Más de una vez he disfrutado de la conversación de Gabriel Montserrat; pero el otro día, bajando del Pirineo tras un paseo botánico, habló con tal elocuencia de un ensayo titulado El río, su relato fue tan estimulante, tan ricas e interesantes las noticias, que me quedó clavado el deseo de hacerme con ese libro, que él no me podía prestar por tenerlo extraviado. No fue fácil encontrarlo por la red (no recordaba el nombre del autor) pues hay una buena porción de textos más o menos literarios con ese título tan simple, pero al final el propio Gabriel me lo envió: escrito por Wade Davis, la edición castellana de El río corre a cargo de Pretextos, una de las más exquisitas editoriales españolas, que la publicó en 2005 y acaba de reimprimirla en este año de gracia de 2022.
Ahora que he terminado su lectura me apetece reseñarla aquí, porque ante todo cuenta las aventuras equinocciales de botánicos que arriesgaron su integridad para conocer la flora de la pluvisilva americana. Creo, por tanto, que puede interesar a cualquier aficionado a la botánica, y a quien disfrute con las memorias de viajes.
No obstante, esos motivos están muy lejos de agotar la riqueza de este escrito, al que, si es que se le puede imputar algún defecto, tal vez sea el del propio exceso: el autor parece empeñado en traer de nuevo a la vida cada minuto del tiempo pasado, revivir cada instante de los que gozó en sus tareas botánicas en Amazonia. Escribir parece también, en Wade Davis, un acto de amor a las personas que conoció, sobre todo a dos de las que fue discípulo: el botánico y director del jardín botánico de Harvard Richard Evans Schultes, y Tim Plowman, alumno de Schultes como el propio Davis, y con quien éste compartió muchas de sus aventuras australes.
Encantador es el retrato de Schultes, un bostoniano políticamente muy conservador, pero conservador como ya quisiéramos que hubieran abundado en España, donde tan a menudo la política es fe religiosa. Schultes detestaba a los demócratas, sí, pero en más de una ocasión arrancó de los tribunales a consumidores de hachís argumentando con verdad la imposibilidad de determinar científicamente si la marihuana de que el encausado fuera portador correspondía con la concreta especie botánica prohibida por la ley. Un conservadurismo liberal que no se da por estos pagos.
Schultes comenzó su carrera académica estudiando la distribución, usos y efectos del peyote, ese hongo que resulta que no es un hongo, sino el cacto Lophóphora williamsii (λόφος /ló-fos/ significa "cresta", por eso al Parus cristatus lo llaman ahora, parece ser, Lophóphanes, esto es, "cresta conspicua"; Davis explica el porqué del nombre botánico), y acabó dedicando gran parte de su vida a los vegetales psicotrópicos. Schultes comprometió siempre, en su estudio, la experiencia personal, de manera que los probó todos, con resultados algo paradójicos: era incapaz de sufrir alucinaciones, y sólo veía colores.
Las publicaciones académicas de Schultes resultaron ser uno de los motores de la generación psicodélica, en la medida en que inspiraron a Timothy Leary, el promotor del uso de LSD como vehículo para acceder a un "estadio superior" de conciencia, y gurú de la generación beat. Por cierto que Schultes no estaba nada de acuerdo con la palabra psychedelic recién inventada por el psiquiatra Humphrey Osmund y, como conocedor del griego clásico, recomendaba la forma psychodelic, finalmente rechazada por Leary, según nos informa Davis en El río, con el argumento de que le sonaba peor.
En efecto, a partir de ψυχή /psy-jeé/ "alma" existe en griego clásico un buen grupo de palabras, todas ellas con ψυχο- como primer elemento; por ejemplo ψυχοστόλος, epíteto de Hermes como acompañante de las almas, o ψυχοστασία, palabra que designa el pesado de esas almas en el más allá y que ahora los manuales de arte cambian, no sé muy bien por qué, en psicostasis en lugar del más helénico psicostasia (en todo caso habría que acentuar psicóstasis). Pues bien, si combinamos ψυχή con el verbo δηλῶ "revelar", para obtener la idea de "revelar el alma", llegaríamos en buen griego a psicodelia y no a psiquedelia.
Vamos, que Schultes tenía toda la razón. De su exquisita formación (qué tiempos aquéllos) dan indicio las lecturas con que aliviaba sus trabajos: junto a los textos botánicos, Schultes paseaba por el Amazonas con Ovidio, Virgilio, y en su bagaje siempre había hueco para su diccionario de latín.
Si Schultes fue el profesor venerado, Plowman fue el hermano mayor, esto es, guía y compañero al mismo tiempo: con él comenzó Davis, y continuó a menudo, sus aventuras sudamericanas. Plowman seguía los pasos del maestro y probó arriscadamente cuanto psicotrópico se le puso a tiro. Por no alargar esto demasiado, dejo de contar aquí alguna de las aventuras de Tim, ora divertidas, ora truculentas, que el lector encontrará en El río.
Los retratos de Schultes y Plowman no son los únicos de esta obra, que abunda en rápidos esbozos de los más variopintos personajes. Como ejemplo de esos retratos vertiginosos, he aquí el de un botánico español que fue compañero de Schultes: "José Cuatrecasas era un español alocado, veterano republicano de la guerra civil, que tenía en la vida dos pasiones acendradas fuera de la botánica: odiaba a los curas y detestaba gastar dinero, en ese orden" (p. 239). Otras veces, el retrato tiene ese aire absurdo que parece nacer del humor británico: "Richard Gill, hijo de un médico de Washington, se dio cuenta, a principios de la década de 1920, de que la medicina no le interesaba".
Claro es que junto a las aventuras de nuestros heroicos botánicos vamos aprendiendo no poco sobre los vegetales enteógenos, mescal, coca, yagé, y sus muchas variedades y múltiples combinaciones. Y como estos botánicos son etnobotánicos, Davis no deja de describir con delectación las fantasías cosmogónicas y cosmológicas del universo indígena, para mi gusto la parte más tediosa del libro, pues nunca le vi la gracia a que el mundo reposara sobre una tortuga, una tribu naciera de la oreja de un jaguar, o que una doncella se embarazase por una paloma.
En fin, incluso un resumen de los temas del libro sería en exceso largo, pues a Davis le interesa de todo: la sevicia de los españoles en América (a los que siempre imagina armados de la cruz y la espada, y vestidos de Felipe II o con sotana inquisitorial); los tanteos de botánicos y médicos para hallar las fuentes del curare y explorar sus utilidades quirúrgicas; la importancia estratégica del látex en la segunda guerra mundial; el enloquecido crecimiento económico y demográfico de Manaos, cabalgando la industria del caucho; la repugnante crueldad de que los caucheros hicieron gala con los indios a quienes obligaban a trabajar de siringueros; los desvelos, entre presuntuosos y luctuosos, de los misioneros evangelistas entre las tribus de la selva; el nacimiento de la Coca-Cola en una era donde la cocaína se consideró alegremente panacea de felicidad, y era recomendada (y consumida) con cándido entusiasmo por don Segismundo Freud, prestigioso galeno de la capital austrohúngara...
Lea, lea, que se entretendrá de lo lindo.
Uno le pondría algún pero a la traducción, hecha por Nicolás Suescún (sic, por el acento), debido a unos cuantos anglicismos que afean sus páginas; pero demos por buenos algunos americanismos algo extravagantes (escogencia, por ejemplo, por selección; precipitud por precipitación) a cambio de otros briosos y expresivos. Y a la postre el texto (que no es nada fácil, con tanto término técnico y tanta orografía y tanta tribu desconocida para los indígenas de Europa) se lee perfectamente y con gusto en esta traducción.