miércoles, 27 de diciembre de 2023

De nominibus botanicis IIII: de los nombres comunes y vernáculos

Es curioso, pero no se pregunta por el sentido de pino, clavel o margarita: voces que damos por sabidas, cuya genealogía no necesitamos averiguar.  En parte por eso hice el propósito, de buen comienzo, de no tratar aquí de los nombres comunes o vernáculos entre los vegetales.  En efecto, las preguntas de los amigos no se orientaban ni a las voces comunes ni al idioma propio, sino a las específicas lineanas, y al latín o al griego.

No es que no sea interesante la etimología de esas voces.  Una niña de seis años me sorprendió con una pregunta insólita para su edad: ¿por qué llamamos plantas a los geranios, y también a las de los pies?  La respuesta, que no supe, la leí en el diccionario etimológico de Meillet: parece que lo que une a ambas plantas es el hincarse en la tierra: la planta (vegetal) se planta, igual que la otra.  Y la filología demuestra que la voz castellana es un cultismo, en cuanto conserva el grupo PL- inicial; en cambio, la voz patrimonial ha mudado ese grupo en LL-, de ahí las llantas de nuestros vehículos, que también plantan sus huellas en la tierra.

Otra causa de mi desvío es que me siento más inseguro con los nombres vernáculos castellanos.  Los nombres vernáculos en general tienden a formar selvas inextricables, y ahí me pierdo.  No es que sepa mucho más de latín o de griego: es sólo una cuestión de comparación.  Un amable lector dijo que mis escritos eran muy eruditos: no quise averiguar si era halago o censura.  En todo caso, siendo infinita nuestra ignorancia, es mucho más probable que ésta se transparente más en nuestras palabras que la supuesta ciencia.  El que osa abrir la boca siempre hace más alarde de necio que de sabio, pero, ¿qué amistad se sostiene sobre el mutismo?

Pero, insisto, los nombres comunes, sean objeto de curiosidad o no, son de gran interés, al menos a mí me lo parece.  En griego, por ejemplo, la planta recibe no el nombre genérico de φυτόν /fy-tón/, adecuado a todo el reino vegetal (algo escribí aquí sobre el verbo φύω), sino el de βοτνη /bo-tá-nee/, que se circunscribe a las plantas útiles por sus virtudes médicas o alimenticias: una prueba evidente del interés estricto con que nació la botánica.

Es de notar, por lo demás, que muchos de los términos aludidos no responden a un étimo claro o, aun teniéndolo latino o griego, éste facilita poca o ninguna información sobre el vegetal y su función.  Y en castellano abundan los nombres de plantas que, a falta de etimología clásica, se exornan con la consabida etiqueta de "prerromano", esto es, averígüelo Vargas: arándano, meruéndano, piruétano, árgoma, escaramujo...

Además, no pocos de los nombres botánicos que en las guías pasan por nombres "populares", no son sino una mera traducción de los nombres latinos o griegos.  Caso muy conocido es el de la gayuba, a la que algunas guías dan como nombre castizo el de "uva de oso"; ahora bien, puesto que en griego el oso se llama ἄρκτος /árc-tos/, y el racimo de uvas σταφυλή /stá-fy-leé/ (razón por la cual los cocos que se arraciman se llaman estafilococos), el presunto casticismo se reduce a traducción mera del griego, como ya lo es el nombre latino uva ursi (que la ortodoxia gráfica de los binomios lineanos exige unir con guión): Arctostaphylos uva-ursi.

Como último argumento diré que me disgustan los nombres piadosos que abundan en los presuntos nombres populares: la piedad del monje o del párroco herborista ha plagado nuestra nomenclatura vernácula de nazarenos, zapatitos de la virgen, varitas de san José, candelillas de san Juan, píos nombres a menudo bañados en almíbar de diminutivos, como menús en restaurante de vanguardia.  Pero, en fin, esto ya entra en la psicopatología...

De nominibus botanicis III: sobre lo correcto y lo incorrecto

 Filólogo, el nombre lo dice, es amigo de las palabras.  De todas: de las finas y de las rudas, de las antiguas y de las modernas.  Eso quizá explica por qué con frecuencia el filólogo lamenta el desdén con que los hablantes arrinconan palabras elegantes, breves y precisas, a menudo en favor de otras vagas, cacofónicas, o sesquipedálicas.  Si estuviera en su mano defender con éxito una sola palabra, ahora mismo devolvería la vida a eficaz, hermoso adjetivo que, en este momento mismo, está siendo asesinado por efectivo (de muy otro significado), igual que la horrible efectividad está dejando moribunda a la clara y simple eficacia.

¿Acaso está el filólogo para decirle al ciudadano, como al niño el maestro, lo que está bien y lo que está mal dicho?  No.  No es mi objetivo, en todo caso.  No pretendo fijar lo correcto o lo incorrecto, sino sólo proponer la mejor forma, en caso de ser aceptadas ciertas premisas.  No obstante, aclarar esto a cada paso es bien aburrido, y como odio aburrirme, estoy ya resignado a que alguno me tome por un dómine.

Anda, que no es poco el trabajo el de castigar el idioma (así se decía antaño a purificar).  Un lector, o lectriz, creo, tuvo la amabilidad de comparar esta página con el excelente Dardo en la palabra de Lázaro Carreter, obra necesaria, pero empeño de Sísifo: vano, aun con el prestigio de don Fernando.  Cierto que el Dardo nos entretuvo a muchos y, aunque no hubiera tenido otro efecto, le estamos por ello agradecidos.

Importante argumento que añadir, y que todo filólogo conoce: ¿qué otra cosa es la historia de la lengua, sino una historia de errores?  No metafórica o figuradamente, sino errores simples y meros.  Todas esas pretendidas leyes fonéticas, eso de que el grupo PL- da LL- o que la -T- entre vocales sonoriza en -D-, o que el significado de calidus "caliente" evoluciona a caldo "manjar líquido", ¿son acaso otra cosa que acumulación secular de pequeños errores de imitación? Pues los hablantes aprendemos, de niños, imitando, y seguimos imitando de mayores.  Pero fallamos, no como escopeta de feria, pero, con el tiempo, en medida muy notable.

Y no todo error es negativo.  Como en la vida misma, el error es la materia prima de la evolución, que tiende a sostener los errores útiles, e incorporarlos al torrente vital, y a descartar los desaciertos y hacerlos perecer.  Esto nos reanima.  ¡Hemos visto nacer y morir tantas palabras!  Hace cuarenta años nos asfixiaban de en base a y a nivel de, que hoy ya ni recordamos.

Más de una vez he oído protestar, por ejemplo ante la censura de un barbarismo:  "¡Eh, caballero!  ¡Que la lengua se adapta!  ¡Si no fuera así, seguiríamos hablando latín!"  Cierto, cierto.  O griego.  O frigio, como pretendió un faraón, según Heródoto; o hebreo, o vascuence...  En fin.

Se puede estar de acuerdo con la protesta; pero acuerden también conmigo en que una cierta fijación de la lengua (como la Academia pretendía otrora) es conveniente para la comunidad.  Cuanto más lábil el idioma, tanto mayor desamparo del ciudadano ante el poder y la ley.  Por otra parte, ¿es posible el gobierno sin un idioma común consolidado?

Ea, pues, dejemos un rato ir las cabras al trigo.  ¿Es decente que una ministra portavoz del gobierno confunda vergonzante y vergonzoso?  ¿Es de recibo que los locutores, en vez de decir suele o es frecuente, machaquen con ese híbrido horrible y carente de significado, suele ser frecuente?  ¿Qué creerán algunos que significa mantener, cuando minuciosamente lo sustituyen por la pesada locución seguir manteniendo?  ¿Tendrá el cuajo la Academia de aceptar algún día la expresión agramatical "yo soy de los que opino que..."?

Y luego ese desaforado amor a la hipérbole, esa pasión por lo dramático que este mundo publicitario fomenta.  ¿No basta dar la alarma, que a la mínima han de saltar todas las alarmas?  ¿No hemos de poner atención, tener cuidado, andar con ojo, sino que todo ha de ser extremar las precauciones?  Y dígame, señora, ¿qué significa su extremar, cuando me pide que extreme mucho las precauciones?

Vale, ya me he desfogado.  Es de observar que toda innovación teleñólica tiene como característico el ser no sólo más vaga, sino también más larga.  Al político le encanta apesadumbrar el idioma con largos vocablos.  De todas las memeces que produce el teleñol, la única que estoy por admitir, pese a ser aburrida como toda reiteración, es ese sí o sí, que al menos tiene la ventaja de ser más rápida o eficaz que a la fuerza, por necesidad, quieras que no o cualquier otra expresión equivalente.

Pese a todo lo dicho, quiero afirmar solemnemente que lo mejor de la lengua es, en mi opinión, que cada cual puede usarla como le salga de la boca, y no poca ventaja es que nadie puede poner puertas a ese campo, por más que se haya intentado: no recuerdo mayor ridículo de nuestro parlamento (y mira que los hizo y hace) que la pretensión de algunos congresistas de legislar sobre el uso de la palabra nación.  Hoy vienen las censuras del otro bando, y los hoscos paladines del progreso pretenden avergonzarnos por usar tal o cual frase.  Goebelillos, diestros o zurdos: que os den morcilla.


De nominibus botanicis II: de etymologia

Si la filología, ocupada en asunto tan etéreo como las palabras (puro aire al fin), es saber resbaladizo, mucho más lo es la etimología, proclive al resbalón y aun al batacazo.

El problema es que todos, queramos o no, somos etimólogos.  Para sustentar nuestra débil memoria, necesaria para hablar, buscamos, aun sin saberlo, el parecido entre las palabras, y hallamos parentescos y filiaciones entre ellas: no en vano se llamó analogía a lo que hoy conocemos como morfología.  Esos parentescos forjados, y nuestros fallos de memoria, crean graciosos solecismos, como el de la modelo que ya no estaba en el candelabro, o el edil corrupto que, ignorando quién fuese Esténtor y pensando en la ostentación, decía ostentóreo en lugar de estentóreo.

Ahora bien, si formulamos en serio, y no al calor del discurso, una etimología, deberíamos al menos respetar la gramática y la fonética.

Tengo un ejemplo cercano.  La loma entre Tarazona y Borja está documentada desde antiguo como la Ciesma, nombre que le daban los naturales.  Pues bien, a un erudito local, en posesión de un latín de sacristía, le ocurrió creer que Ciesma era una deformación de su auténtico nombre, Diezma según él, derivado de Decima, explicable en el hecho de que los pastores subían allá para separar el diezmo del obispo.  Tal etimología es absurda desde el punto de vista filológico (¿de cuándo acá D- da C-?, por decir sólo lo más chocante de esa propuesta), pero también desde el sociológico: ¡qué extraordinaria costumbre pastoril, la de subir al otero a clasificar el ganado!

Por tonta que fuera, tal etimología agradó a las autoridades (que ignoran quién fue Tácito pero han visto todas las de Liz Taylor), y en el camino a la Ciesma pusieron el cartel:  "A la Diezma".  Y lo gracioso fue que la población, en lugar de poner el grito en el cielo, prona veluti pecora, aceptó lanarmente el dictamen oficial y pasó a considerar Ciesma como su propia corruptela.  Una vez más gana Humpty Dumpty: no importa qué significan las palabras, sino quién manda aquí.

¿De dónde viene la palabra Ciesma?  No se sabe.  ¿Tan difícil es reconocer esto?  El volumen de lo desconocido es infinito, no nos agobie desconocer una cosa más.  Es el error de la educación: enseñamos a conocer, cuando deberíamos enseñar a ignorar (que requiere no poco estudio).  Por lo demás, no se preocupe el pedagogo: los alumnos verán salir su ignorancia por todas las costuras.  Ahora bien, a las autoridades dales latín y cuentos chinos: como a los de Daroca, que se tragaron lo del tributo anual de la oca en cuanto sonó en idioma del Lacio: dare aucam.  ¡Ay, latín, cuántas tonterías se dicen en tu nombre!

No, no basta buscar los parecidos.  Un buen estudio etimológico exige un seguimiento histórico de la palabra lo más preciso posible.  Naturalmente, eso es lo que el etimólogo anhela, pero a menudo no está a su alcance.  Ha de conformarse, entonces, con conjeturas, o, simplemente, con decir con Sócrates y Francisco Sánchez:  "No sé".

En resumen: la etimología es ciencia conjetural y muy inclinada a error, y el etimólogo serio debe limitar su aspiración a no decir demasiadas bobadas.

Por último, un malentendido quiero deshacer.  El propio término etimología, nacido de la voz griega τυμον /é-ty-mon/ "auténtico", invita a pensar que la etimología provee el "auténtico" significado de la palabra.  Pues no.  El auténtico significado de una voz depende, ay, del acuerdo de los hablantes y a veces, por lo que vamos viendo, del capricho del señor alcalde: no de la historia de la palabra.  Eso sí, esa historia es a menudo muy divertida, y nos enseña no pocas cosas sobre nuestro pensamiento y las circunvoluciones del humano hablar.


jueves, 30 de noviembre de 2023

De nominibus botanicis I

 Me piden unos amigos que hable un rato sobre nombres botánicos, y con esa excusa doy un repaso a estas páginas y me entretengo en reflexiones, cándidas y prolijas, que sería sádico asestar a una audiencia apresada por la urbanidad y las convenciones sociales, pero que impunemente puedo airear en este lugar, de donde al lector le basta hacer un clic para salir corriendo.

La botánica se puede definir, huyendo de lo académico, como la amorosa atención dedicada al vegetal, una atención aguda y perseverante si que quiere avanzar en ello.  Claro es que interesa identificar a cada vegetal para su estudio, identificación representada en su bautizo con este o aquel nombre.  Cómico sería que comenzáramos por estudiar una prímula y al día siguiente, por confusión, siguiéramos la descripción con una peonía: nos saldría ese monstruo de Horacio, medio pez medio primate.  Pero el nombre viene a ser como el paso previo para el conocimiento: la ciencia viene después.

Por eso quise encabezar estas páginas con la sentencia de Bubani: no son los nombres los que hacen la botánica, sino la observación diligente de las plantas, y su exacta descripción.  El identificar a una planta con un nombre viene a ser el grado cero del conocimiento sobre el vegetal.

Das nombre a una hierba y ya parece que sabes algo.  Si en vez de llamarlo "pino" lo llamas Pinus uncinata, el vulgo te doctora en pinología, y tú puedes pasar del pinito en cuestión y desentenderte de su fisiología, de su modo de enfrentar las dificultades, de averiguar si almacena sus recursos, de conocer cómo seduce a los distribuidores de semillas y, en fin, el número infinito de cosas que ignoras del pino.  El principal enemigo del estudioso es la ilusión de saber.  El espejismo del conocimiento es, en general, la más insidiosa fuente de error.  Si amas la botánica, empieza por conocer las plantas por sus nombres, pero no te quedes en ello.

La ciencia, en efecto, está en los detalles.

Quienes esto lean (imagino serán sobre todo aficionados a las plantas) echarán de ver aquí más de un error, causado por la ignorancia, pues la botánica, como ciencia, necesita la mayor precisión, y por ende una nomenclatura específica difícil, tal vez imposible de poseer con plenitud.  Glumelas, úrnulas, bractéolas, sépalos, apomixis, matriclina...  Todos estos términos a los profanos nos resultan excesivos, porque miramos a las plantas de lejos, como elementos del paisaje, pero parecen necesarios al fitólogo, que echa mano de la lupa y del microscopio, que acerca sus narices al tubérculo, que contempla la flor por delante y por detrás: otorga, en fin, toda la atención a su objeto de estudio.

Por la misma razón, en estas páginas, que aúnan, en proporción modesta, botánica con filología, los lectores han de soportar a menudo términos abstrusos (aféresis, diptongación, properispómena), y aun así debieran agradecer la contención de quien escribe, pues, si dejase a sus cabras libre el trigo, pasaría el rato entregado a sus objetos favoritos, las interdentales, las aposiopesis, las asimilaciones de grado...

Porque, estando la ciencia en los detalles, el filólogo ha de mirar atentamente las palabras, como atentamente mira el botánico una lamiácea o un abedul.

La observación atenta hará notar que lo llamado pluvia por los romanos recibe entre nosotros el nombre el de lluvia, y del mismo modo al plantago lo llamamos llantén, y de un cubo que los romanos darían por plenus nosotros lo vemos lleno.  Llegaríamos así a la importante conclusión de que toda PL- inicial romana resulta en una LL- inicial castellana.  A esa observación le daríamos el respetable título de "ley fonética", cosa que nos encanta a los aficionados a las palabras.

Así podríamos observar, viendo que la vita romana es nuestra vida, y un mutus latino es un mudo castellano, y un latus de Roma es un lado de Soria, que toda -T- intervocálica latina da en nuestro idioma una -D-; o emparejando rapidus con raudo, hominem con hombre y dominum con dueño alcanzaríamos a ver que el español ha perdido la sílaba débil de las esdrújulas, la que sigue al acento: así se explica que lo que en latín se decía cálidus "caliente", se diga en español caldo.  Obsérvese que el significado también ha evolucionado; se conserva, sin embargo, en cálido, palabra no evolucionada del latín, sino tomada en préstamo.

Bien, este es mi vicio privado, y procuro en estas páginas contenerlo en lo posible.  Pero las cabras...

sábado, 28 de octubre de 2023

Piedras II

Razón tiene Daniel sobre la palabra griega λίθος /lí-zos/ "piedra", más o menos equivalente de πτρος y más viva que esta última en la actual literatura científica.  De hecho, nuestra lengua o, mejor dicho, las lenguas europeas en general (que de continuo se han enriquecido a base de griego y latín) están llenas de términos como monolito (μόνος /mó-nos/ "único") o litosfera (σφαῖρα /sfái-raa/ "esfera"): la segunda sigue reducida a su ámbito originario de la geología, mientas que la primera, en cambio, ha saltado al uso común y se habla, por ejemplo, de una "fe monolítica" o un "apoyo monolítico".  La enseñanza pública ha vulgarizado términos como paleolítico o neolítico creados para designar períodos históricos (o prehistóricos).  Y para la técnica de grabado sobre piedra caliza (que Francia puso de moda en el siglo XIX) se creó el latinismo lithographie, en español litografía (γράφω /grá-foo/ "dibujar").  Baste con estos ejemplos.

Usa la botánica muchas voces derivadas de λίθος, y basta consultar el Diccionario de botánica de don Pío Font para pescar unas cuantas en su orden alfabético.  Por ejemplo, litófito (φυτόν /fy-tón/ "planta"), que describe al vegetal capaz de crecer sobre la roca viva (como musgos y líquenes).  Curiosamente, si invertimos los términos obtenemos fitolito, que designa el vegetal fósil, de igual modo que litofilo y litóxilo son aplicados a la hoja y a la madera, en ese orden, petrificadas o fósiles.

Me sorprende encontrar la palabra litíasis (con qué probidad acentúa don Pío) que para mí era el nombre que la patología daba a la formación de piedras (por ejemplo en el riñón): pero veo que también se forman piedras en los frutos (por ejemplo en las peras, por la picadura de un tal Calocoris fulvomaculatus, un hemíptero más esbelto y elegante --con las manchitas amarillas que su nombre anuncia-- que la mayoría de las chinches).  Con ello la litiasis entra de lleno en la botánica.

En cambio, nombres de género basados en λίθος he encontrado pocos.  Supongo que habrá más, pero me limito a los que tengo registrados en mis papeles.

El que mejor conozco es Lithospermum, hierba bastante común (por mi pueblo al menos abundan las especies arvense y officinalis, si no me equivoco).  En ese término, consagrado por Lineo a mediados del XVIII, la voz examinada se combina con σπέρμα /spér-ma/ "semilla" en un nombre descriptivo, alusivo a la dureza, verdaderamente pétrea, de la bolita germinal de esta boraginácea.

Boraginácea es también la Lithodora fruticosa Griseb 1846, una planta que abunda no menos por los secos tomillares de mi entorno, de los que a menudo, como esta pasada temporada, es, con sus abundantes embudos azules y violetas, la única ilustración floral destacada.  Este arbusto siempre lo recuerdo por el curioso nombre de "hierba de las siete sangrías", porque, vaya usted a saber por qué, me falla la memoria con el binomio botánico; espero que escribir esto me ayude en el futuro.

En mi opinión, en Lithodora se combina λίθος "piedra" con δόρα /dó-ra/ "pellejo" (de la misma raíz *der-/dor- que δέρμα /dér-ma/ "piel").  He visto en la red que el basiónimo es Lithospermum fruticosum L 1753, por lo que la voz lithodora la debió de crear Grisebach, supongo, para distinguir el género sin alejarse mucho de la forma original dada por Lineo, y describir a la vez la que parece característica de este arbusto: la rígida dureza de sus ramillas.

Por cierto que he leído en la red alguna explicación falsa, en mi opinión, del específico fruticosa, como si aludiera a los frutos; pero esa palabra, como creo haber escrito ya, no tiene nada que ver con el término latino para decir "fruto", sino con frutex "arbusto".  Fruticosus significa, pues, "arbustivo".

No conozco, pero parece que habita las costas españolas, el alga Lithophyllum incrustans, con la que no recuerdo qué trato he tenido.  Pero es hermosa, según se puede ver en una página de la red.  Ese lithophyllum es la forma latina del litofilo arriba mencionado, y deriva, claro es, de λίθος "piedra" y φύλλον "hoja".

Por mi parte ya tendría que viajar a África, a Namibia y por ahí, para encontrar otras derivados de λίθος, aunque a nuestros viveros llegan hace tiempo no pocos ejemplares de esas plantitas que por vivir disfrazadas de piedra reciben el adecuado nombre de "pinta de piedra" o Lithops (ὤψ /oóps/ "apariencia").  Según la wikipedia son de la familia de las aizoáceas.

No quiero abandonar esta página sin darme el gusto de mencionar, aunque caiga fuera ya de la botánica, a esa especie de fino mejillón llamado por la ciencia "comepiedras", esto es, Lithophaga lithophaga.  La litófaga excava galerías en la caliza disolviéndola con ácido, tal que se diría que come piedra.  En su nombre zoológico, al primer componente, λίθος "piedra", se une el conocido aoristo griego ἔφαγον /é-fa-gon/ "comí".

Mi primer encuentro con ese mejillón litófago ocurrió en un artículo de Jay Gould que (acabo de comprobarlo) ha desaparecido de mi biblioteca; pero tuve el capricho de apuntar lo que el traductor, Joandomènec Ros, indicaba en nota: que eran un manjar exquisito.  La wikipedia informa ahora de que la ecologista Europa tiene ya prohibido su consumo.  Pero en octubre de 1654 el cardenal Retz tuvo ocasión de probarlos en Mahón, Menorca, por gentileza de un tal Fernando Carrillo.  Más que el sabor de las litófagas, al cardenal debió de llamarle la atención el trabajoso procedimiento de extraerlas de la roca, pues es lo que describe con más demora en sus famosas memorias.  La wiki francesa nos informa de ello, y de que también figuran estos lamelibranquios exquisitos en la novela de Jules Verne L'île mystérieuse con el nombre de lithodomes.  Si la wiki lo dice...




sábado, 30 de septiembre de 2023

Piedras

 Como es sabido, nuestra palabra piedra viene de la voz petra usada por los romanos.  Pero en latín la palabra castiza para "piedra" es saxum, étimo de saxífraga (creo haberlo escrito aquí).  Las buenas latinistas (dice Meillet; yo lo pongo en femenino en homenaje a Sandra Ramos) evitan usar petra, viejo préstamo popular del griego πτρα /pé-traa/ y forma de éxito en romance, como lo atestiguan la propia voz piedra, san Pedro desde los altares, y los que gastan aceite de piedra (esto es, petróleo) cuando viajan a Petrogrado.

La voz griega πτρα está también presente en la nomenclatura botánica, así como su variante πτρος /pé-tros/ y el adjetivo derivado πετραῖος /pe-trái-os/, latinizado petraeus y en esta forma presente en no pocos nombres botánicos.  Ese adjetivo cuadra a ciertas plantas que prefieren desarrollarse sobre sustrato rocoso, afición que se denomina petrophytia.  Por su parte la planta se calificaría de rupícola, voz en este caso derivada de rupes (otra forma latina de llamar a la roca, que da a su vez el adjetivo rupestre aplicado a la pintura sobre piedra).

De los géneros que contienen la voz πτρα el primero que se presenta es Petrocallis, donde parece estar esa voz como primer componente.  El segundo me resulta más difícil de adivinar.  Leo en una página de la red que se trata de κάλλος /kál-los/ "belleza"; no lo veo claro, pero no tengo opción mejor.  Desde luego la Petrocallis pyrenaica es una hermosa florecilla: yo la he visto en el pic de Midi de Bigorre.

En cuanto a Petrocoptis, creo haber escrito ya aquí que el nombre de ese género se creó sobre el patrón de saxifraga: los calcos latinos de voces griegas abundan; aquí tenemos el caso inverso, el calco de una voz latina con elementos griegos.  Claro es que, mientras saxum se traduce en πτρα, el verbo frango se vierte con el equivalente griego κόπτω /kóp-too/ "cortar".  Esta etimología la provee correctamente Flora Ibérica.

Idéntico principio ha guiado la formación de Petrorhagia, aunque el segundo elemento es en este caso el verbo γνυμι /reég-ny-mi/ "romper", el mismo implicado en hemorragia (significa "ruptura de sangre", y quizá debiera haber sido angiorragia, ya que se refiere a la ruptura de un vaso sanguíneo).  En resumen, todos estos géneros son más o menos sinónimos de rompepiedras, que viene a ser el calco en castellano de saxífraga.

También está πτρα en el nombre del género Empetrum (y de su entera familia, las empetráceas): ἔμπετρον /ém-pe-tron/ significa más o menos "en la roca", esto es, "rupícola".  Ya en Dioscórides (4 14) el ἔμπετρον designa, en opinión de algunos, a la Pimpinella saxifraga. una umbelífera.  Pero el Empetrum nigrum no es una umbelífera; si no me equivoco, yo lo he visto no hace mucho en el Pic des Moines, con sus hermosas bayas negras.

Más o menos sinónimo del anterior es ἐππετρον /e-pí-pe-tron/ "sobre piedra": en griego, según Amigues, era el nombre del Sempervivum reginae-amaliae, que, si nos fiamos de wikipedia, es una de las cuatro subespecies del Sempervivum marmoreum (marmoreumblandummatricum, y el de la reina Amalia)

Formado a partir de πτρα está, en fin, el género πετροσέλινον /pe-tro-sé-li-non/, que es el del Petroselinum crispum (P hortense, P sativum), esto es, el perejil.  El perejil se denomina en griego, según Amigues, ρεοσέλινον /o-re-o-sé-li-non/ (σέλινον /sé-li-non/ "apio": ρεοσέλινον significa "apio de monte").

Puesto que πετροσέλινον significa "apio de piedra", Isidoro, obispo de Sevilla, propuso en sus Etymologiae (17 11 2) el neologismo petrapio, calco de la voz griega, para sustituir al helenismo petroselinum.  La idea no está mal, pero parece evidente que no obtuvo ningún éxito.

Me queda enumerar los nombres específicos basados en πτρα: tenemos el Erodium petraeum, la Hornungia petraea, la Quercus petraea y, en fin, el Ribes petraeum.  Seguramente habrá más, pero no los tengo registrados.

sábado, 26 de agosto de 2023

Púrpura y purple


En su último correo, Y.F. insiste en su idea favorita, repitiendo, con su habitual humor, que cuanto aquí escribo lo invento, sacando alegremente del magín fuentes y documentos.  No me atrevo a negarlo, pues ¿quién sabe cuánto de lo que uno ve, lee, piensa, escribe no es pura invención?  Pero acabo de mantener una de esas curiosas discusiones sobre colores (mi oponente defendía cierta opinión que juzgo errónea sobre el significado de púrpura), pues se da la casualidad de que en mi ociosa lectura de estos días encuentro documentado tal error.  Pues bien, cabalgaré de nuevo a deshacer tuertos, sean reales o fruto de mi sola imaginación.

En Personas decentes, novela de Leonardo Padura ambientada en la Cuba postfidelina, cierto personaje llamado Osmar viste indumentaria extravagante: en su primera aparición (página 85) ostenta "batón blanco", pendiente en la oreja, pelo teñido: aspecto que cierta literatura calificaría de equívoco, pese a su inequívoca significación.  Unas páginas más allá "Osmar había cambiado el color de su atuendo.  Del blanco había pasado a un violeta pálido" (página 133).  Mario Conde, el detective de esta novelita policiaca, se encuentra con él, y, en palabras de Padura, "el purpúreo Osmar lo invitó a pasar al comedor del apartamento".

Conque es "purpúreo", ¿eh?, un "violeta pálido"...  ¡Anda allá!  He aquí lo que se me ocurrió comentar, para desgracia mía, pues ese fue el origen de la tonta discusión veraniega.  Tonta, porque versaba sobre colores, que es asunto de lo más subjetivo que quepa imaginar.  Pero, al mismo tiempo, y quizá precisamente por su carácter subjetivo, encuentro que sería interesantísimo alcanzar con palabras una definición inequívoca de color: pero es no menos difícil que interesante aquilatar el significado de los términos cromáticos.

Una palabra como púrpura se presta, claro está, a más confusiones de las ya ordinarias en la lengua.  Pues se puede entender por tal, como mínimo, un molusco, una industria, un tinte, un color.  Yo me vi precisado a definir claramente el sentido de mi protesta: no me quejaba porque el tinte púrpura, el extraído de las cañaíllas, no pudiera tomar tonos violetas pálidos (que están, naturalmente, entre los que puede adquirir un tejido con tal colorante, fácilmente degradable como todos los de origen biológico), sino que tal color se diera como significado legítimo (tal como pretendía mi contrincante) de la palabra castellana púrpura.

Por supuesto, mi protesta es tiempo perdido, porque hace tiempo que el castellano dejó de ser patrimonio de Castilla.  Los significados cambian, y habría que precisar lugar y tiempo, lo que es poco menos que imposible.  Por otra parte, un cubano como Padura estará sin duda más expuesto al poder avasallador del inglés que un paleto mesetario, quien puede, no obstante, atisbar por dónde van las cosas, sólo con consultar la lista de colores que provee la wikipedia hispánica: ahí comprueba (creo que ya lo señalé aqui) que púrpura se ha convertido en mera traducción (y por ende sinónimo) del inglés purple.

Sin embargo, la palabra púrpura ha designado en los últimos siglos, en castellano (esta es mi opinión), un color menos pálido y más rojo, y lo mismo cabe decir de los correspondientes francés e italiano, pourpre y pórpora.  No se busque en diccionarios bilingües, porque los lexicógrafos, esclavos del significante más que del significado, de ordinario se prendan más de la forma de las palabras que de sus contenidos: difícilmente se hallará diccionario (o traductor) que dé para pourpre o porpora otra traducción que púrpura.  Pero define, por ejemplo, Zingarelli: pórpora: colore vermiglio; y el Petit Robert: pourpre, coleur rouge vif (en uso literario: como uso courant admite que el sustantivo se refiere a un rouge foncé, tirant sur le violet).

Para el castellano encontré un curioso apoyo a mi doctrina casera sobre el púrpura en el Dioscórides del doctor Laguna: hablando de la simiente de la Paeonia officinalis (libro 3, página 364 de la edición de Amberes, 1555), escribe el médico segoviano que "antes que esté perfectamente madura es roxa; y ansí como se va madurando, se vuelve púrpura, quiero decir roxa escura".  Es decir, un rojo denso, un rojo saturado, foncé.

Pero, en fin, son ganas de discutir.  Pongo ahí la simiente aludida por el galeno de su santidad (supongo que será la misma), de una imagen tomada en Fóia, en el Algarbe, en agosto de 2019.  Quién sabe si entre ese rojo y el negro no pasa por un auténtico purple.

martes, 22 de agosto de 2023

Demontre con las hierbas

Por si ya es poca mi familiaridad con los nombres llamados populares o vernáculos, me veo en la mayor perplejidad cuando trato de precisar el significado de "tomates del diablo": pues encuentro que además del Solanum nigrum (al que yo tenía por principal candidato a esa denominación), también llaman así al Cucubalus baccifer, una cariofilácea, y a otra solanácea más bien exótica, la Withania somnifera, cuyo nombre específico ya indica sus virtudes, mientras que el indio, ashwagandha según la wikipedia inglesa (para quien la planta es más bien asiática), proclama que apesta a equino.  Pues bien, las tres hierbas son, al parecer, "tomates del diablo".

Y acabo de encontrar una más, también solanácea, el Solanum linneanum, cuya diablería mitigan algunas páginas de la red con un diminutivo: "tomatillos del diablo".  ¡Cuánto demonio escondido entre las hierbas!

Como muchas gentes comparten la consoladora idea de que gozamos de la cariñosa vigilancia de un ser superior (superior también en su ubicación física: such ihn überm Sternenzelt, cantó Beethoven con las palabras de Schiller), nada extraña que, aunque sólo sea por equilibrio estético o justicia poética, nos crean sujetos a las asechanzas de un poder malévolo que hace juego, por la otra banda, con el benéfico lieber Vater: el maligno, el enemigo, el calumniador (que así se ha traducido el griego διβολος /di-á-bo-los/, origen de nuestra voz diablo), reside, como lo pide el equilibrio estético-teológico, en los bajos de este mundo, en las regiones inferiores, en el espacio que los romanos llamaban justamente inferi, y un poco más tarde inferni e inferna (siempre en plural), aunque los autores eclesiásticos se referirán a él ya en ese singular que nosotros hemos heredado: infernus.

El idioma demuestra que no miramos el mundo con razonable frialdad, sino con positivo o negativo apasionamiento: poco ocupados, en general, por entender, amamos y odiamos antes que nada.  De ahí que a las plantas que nos curan, o simplemente tienen una figura, unos colores o un aroma que nos agrada, las ensalzamos emparentándolas con célicas figuras ("varita de san José", "zapatitos de la virgen") mientras que a las que nos disgustan les encalomamos concomitancias infernales ("pepinillo del diablo", "higuera del infierno").  De nuestro escaso fundamento da cuenta, por ejemplo, el absurdo con que a esas hebras con que ciertos insectos planean las llamamos ahora "babas del diablo", ahora "hilos de la virgen".

La expresión "pepinillo del diablo" se ha aplicado al Ecballium elaterium; mientras que "higuera del infierno" ha sido apodo de Datura stramonium, que también ha recibido el de "berenjena del diablo" y "nueza del diablo", compartido este último con el Tamus communis. llamado ahora, por lo que veo, Dioscorea communis.

Redacto estas notas a partir de las tomadas en los últimos tiempos; en caso de sacar datos de internet habría para volverse turulato: acabo de ver que al Tamus o Dioscorea común lo llaman también (una de cal) "uvas del diablo" y (otra de arena) "sello de Nuestra Señora".  Yo tenía registradas las "uvas del diablo" como denominación del Solanum dulcamara, mientras que su pariente S nigrum recibía el de "tomatitos del diablo".  En fin, por no alargarme en vano haré constar que la "jara del diablo" es el Halimium atriplicifolium, el "nabo del diablo" la Oenanthe crocata, y el "estiércol del diablo" la Ferula assa-foetida, mientras que son, creo yo, los peculiares frutillos del Rhagadiolus stellatus los que han valido a éste el apelativo de "uñas del diablo".

No me cabe duda de que la muestra recogida en esta página es diminuta en comparación con el  volumen de diabólicos bautizos atesorado por el saber herbario en lenguas vernáculas.  Y claro es que no sólo la botánica, sino cualquier otra ciencia o paraciencia habrá sido asiduamente visitada por el maligno.  Ahora me estoy acordando de Algol, la estrella más brillante de la constelación Perseo, estrella que para los griegos representaba la cabeza de Medusa: una cabeza donde, quizá lo recuerde el lector, había serpientes en vez de cabellos, y era capaz de petrificar con su mirada al más pintado.  Pues bien, la astronomía árabe no supo interpretar el mito heredado de Grecia, y confundió la cabeza de la Gorgona con la del diablo, y así la estrella fue bautizada al ghul o ras-al-ghul, esto es, "el diablo" o "la cabeza del diablo".

Y como no temo aburrir al lector o a la lectriz, dado que puede irse de aquí cuando le plazca, alargaré un poco más este asuntillo, modestamente infernal, con un par de datos de zoología.  Porque el hipopótamo o caballo de río, de los grandes animales africanos el más peligroso para los Homines sapientes, fue bautizado por los egipcios con el nombre de pehemú que al parecer significaba "buey de agua"; dice la Biblia de Jerusalén (he olvidado anotar dónde) que ese nombre egipcio se convirtió en el hebreo Behemot, que significó "la bestia", y fue otro apelativo del enemigo de la humanidad.

Ahora bien, mi palabra favorita del Averno es aquella cuya etimología se ha buscado precisamente en el infierno, al que los griegos llamaban Tártaro, habitado, claro es, por el ταρταροχος /tar-ta-rúu-jos/ el "poseedor del Tártaro" (la palabra se forma con el verbo ἔχω /é-joo/, como daduco "portaantorchas", o cleruco "poseedor de una parcela").  Pues bien, el arqueólogo austríaco Rodolfo Egger propuso en 1930 esa palabra griega como etimología del castellano tortuga, del italiano tartaruca, y resto de parientes, basándose no sólo en hechos lingüísticos, sino en la consideración de animal demoníaco en que la edad media tuvo al pobre quelonio.  La hipótesis no deja de tener detractores (parece que las formas sincopadas, tortuga, tartuca, son más antiguas que las polisílabas), pero no me dirán que, como hipótesis, no es simpática y verosímil.

Al diablo con las dudas.

martes, 18 de julio de 2023

El pájaro de los cardos

 Una chica muy ducha en truchas pregunta por el Carduelis carduelis, alias jilguero: ¿cómo es que en todos los idiomas ha recibido este pájaro su nombre a partir del cardo, excepto en castellano?  Encuentro la mar de interesante la pregunta, que me recuerda cuánto se deben entre sí hierbas y pajaritos.  Pues en botánica abundan las denominaciones de origen aviar, desde las geraniáceas (bautizadas por garzas, grullas y cigüeñas) hasta la Silene flos-cuculi o "flor de cuco", pasando por el pampajarito y otras muchas que no voy a rebuscar ahora.  Porque tengo en la punta de la lengua la etimología de la palabra jilguero, comunicada, si la memoria no me falla, con el portugués pintassilgo que nombra a la misma ave canora, pero no acabo de recordarla bien.  Ahora, en casa, con la muleta de los librotes, la memoria se recupera de maravilla.

Dos rasgos caracterizan al jilguero: su relación con los cardos, y sus colores vivos.  Como señalaba la joven, los jilgueros se ven muy a menudo posados en los cardos, de cuyas semillas, precisó Ismael, se alimentan con gusto y habilidad.  Ese rasgo explica tanto su nombre zoológico, Carduelis carduelis, evidente derivado del latín carduus, como el que recibe en una porción de idiomas (no en todos, claro está).

Cardelina llamamos en Aragón al jilguero.  Caderneres los llama Gaziel en sus memorias: influido por el nombre aragonés, yo leía al principio cardeneres, que supongo es la forma original (conservada dialectalmente según la wikipèdia).  Chardonneret es el jilguero francés (de chardon "cardo" con la típica evolución gabacha de C- inicial a CH-).  El gran poeta italiano Luis Ariosto se compara en su tercera sátira (un menosprecio de corte) con pájaros que no soportan la cautividad:

                Mal può durar il rosignuolo in gabbia,
                più vi sta il gardelino, e più il fanello;
                la rondine in un dí vi mor di rabbia.

Según el Zanichelli ese gardelino es la primera documentación de cardelino, la forma ahora usual de llamar en Italia a nuestro pájaro.  (Por cierto que el fanello es, si no me equivoco, el pardillo común, y ese nombre se supone resultado de un *faganellus proveniente de fagus "haya".)  Incluso los alemanes acuden al cardo (Distel) en el nombre del jilguero: Distelfink o "pinzón de cardo" (aunque allí lo llaman también Stieglitz, préstamo, por lo visto, del checo).

Ahora bien, además de su afición a los cardos, del jilguero llama también la atención su colorido manto, en especial la brillante máscara bermeja y la amarilla pincelada alar.  Un amigo indicó que en la Rioja llamaban al pájaro "colorines" o "coloritos" (no recordaba bien), pero buscando en la red veo que la forma colorín para designar al jilguero está bastante extendida por la Península (aunque no falta quien sostenga con patrio orgullo que ése es el nombre que recibe en mi tierra).  Quizá la policromía explique también el nombre goldfinch que le dan los ornitófilos británicos: "pinzón de oro".

Pues bien, el rasgo cromático está en el origen de las palabras jilguero y pintassilgo, y ese origen, a su vez, nos conduce nada menos que al misterioso y lejano oriente.  (Suene en este punto, amigo lector, lectriz amiga, una ondulante melodía pentatónica, preferiblemente misteriosa.)

Se afirma en general que los romanos no conocieron a los chinos.  No sé a usted, pero a mí me resultan sospechosas las afirmaciones generales que toman por sujeto a "los romanos" o "los chinos".  ¡Anda, que no ha habido romanos ni chinos!  Como para meterlos a todos en un saco.  Con tantos, raro sería que no hubieran coincidido.  Consta que unidades enteras del ejército romano acabaron en el extremo oriente; y cabe imaginar que otro tanto sucediera al revés.  En cualquier caso, en la Roma de los césares abundaban eslavos y judíos, pero no hubo igual frecuencia de asiáticos del oriente extremo.

Ahora bien, sabido es que los chinos producían y exportaban seda, y esto desde el primer milenio antes de la era.  Esa lujosa mercancía, quizá el más rico tejido de la antigüedad, llegaba desde el lejano oriente hasta el Mediterráneo.  Parece ser que en tumbas del Cerámico (la necrópolis ateniense) hay sedas datadas en el siglo VI aE.  Qué se yo.  En cualquier caso, la ruta de la seda es anterior a Alejandro el macedonio.

Pues bien, como tantas otras veces, con la mercancía vino el nombre, y el de la seda proviene, si aciertan los que saben, del chino sii, que era al parecer como la llamaban los inventores; éstos, a su vez, fueron llamados por el nombre del producto que vendían.  Los griegos les decían σρες /sée-res/, que podríamos traducir por "chinos", y σηρική /see-ri-keé/ significaba alternativamente "seda", "chino" y "China".  Los romanos (entiéndame: al menos algunos, y probablemente no todos) llamaron Seres a los chinos, y serica a los trajes de seda.  El nombre duró mucho tiempo: aún el Libro de Alexandre llama seros a los chinos: alárabes e turcos, otros que dicen seros.

Ese adjetivo sericum /sée-ri-cu(m)/ origina la voz castellana para la seda, esto es, sirgo: sonoriza la K intervocálica, cae la I breve postónica; en cuanto a la E larga, no es raro que evolucione a I (como en cereum > cirio, completum > cumplido, racemum > racimo &c), pero es que ya en latín existe la variante siricus, de la que sirgo sale sin esfuerzo ninguno.

Y como la seda era antonomasia de la riqueza, y en los siglos medios riqueza era color (lo ha sido, en general, en toda la historia, hasta que la ciencia química y la industria alemana del tinte empezaron a abaratar los colorines del vestir, ya bien avanzado el siglo XIX), no es extraño que un pájaro de tan notable colorido recibiera, a partir de sirgo, el nombre de sirguero o "sedero", por el tejido que simbolizaba el lujo y el color otrora privilegio de muy pocos.

Nada hay que notar a sirguero como derivado de sirgo, con el añadido del sufijo -ero (tan vivo en castellano), pero a mí me hace gracia pensar que pudiera ser el resultado de sericarius, con lo que sirguero, silguero y jilguero habrían significado en origen "sedero", esto es, "vendedor de sedas" o "fabricante de sedas".

La forma se halla también en gallego (sílgaro, xílgaro), y en Portugués adopta la forma pintassilgo, en la que Corominas ve un cruce de sirgo con el nombre pintadillo que también recibió el pájaro, similar al de colorín arriba comentado.

Una curiosidad que no me resisto a consignar: serica da en francés serge, que nombró la tela de seda.  Pero luego, por una de esas curiosas evoluciones de significado, acabó designando a una tela basta, que pervive en castellano en la voz sarga: el lector aficionado a las artes recordará que en los siglos dorados de la pintura española sargas describía la pintura sobre ese material: con lo que de nuevo, como en el jilguero, vemos bien casados seda y colores.

En fin, que las flores toman nombres de pájaro, y también los pájaros nombres de flores.

jueves, 6 de julio de 2023

Hojas de borde espinoso

 Una simpática señora pregunta, con acento dulcemente platense, por el significado de la palabra aquifolium, que con el Ilex o acebo comparte una especie decorativa encontrada en mi pueblo, la Mahonia aquifolium.  Mira por dónde me entero así del nombre de esos arbustos del parque, a los que ya había echado yo el ojo aunque sin gran interés por conocerlos mejor (he conseguido restringir mi racismo a solamente las plantas ornamentales, en especial a las muy invasoras como la Cortaderia de la pampa o la Phytolacca americana).

Mientras improviso la respuesta, que creo conocer (al fin y al cabo las hojas del acebo son pinchosas, como las de la mahonia), un sordo malestar empieza a aquejarme: ¿no estaré metiendo la pata al atribuir a ese aqui- el significado de "pinchoso"?  En efecto, aqui- sólo puede significar "agua", como he hecho constar aquí en relación con la voz aquilegia "cangilón" o "recoge-aguas".

Ya en casa, comido aún por la duda, acudo al amparo de los diccionarios, refugio seguro para ganapanes de la filología como yo.  Y lo que aprendo me confirma en mi sospecha: aquifolium es una forma poco defendible de la más adecuada voz *acuifolium o acrifolium, donde aparece correctamente reflejada la idea de agudeza propia de la raíz *ak-, que indica "punta", "sumidad".

Esa raíz es muy productiva, y provee innumerables voces.  El latín tiene los sustantivos acus "aguja" y acies "frente de batalla", y los adjetivos acutus "puntiagudo" y acer acris acre "agudo", "picante" o "amargo".  La aplicación al sentido del gusto lo encontramos también en acidus "ácido" y en acetum "vinagre".  En el ámbito botánico la raíz la hallamos en acúleo, latín aculeus "espina", y en el adjetivo aculeatus.

En griego, por su parte, la punta de la ciudad recibe el nombre de acrópolis, y el de acróbata quien camina por las puntas; la misma raíz *ak- está en ἄκανθα /á-kan-za/ "espina" (étimo, como ya dijimos, del Acanthus mollis); y con vocalismo distinto aparece en ὀξύς /ok-sýs/ "puntiagudo": así que la especie de majuelo a la que Dioscórides llama ὀξυκανθα, así como los epítetos oxyacantha u oxyacanthoides que encontramos en un Crataegus y cierto gorgojo, son un poquillo redundantes.  También parece ser que explica ciertos topónimos orientales, allá donde llegaron los "pueblos del mar", por ejemplo el nombre del puerto fenicio de Akko o Akkon, que los cruzados cristianaron con la pía gracia de San Juan de Acre. 

Aclaremos que el acer "agudo" tiene A larga, mientras que el acer "arce" tiene A breve; esto no impediría establecer una relación entre ambos términos, pero no hay etimólogo serio que lo haga.   El nombre del arce en latín tiene un origen tan oscuro como el de la mayoría de nombres de árbol.

Así pues, nada justifica ese apéndice labial que representa la U en aquifolium.  Pero, por más que protestemos y condenemos las voces aquifolia y aquifolium, ambas están documentadas en textos clásicos; y en Plinio, según los diccionarios, designan al acebo.  Para Meillet aquifolium se explica a partir de *acu-folium.  Puede ser.

Ahora bien, la voz castellana acebo (y las galaicoportuguesas de acibo, azevo y azevinho) reposan, como señala Corominas, no sobre aquifolium (de donde se esperaría un castellano *agüebojo o algo similar) sino sobre una forma *acifolium, sin esa molesta U, probablemente incorrecta.

En cuanto a agrifolio, sinónimo de acebo, deriva de acrifolium, y caben pocas dudas de que ésta es una corrección tardía, en las que se basan el aragonés crébol y el catalán grèvol.

Cuestión distinta es por qué el botánico atribuyó al acebo el género Ilex, cuando el latín ilex designaba a la encina.  Bubani se queja de Lineo por cambiar el género Aquifolium en Ilex (Aquifolium in Ilicem, en el prólogo de su flora pirenaica).

De hecho, la voz castellana encina proviene (como ocurre a menudo en el caso de los árboles) del nombre de la madera de roble, esto es, del adjetivo ilicina (sobreentiéndase materia "madera": este es el origen, asimismo, del nombre de Lecina, el pueblo oscense caracterizado por un hermoso ejemplar de Quercus ilex).

Si me preguntan mi opinión, yo diría que la juntura ilex aquifolia (que se encuentra en la Naturalis historia de Plinio, 16 32: parvae aquifoliae ilicis "de la pequeña encina de hojas pinchudas") no designa el acebo, ni mucho menos, sino nuestra coscoja o Quercus coccifera.

Pero Alá es más sabio.

viernes, 9 de junio de 2023

Dufour, à travers un siècle

 La primera noticia sobre León Dufour me llegó, creo, con los Recuerdos entomológicos de Fabre, quien cita largamente las páginas donde "le savant des Landes" cuenta cómo cazó en Valencia, en mayo de 1812, una tarántula, y la domesticó hasta el punto de que acudía a comer de su mano las moscas vivas que el doctor le facilitaba.  (Quizá ese relato se refleja en la escena carcelaria de Tais-toi entre Depardieu y Reno.)

Luego, por una página sobre viajes de botánicos, supe que Dufour había escrito unas memorias y, como aficionado a este género literario, anduve buscándolas sin éxito.  El otro día, en cambio, por sorpresa, una librería francesa me las prometió y, en efecto, en pocos días tuve en mis manos Souvenirs d'un savant français.  À travers un siècle (1780-1865), con el sello editorial Hachette y de la Biblioteca Nacional, que han reimpreso la colección de escritos autobiográficos de Dufour publicada en 1888 por sus hijos.

Pues en verdad la edición recoge escritos de circunstancias y finalidades diferentes, por lo que el conjunto resulta muy desigual: sólo la primera parte fue redactada como unas memorias, aunque no destinadas a la publicación sino, así lo explicita, para uso de la familia.  Dufour interrumpió abruptamente su redacción en 1862, con ochenta y dos años, al morir su amigo el general Durrieu: quién sabe si este militar no fue el lector ideal de Dufour, pues en el fondo escribimos para un par de amigos, cuya ausencia deja sin sentido la escritura.

Leyendo estos souvenirs he caído en la cuenta de que Dufour fue maestro de Fabre en algo más que entomología: el brillo de la descripción, el estilo ágil y a la vez rico en detalles, que caracteriza al profesor de Aviñón, ilumina ya las páginas del médico de Saint Sever, lugar donde León Dufour vino al mundo.  He disfrutado mucho con estas páginas, que dan una imagen de cuerpo entero de este médico, dotadísimo para la ciencia y la observación, y a la vez hombre bueno y de excelente humor, sobre todo ese humor blanco, y a veces un poco marrón, que gasta el galeno con su paciente.

Así pues, en 1789, la revolución francesa en marcha, el pequeño León tiene nueve años, y enseguida sabremos que tiene también los ojos muy abiertos, una curiosidad omnívora, buena memoria y talento narrativo.  Traduzco, para muestra, unas páginas de sus recuerdos de infancia:  "En el 93, se alzó la guillotina en Saint Sever, sobre la plaza del Tour-du-Sol, y a plena luz fueron allí ejecutadas veintidós personas...  He visto los repas republicains: cada familia era obligada a comer al aire libre, ante la puerta de su casa; se veía uno constreñido a no comer muy bien, por no ofender la miseria pública...  Los grandes banquetes llamados repas civiques tuvieron lugar varias veces en el paseo público de Morlanne, cuando a nuestras puertas llegaba la noticia de alguna hazaña parisina: cada ciudadano aportaba su modesto condumio, y lo depositaba en largas mesas rústicas dispuestas al efecto.  He asistido de niño a tres o cuatro de éstos: los chillones demagogos se hacían los amos de estos banquetes."

"La iglesia parroquial se llamó entonces Temple à l'Être suprême.  En el 93 yo he visto esta inscripción sobre el frontón de la puerta mayor: El pueblo francés cree en el Ser supremo y en la inmortalidad del alma, idea caída políticamente de la boca del famoso convencional Robespierre.  No obstante, se crearon las Diosas de la libertad: se las paseaba por el pueblo sobre un pavés triunfal, tocadas del gorro frigio, precedidas de la banda, rodeadas de una muchedumbre de todo sexo y edad, sobre todo muchachos, en cuyo número todavía me contaba.  Tras esta procesión republicana... la diosa entraba en el templo y quedaba allí expuesta a las miradas ávidas de sus escasos fieles, que fingían una especie de adoración.  Entonces un coro vocinglero entonaba la Marsellesa, y al versículo amour sacré de la patrie nos arrodillábamos".

Me encanta esta versión, para mí nueva, de una revolución francesa en provincias vista con ojos infantiles.  "Mi madre, tachada de aristócrata, figuró entre los sospechosos; mi padre fue exceptuado porque era el médico gratuito del hospital y de los pobres; a menudo le he oído decir que esta excepción le avergonzaba, en atención a que la medida había afectado a toda la gente honrada".

Veo que si me dejo llevar copiaré aquí todo el libro.  Es que es interesantísimo, sobre todo en estos recuerdos de infancia, tal vez porque no los esperaba.  Luego Dufour se enroló en el ejército que metieron en España los napoleónicos subterfugios, y en Madrid le alcanzó la rebelión del dos de mayo: con esta parte de las memorias sí contaba, pero aun así el relato de lo vivido en España por un francés sin responsabilidades militares no tiene desperdicio, porque aplica al fenómeno histórico su hábito de científico, avezado a anotar sobre plantas e insectos.

Carácter de notación científica tienen los retratos que salpican el texto de Dufour, otro de sus atractivos.  He aquí una pequeña muestra.  De Cuvier, l'Aristote de nos jours, escribe: "era de talla mediana, cuerpo grácil a principio de siglo, aunque luego cogió quilos; cabello rubio, liso, ralo, nariz larga, boca grande, vista baja, rostro ovalado, alargado, grave, palabra fácil".  Agustín de Candolle "era más o menos de mi edad, pequeño, moreno, de barba y cabellos negros muy espesos, de aspecto meridional y macilento aunque de Ginebra, fisionomía seria, fría y hasta un poco ruda, de buenas maneras y excelente educación".

Retratos rápidos, briosos, eficaces:  Ramond "tenía en 1802 cincuenta y dos años, una talla por debajo de la media, cuerpo ágil, fisionomía móvil, eminentemente espiritual, conversación amable e instructiva"; y remata con esta pincelada: "este académico era de tal susceptibilidad cuando leía sus memorias en el Instituto, que a menudo lo he visto pararse en seco si no se le prestaba completa atención".

Claro está que el de Lagasca figura entre estos retratos, ya que "hicimos juntos muchas y fructíferas excursiones botánicas" por las cercanías de Madrid.  Cuando "las provincias se rebelaron", Lagasca salió de Madrid para enrolarse en el ejército de Andalucía: "carácter muy exaltado en política o en patriotismo, lo que ha perjudicado singularmente su carrera".

Y se añaden los de muchos otros, Fabricius, Duméril, Carnot, Saint Bernardin, Moncey, Suchet, Thiers, Guizot...  Pero no abusemos.  Voy a concluir con un par de plaquettes de su experiencia en la guerra de independencia: se apreciará cuán excelente pareja hace la prosa de Dufour con los aguafuertes de Goya.

El 22 de noviembre de 1808 "vivaqueamos en un olivar frente a Milagro.  La noche era fría: ¡qué guerra cruel se declaró a este árbol símbolo de la paz!  Veinte minutos bastaron para destruir cien olivos que en llegar a su apogeo exigen veinte años de cultivo inteligente.  En la guerra, los sentimientos de humanidad y de respeto por la propiedad no son más que teoría: ante el rigor del frío, el jardín de las Hespérides se vería fatalmente condenado a las llamas".

Tras el desastre de Bailén, los franceses se apresuran a cruzar de nuevo Guadarrama, esta vez hacia el norte, y Dufour va con la tropa:  "Nuestros soldados, pese a la retirada, rompen, saquean, matan sin piedad; el espanto les precede, la destrucción les acompaña, el odio y el ansia de venganza les siguen.  Los campesinos arruinados y maltratados se refugian en las montañas y se vengan en los soldados aislados: en una garganta de Somosierra se hallaron cinco corazas en el camino, y más abajo los cadáveres de los coraceros".

Y por último este cuadro de la toma Tarragona, en junio de 1811, que entona con los Desastres de la guerra:  "¡Que espectáculo atroz!  Los miles de cadáveres mutilados que obstruyen las calles, el barro sangriento que ensucia el pavimento, los techos hundidos por el incendio no son el aspecto más penoso de esta escena de desolación; lo es esta mujer desgreñada, los ojos atormentados y delirantes, el rostro de una espantosa palidez, que con paso inseguro implora el socorro de cualquiera que no sea soldado; lo es esta infortunada criatura, viva aún sobre el seno de su madre agonizante: he aquí los episodios más crueles de la toma al asalto de una ciudad".

En fin, un párrafo más, que dice mucho, en lo que niega, sobre lo que significó, también a los ojos de este buen doctor, el paso por la península del ejército francés:  "Mi botín de guerra durante mi campaña de casi un septenio no consistió en cajones de duros de oro, ni en lingotes de plata, ni en piedras preciosas, ni en cuadros valiosos.  Simplemente he recolectado paquetes de plantas y cajas de insectos, despojo del suelo español que nadie me disputó jamás, y que a nadie costó ni una queja ni una lágrima".