Es curioso, pero no se pregunta por el sentido de pino, clavel o margarita: voces que damos por sabidas, cuya genealogía no necesitamos averiguar. En parte por eso hice el propósito, de buen comienzo, de no tratar aquí de los nombres comunes o vernáculos entre los vegetales. En efecto, las preguntas de los amigos no se orientaban ni a las voces comunes ni al idioma propio, sino a las específicas lineanas, y al latín o al griego.
No es que no sea interesante la etimología de esas voces. Una niña de seis años me sorprendió con una pregunta insólita para su edad: ¿por qué llamamos plantas a los geranios, y también a las de los pies? La respuesta, que no supe, la leí en el diccionario etimológico de Meillet: parece que lo que une a ambas plantas es el hincarse en la tierra: la planta (vegetal) se planta, igual que la otra. Y la filología demuestra que la voz castellana es un cultismo, en cuanto conserva el grupo PL- inicial; en cambio, la voz patrimonial ha mudado ese grupo en LL-, de ahí las llantas de nuestros vehículos, que también plantan sus huellas en la tierra.
Otra causa de mi desvío es que me siento más inseguro con los nombres vernáculos castellanos. Los nombres vernáculos en general tienden a formar selvas inextricables, y ahí me pierdo. No es que sepa mucho más de latín o de griego: es sólo una cuestión de comparación. Un amable lector dijo que mis escritos eran muy eruditos: no quise averiguar si era halago o censura. En todo caso, siendo infinita nuestra ignorancia, es mucho más probable que ésta se transparente más en nuestras palabras que la supuesta ciencia. El que osa abrir la boca siempre hace más alarde de necio que de sabio, pero, ¿qué amistad se sostiene sobre el mutismo?
Pero, insisto, los nombres comunes, sean objeto de curiosidad o no, son de gran interés, al menos a mí me lo parece. En griego, por ejemplo, la planta recibe no el nombre genérico de φυτόν /fy-tón/, adecuado a todo el reino vegetal (algo escribí aquí sobre el verbo φύω), sino el de βοτάνη /bo-tá-nee/, que se circunscribe a las plantas útiles por sus virtudes médicas o alimenticias: una prueba evidente del interés estricto con que nació la botánica.
Es de notar, por lo demás, que muchos de los términos aludidos no responden a un étimo claro o, aun teniéndolo latino o griego, éste facilita poca o ninguna información sobre el vegetal y su función. Y en castellano abundan los nombres de plantas que, a falta de etimología clásica, se exornan con la consabida etiqueta de "prerromano", esto es, averígüelo Vargas: arándano, meruéndano, piruétano, árgoma, escaramujo...
Además, no pocos de los nombres botánicos que en las guías pasan por nombres "populares", no son sino una mera traducción de los nombres latinos o griegos. Caso muy conocido es el de la gayuba, a la que algunas guías dan como nombre castizo el de "uva de oso"; ahora bien, puesto que en griego el oso se llama ἄρκτος /árc-tos/, y el racimo de uvas σταφυλή /stá-fy-leé/ (razón por la cual los cocos que se arraciman se llaman estafilococos), el presunto casticismo se reduce a traducción mera del griego, como ya lo es el nombre latino uva ursi (que la ortodoxia gráfica de los binomios lineanos exige unir con guión): Arctostaphylos uva-ursi.
Como último argumento diré que me disgustan los nombres piadosos que abundan en los presuntos nombres populares: la piedad del monje o del párroco herborista ha plagado nuestra nomenclatura vernácula de nazarenos, zapatitos de la virgen, varitas de san José, candelillas de san Juan, píos nombres a menudo bañados en almíbar de diminutivos, como menús en restaurante de vanguardia. Pero, en fin, esto ya entra en la psicopatología...