miércoles, 27 de diciembre de 2023

De nominibus botanicis IIII: de los nombres comunes y vernáculos

Es curioso, pero no se pregunta por el sentido de pino, clavel o margarita: voces que damos por sabidas, cuya genealogía no necesitamos averiguar.  En parte por eso hice el propósito, de buen comienzo, de no tratar aquí de los nombres comunes o vernáculos entre los vegetales.  En efecto, las preguntas de los amigos no se orientaban ni a las voces comunes ni al idioma propio, sino a las específicas lineanas, y al latín o al griego.

No es que no sea interesante la etimología de esas voces.  Una niña de seis años me sorprendió con una pregunta insólita para su edad: ¿por qué llamamos plantas a los geranios, y también a las de los pies?  La respuesta, que no supe, la leí en el diccionario etimológico de Meillet: parece que lo que une a ambas plantas es el hincarse en la tierra: la planta (vegetal) se planta, igual que la otra.  Y la filología demuestra que la voz castellana es un cultismo, en cuanto conserva el grupo PL- inicial; en cambio, la voz patrimonial ha mudado ese grupo en LL-, de ahí las llantas de nuestros vehículos, que también plantan sus huellas en la tierra.

Otra causa de mi desvío es que me siento más inseguro con los nombres vernáculos castellanos.  Los nombres vernáculos en general tienden a formar selvas inextricables, y ahí me pierdo.  No es que sepa mucho más de latín o de griego: es sólo una cuestión de comparación.  Un amable lector dijo que mis escritos eran muy eruditos: no quise averiguar si era halago o censura.  En todo caso, siendo infinita nuestra ignorancia, es mucho más probable que ésta se transparente más en nuestras palabras que la supuesta ciencia.  El que osa abrir la boca siempre hace más alarde de necio que de sabio, pero, ¿qué amistad se sostiene sobre el mutismo?

Pero, insisto, los nombres comunes, sean objeto de curiosidad o no, son de gran interés, al menos a mí me lo parece.  En griego, por ejemplo, la planta recibe no el nombre genérico de φυτόν /fy-tón/, adecuado a todo el reino vegetal (algo escribí aquí sobre el verbo φύω), sino el de βοτνη /bo-tá-nee/, que se circunscribe a las plantas útiles por sus virtudes médicas o alimenticias: una prueba evidente del interés estricto con que nació la botánica.

Es de notar, por lo demás, que muchos de los términos aludidos no responden a un étimo claro o, aun teniéndolo latino o griego, éste facilita poca o ninguna información sobre el vegetal y su función.  Y en castellano abundan los nombres de plantas que, a falta de etimología clásica, se exornan con la consabida etiqueta de "prerromano", esto es, averígüelo Vargas: arándano, meruéndano, piruétano, árgoma, escaramujo...

Además, no pocos de los nombres botánicos que en las guías pasan por nombres "populares", no son sino una mera traducción de los nombres latinos o griegos.  Caso muy conocido es el de la gayuba, a la que algunas guías dan como nombre castizo el de "uva de oso"; ahora bien, puesto que en griego el oso se llama ἄρκτος /árc-tos/, y el racimo de uvas σταφυλή /stá-fy-leé/ (razón por la cual los cocos que se arraciman se llaman estafilococos), el presunto casticismo se reduce a traducción mera del griego, como ya lo es el nombre latino uva ursi (que la ortodoxia gráfica de los binomios lineanos exige unir con guión): Arctostaphylos uva-ursi.

Como último argumento diré que me disgustan los nombres piadosos que abundan en los presuntos nombres populares: la piedad del monje o del párroco herborista ha plagado nuestra nomenclatura vernácula de nazarenos, zapatitos de la virgen, varitas de san José, candelillas de san Juan, píos nombres a menudo bañados en almíbar de diminutivos, como menús en restaurante de vanguardia.  Pero, en fin, esto ya entra en la psicopatología...

De nominibus botanicis III: sobre lo correcto y lo incorrecto

 Filólogo, el nombre lo dice, es amigo de las palabras.  De todas: de las finas y de las rudas, de las antiguas y de las modernas.  Eso quizá explica por qué con frecuencia el filólogo lamenta el desdén con que los hablantes arrinconan palabras elegantes, breves y precisas, a menudo en favor de otras vagas, cacofónicas, o sesquipedálicas.  Si estuviera en su mano defender con éxito una sola palabra, ahora mismo devolvería la vida a eficaz, hermoso adjetivo que, en este momento mismo, está siendo asesinado por efectivo (de muy otro significado), igual que la horrible efectividad está dejando moribunda a la clara y simple eficacia.

¿Acaso está el filólogo para decirle al ciudadano, como al niño el maestro, lo que está bien y lo que está mal dicho?  No.  No es mi objetivo, en todo caso.  No pretendo fijar lo correcto o lo incorrecto, sino sólo proponer la mejor forma, en caso de ser aceptadas ciertas premisas.  No obstante, aclarar esto a cada paso es bien aburrido, y como odio aburrirme, estoy ya resignado a que alguno me tome por un dómine.

Anda, que no es poco el trabajo el de castigar el idioma (así se decía antaño a purificar).  Un lector, o lectriz, creo, tuvo la amabilidad de comparar esta página con el excelente Dardo en la palabra de Lázaro Carreter, obra necesaria, pero empeño de Sísifo: vano, aun con el prestigio de don Fernando.  Cierto que el Dardo nos entretuvo a muchos y, aunque no hubiera tenido otro efecto, le estamos por ello agradecidos.

Importante argumento que añadir, y que todo filólogo conoce: ¿qué otra cosa es la historia de la lengua, sino una historia de errores?  No metafórica o figuradamente, sino errores simples y meros.  Todas esas pretendidas leyes fonéticas, eso de que el grupo PL- da LL- o que la -T- entre vocales sonoriza en -D-, o que el significado de calidus "caliente" evoluciona a caldo "manjar líquido", ¿son acaso otra cosa que acumulación secular de pequeños errores de imitación? Pues los hablantes aprendemos, de niños, imitando, y seguimos imitando de mayores.  Pero fallamos, no como escopeta de feria, pero, con el tiempo, en medida muy notable.

Y no todo error es negativo.  Como en la vida misma, el error es la materia prima de la evolución, que tiende a sostener los errores útiles, e incorporarlos al torrente vital, y a descartar los desaciertos y hacerlos perecer.  Esto nos reanima.  ¡Hemos visto nacer y morir tantas palabras!  Hace cuarenta años nos asfixiaban de en base a y a nivel de, que hoy ya ni recordamos.

Más de una vez he oído protestar, por ejemplo ante la censura de un barbarismo:  "¡Eh, caballero!  ¡Que la lengua se adapta!  ¡Si no fuera así, seguiríamos hablando latín!"  Cierto, cierto.  O griego.  O frigio, como pretendió un faraón, según Heródoto; o hebreo, o vascuence...  En fin.

Se puede estar de acuerdo con la protesta; pero acuerden también conmigo en que una cierta fijación de la lengua (como la Academia pretendía otrora) es conveniente para la comunidad.  Cuanto más lábil el idioma, tanto mayor desamparo del ciudadano ante el poder y la ley.  Por otra parte, ¿es posible el gobierno sin un idioma común consolidado?

Ea, pues, dejemos un rato ir las cabras al trigo.  ¿Es decente que una ministra portavoz del gobierno confunda vergonzante y vergonzoso?  ¿Es de recibo que los locutores, en vez de decir suele o es frecuente, machaquen con ese híbrido horrible y carente de significado, suele ser frecuente?  ¿Qué creerán algunos que significa mantener, cuando minuciosamente lo sustituyen por la pesada locución seguir manteniendo?  ¿Tendrá el cuajo la Academia de aceptar algún día la expresión agramatical "yo soy de los que opino que..."?

Y luego ese desaforado amor a la hipérbole, esa pasión por lo dramático que este mundo publicitario fomenta.  ¿No basta dar la alarma, que a la mínima han de saltar todas las alarmas?  ¿No hemos de poner atención, tener cuidado, andar con ojo, sino que todo ha de ser extremar las precauciones?  Y dígame, señora, ¿qué significa su extremar, cuando me pide que extreme mucho las precauciones?

Vale, ya me he desfogado.  Es de observar que toda innovación teleñólica tiene como característico el ser no sólo más vaga, sino también más larga.  Al político le encanta apesadumbrar el idioma con largos vocablos.  De todas las memeces que produce el teleñol, la única que estoy por admitir, pese a ser aburrida como toda reiteración, es ese sí o sí, que al menos tiene la ventaja de ser más rápida o eficaz que a la fuerza, por necesidad, quieras que no o cualquier otra expresión equivalente.

Pese a todo lo dicho, quiero afirmar solemnemente que lo mejor de la lengua es, en mi opinión, que cada cual puede usarla como le salga de la boca, y no poca ventaja es que nadie puede poner puertas a ese campo, por más que se haya intentado: no recuerdo mayor ridículo de nuestro parlamento (y mira que los hizo y hace) que la pretensión de algunos congresistas de legislar sobre el uso de la palabra nación.  Hoy vienen las censuras del otro bando, y los hoscos paladines del progreso pretenden avergonzarnos por usar tal o cual frase.  Goebelillos, diestros o zurdos: que os den morcilla.


De nominibus botanicis II: de etymologia

Si la filología, ocupada en asunto tan etéreo como las palabras (puro aire al fin), es saber resbaladizo, mucho más lo es la etimología, proclive al resbalón y aun al batacazo.

El problema es que todos, queramos o no, somos etimólogos.  Para sustentar nuestra débil memoria, necesaria para hablar, buscamos, aun sin saberlo, el parecido entre las palabras, y hallamos parentescos y filiaciones entre ellas: no en vano se llamó analogía a lo que hoy conocemos como morfología.  Esos parentescos forjados, y nuestros fallos de memoria, crean graciosos solecismos, como el de la modelo que ya no estaba en el candelabro, o el edil corrupto que, ignorando quién fuese Esténtor y pensando en la ostentación, decía ostentóreo en lugar de estentóreo.

Ahora bien, si formulamos en serio, y no al calor del discurso, una etimología, deberíamos al menos respetar la gramática y la fonética.

Tengo un ejemplo cercano.  La loma entre Tarazona y Borja está documentada desde antiguo como la Ciesma, nombre que le daban los naturales.  Pues bien, a un erudito local, en posesión de un latín de sacristía, le ocurrió creer que Ciesma era una deformación de su auténtico nombre, Diezma según él, derivado de Decima, explicable en el hecho de que los pastores subían allá para separar el diezmo del obispo.  Tal etimología es absurda desde el punto de vista filológico (¿de cuándo acá D- da C-?, por decir sólo lo más chocante de esa propuesta), pero también desde el sociológico: ¡qué extraordinaria costumbre pastoril, la de subir al otero a clasificar el ganado!

Por tonta que fuera, tal etimología agradó a las autoridades (que ignoran quién fue Tácito pero han visto todas las de Liz Taylor), y en el camino a la Ciesma pusieron el cartel:  "A la Diezma".  Y lo gracioso fue que la población, en lugar de poner el grito en el cielo, prona veluti pecora, aceptó lanarmente el dictamen oficial y pasó a considerar Ciesma como su propia corruptela.  Una vez más gana Humpty Dumpty: no importa qué significan las palabras, sino quién manda aquí.

¿De dónde viene la palabra Ciesma?  No se sabe.  ¿Tan difícil es reconocer esto?  El volumen de lo desconocido es infinito, no nos agobie desconocer una cosa más.  Es el error de la educación: enseñamos a conocer, cuando deberíamos enseñar a ignorar (que requiere no poco estudio).  Por lo demás, no se preocupe el pedagogo: los alumnos verán salir su ignorancia por todas las costuras.  Ahora bien, a las autoridades dales latín y cuentos chinos: como a los de Daroca, que se tragaron lo del tributo anual de la oca en cuanto sonó en idioma del Lacio: dare aucam.  ¡Ay, latín, cuántas tonterías se dicen en tu nombre!

No, no basta buscar los parecidos.  Un buen estudio etimológico exige un seguimiento histórico de la palabra lo más preciso posible.  Naturalmente, eso es lo que el etimólogo anhela, pero a menudo no está a su alcance.  Ha de conformarse, entonces, con conjeturas, o, simplemente, con decir con Sócrates y Francisco Sánchez:  "No sé".

En resumen: la etimología es ciencia conjetural y muy inclinada a error, y el etimólogo serio debe limitar su aspiración a no decir demasiadas bobadas.

Por último, un malentendido quiero deshacer.  El propio término etimología, nacido de la voz griega τυμον /é-ty-mon/ "auténtico", invita a pensar que la etimología provee el "auténtico" significado de la palabra.  Pues no.  El auténtico significado de una voz depende, ay, del acuerdo de los hablantes y a veces, por lo que vamos viendo, del capricho del señor alcalde: no de la historia de la palabra.  Eso sí, esa historia es a menudo muy divertida, y nos enseña no pocas cosas sobre nuestro pensamiento y las circunvoluciones del humano hablar.