor se la llamó tulipan, aunque ahora lo llaman tulipe (y de ahí nuestra voz tulipa, que con turbante y tulipán hace ya triplete, y luego, claro, el árbol llamado tulipero).

El cultivo del tulipán parece remontar al imperio bizantino (y hay indicios de su presencia en Al Ándalus hacia el siglo XII, con el nombre de "cebolla macedonia": alguno afirma que a Holanda llegó desde España).  En todo caso, ya estaba en auge en la Estambul de Solimán el Magnífico, y fue allí donde consiguió el embajador de Viena los primeros bulbos de tulipán llegados a Centroeuropa.  Este embajador es personaje interesante y le dedicaré unas líneas.

Ogier Ghislein de Busbecq, nacido en 1522 junto a Lila, en Comines (hoy ciudad francesa fronteriza con Bélgica, pero entonces perteneciente al Sacro Imperio Romano), era un humanista, buen lector de los clásicos latinos y griegos, típico funcionario de la administración imperial.  Fernando I (hermano de Carlos V) lo nombró en 1554 orator (embajador) ante la Sublime Puerta.  De modo que Busbecq vivió en Constantinopla hasta 1562: ocho añitos en Turquía que el hombre aprovechó maravillosamente, como a continuación se verá.

Nada más llegar, en 1555, las obras en una mezquita de la lejana Ancara sacaron a la luz una larga inscripción grecolatina: allá corrió Busbecq, y fue así el primer europeo en identificarla como el testamento de Octavio Augusto.  (Hombre de talento para la propaganda, como Carlos V y Solimán, Augusto se había asegurado su imagen futura con una especie de autobiografía oficial de la que ordenó hacer copias en diversas lenguas y exhibirla por todo el mundo.  ¿Pudo imaginar alguna vez que nos llegaría a través de un ejemplar de la remota Ancyra?  Pues ahí está, el hoy conocido monumentum Ancyranum.)

La embajada de Busbecq tuvo también notables consecuencias botánicas: él trajo a Europa occidental del hippocastanum o castaño que fue llamado "de Indias".  No nos sorprendamos por este nombre: aunque el Aesculum hippocastanum de Lineo es originario de los Balcanes, los europeos del siglo XVI, por culpa de gente como Colón y Elcano, tenían un cacao notable con la geografía y ya no sabían de dónde les caían las hierbas y los animales: no hay más que ver que los ingleses llaman turkey al pavo, que, este sí, venía de América.

Además del castaño de Indias, Busbecq importó desde Turquía las lilas (Syringa vulgaris de Lineo) y los tulipanes (Tulipa gesneriana).  El belga anotó su experiencia turca en unas Legationis turcicae epistulae IV o Cartas de la embajada turca que, publicadas en 1581, difunden por vez primera el texto de las Res gestae divi Augusti (monumentum Ancyranum o epígrafe de Ancara).

La subsiguiente historia del tulipán no carece de interés.  Hay plantas que, ciertamente, se han vendido caras, desde la pimienta en el medievo hasta la coca de nuestros días.  Pero no sé si hay ejemplo comparable al del tulipán.

Sabido es que el cultivo de esta flor gozó de un predicamento extraordinario en Centroeuropa: véanse los espléndidos ejemplares del príncipe obispo de Eichstätt, reproducidos en el Hortus Eystettensis de Besler (1613), o las acuarelas pintadas con primor por Nicolás Robert, no muchos años después, en el Libre des tulipes (del que sale la imagen de aquí arriba).  Pues por esas fechas ya hacía furor en Holanda el cultivo del tulipán, donde había sido introducido hacia 1590, quizá por Charles de l'Écluse.

El furor fue tanto que a partir de 1620 comenzó una espiral de precios inaudita para una mercancía meramente ornamental.  En Holanda la tulpenmanie o tulipomanía alcanzó el extremo de que un solo bulbo se vendiera por el precio que, a base de pan, habría podido sustentar un año entero a un pueblo mediano.  Fue quizá la primera burbuja financiera del capitalismo europeo, y cuando estalló, en febrero de 1637, causó inmensas pérdidas, con su secuela de quiebras y bancarrotas.

Voy a poner fin a este cuento, que comencé cuando preguntó Daniel de dónde venía la palabra martagon.  Pues resulta que viene del turco martagan que, según coinciden varios autores, designaba un turbante que estuvo de moda en tiempos de Mehmet I.  Y, esta vez sí, parece que el nombre es pura metáfora formal.  Señala Corominas que al Lilium martagon se le llama en alemán Türkenbund ("turbante turco": mi Slaby-Grossman le da la razón).  Me pregunto si la acentuación en la O responde a galicismo (prácticamente en todos los romances aparece simultáneamente esta palabra en el siglo XVI).

Ahí están, dos hijos del turbante: el tulipán y el lirio martagón.