domingo, 13 de octubre de 2024

Andrés Laguna II

Mucho conservamos de Laguna, pero lo que más me gustaría tener en la mano es una carta autógrafa que conserva (espero) el archivo de Simancas: escrita en Augsburgo, a 7 de julio de 1554, en ella, con humor, narra al embajador cesáreo en Venecia, Francisco de Vargas, su actividad de botánico práctico, no interrumpida ni en el curso del viaje de Venecia a las orillas del Danubio:  "Me detuve cinco días en Trento, discurriendo como cabra por todas aquellas montañas, en las cuales hallé raros simples, y no poco importantes a la vida y a la salud humana.  Ayer, que fueron seis del presente, llegué a esta ciudad de Augusta..."

Quiso Marcel Bataillon demostrar, en su memorable ensayo sobre Erasmo y España, que había sido Andrés Laguna el autor del Viaje de Turquía.  Si lo consiguió o no, es, en mi opinión, asunto secundario, y bien puede mantenerse anónimo el relato de los peregrinos fugados de Constantinopla; para nuestros efectos, no se merma el mérito literario de Laguna con hallar otro autor para el Viaje.  Véase con qué gracia arremete, médico él, contra "ciertos infortunados que, con hacer professión de médicos, son tan ignorantes de la historia medicinal que si les preguntáis del myrobálano qué es, os dirán que cebolla albarrana: y con todo ello los veréis andar por las calles muy entonados, y llenos todos de anillos, como de tropheos de los tristes que derribaron": pasaje que preludia y anuncia las bromas contra médicos de nuestros clásicos del siglo áureo, lectores del segoviano.

Por no alargarme citando más páginas de Laguna, terminaré con un paso de su traducción de Dioscórides, en la epístola nuncupatoria a Felipe II, con una loa del idioma castellano y la prueba de su conciencia de traductor, "viendo que a todas las otras lenguas se había communicado este tan señalado author, salvo a la nuestra española, que o por nuestro descuido, o por alguna siniestra constelación, ha sido siempre la menos cultivada de todas, con ser ella la más capaz, civil, y fecunda de las vulgares".



¡Oh devoto botánico, oh botánica devota que visitas Segovia!  No olvides rendir culto a nuestro doctor, y visita piadoso su tumba, que está en la iglesia de san Miguel!  Sí, en la mismísima plaza mayor; sí, la mismísima donde Isabel de Trastamara fue proclamada reina en la santalucía de 1474.  Allí encontrarás la capilla cuya foto está en la última entrada, y con más detalle en ésta, volcadas las imágenes porque mejor leas la inscripción puesta por nuestro humanista, y veas el blasón que quiso lucir ante la posteridad.

Y, para que no aduzcas ignorancia de la lengua latina, ejerceré de destebrechador y romanzaré sus conceptos:  "Al mayor y mejor dios.  Al insigne médico doctor don Jacobo Fernández de Laguna, muy ilustre por su ciencia y su piedad, quien sin pausa esforzóse diligente, cuanto pudo, por llevar ayuda y auxilio a los segovianos, hasta que lo detuvo envidiosa muerte: sucumbió el 9 de mayo de 1541.  Su hijo Andrés Laguna, caballero de san Pedro y médico del sumo pontífice Julio III, vuelto de Italia tras la muerte de su indulgentísimo padre, puso esta capilla para sí y para los suyos, año de 1557".



Es el blasón un bajel con velas desplegadas, buena imagen del exiliado en este océano de la vida, caprichoso y sin horizonte.  Observa cómo la cimera, coronada con una imagen de peregrino jacobeo, corrobora el simbolismo odiseico (lo que sirvió a Bataillón, entre otras cosas, para sostener su autoría del viaje turco).

Como buen humanista de su tiempo, buen helenista como acredita su traducción de Dioscórides, Laguna escribe en las filacterias dos frases en el idioma de Ulises:  "Muéstrame el camino, señor" (salmo 25 6), y "Tu espíritu me guiará" (salmo 143 10).

Y, precioso remate, un hermosísimo dístico elegiaco resume su actitud ante la muerte.  No es original de Laguna (la idea está ya en la Antología palatina, y ha sido usada por otros en diversas formas); pero nuestro segoviano da con él muestra de gusto exquisito:

                                   Inveni portum.  Spes et Fortuna, valete.
                                         Nil michi vobiscum.  Ludite nunc alios.

"Llegué a puerto.  Esperanza y fortuna, adiós.  Nada tengo con vosotros.  Ahora, tomad el pelo a otros".

sábado, 12 de octubre de 2024

Andrés Laguna


 Hace poco pasé unos días en Segovia, una de las poblaciones más agraciadas por la naturaleza y por la historia, y no dejé de saludar al acueducto, de recorrer sus hermosos templos, y de pasear las deliciosas orillas de Eresma y de Clamores.  Pero como ahora me han nombrado fitofilólogo (y yo me tomo muy en serio los títulos, en especial los honoríficos), a las habituales visitas he añadido esta vez una de cortesía a la casa del más ilustre segoviano, y santo patrón de los fitofilólogos, el doctor Andrés Laguna.

En efecto, Segovia, que hace unas décadas apenas se acordaba de este médico de papas y emperadores, honra hoy su memoria con una estatua (si ésa es honra, según son algunas de mediocres, tirando a deplorables) y muestra una de las viejas casas de la ciudad como cuna de nuestro doctor ilustre.  La casa tiene su encanto, y merece la visita.

El atractivo de Laguna radica, para mi gusto, no ya en su ciencia botánica, sólida y vasta, sino en gran parte en el placer que proporciona su escritura, siempre interesante y vívida, llena de experiencia.  Así, ya en el prólogo de su traducción de Dioscórides ejemplifica el peligro de errar en la identificación de especies con lo que padeció "en Roma la desdichada Turqueta, muger harto conocida de aquella corte; porque como estando los días passados muy flaca de una fiebre continua, cierto médico de los más eminentes la ordenase la tal confección, para corroborarla el estómago y los vitales espíritus, al cual effecto es principalmente apropriada, luego la cuytadilla, en beviéndola, como si hobiera bebido algún rejalgar, o cualquier otro presentáneo veneno, con cien mil espasmos, vascas y paroxismos, dando a su criador el ánima, se despidió desta luz, no sin grande admiración y espanto de algunos médicos que a la sazón allí nos hallamos presentes..."

Mérito no menor del sabio botánico Pío Font Quer ha sido el haber apreciado la prosa de Laguna, y recogido en su Dioscórides renovado, sin extractar, sino con todo su natural y vigoroso aliento, muchas de las descripciones y anécdotas del segoviano; y aun pienso que aprendió de él no poco de la fuerza y plasticidad en la escritura.

Así, quien quiera leer por entero la historia de Turqueta no tiene más que abrir el Dioscórides del sabio catalán sub voce "tapsia".  Y s.v. "higuera" encontrará una divertida anécdota, a propósito de la facilidad de digestión de los higos secos, ocurrida al marinero portugués Jorge Pérez en un tormentoso viaje en barco de Ruán a España, en que iba nuestro doctor de pasajero; graciosa anécdota que aprovecha Laguna para citar el dicho luso morra Marta, e morra farta, equivalente aproximado del castellano "de perdidos, al río".

Y no sólo anécdota jocosa, sino también prueba de racionalidad en asunto de brujería, nos la da el segoviano (y puede leerse en el Dioscórides de Font Quer s.v. "belladona") con los comentarios a propósito de una supuesta bruja, cuyos viajes y tratos diabólicos interpreta como fantasías inducidas por la droga; claro es que, de paso, narra el doctor una chusca historia de cuernos.

Copiaré aquí otro cuento, casi un chiste (en el estilo incruento de los chistes de galenos), que dice Laguna haber presenciado en Metz, donde fue médico durante cinco años, de junio de 1540 a junio de 1545.  Allí tuvo que enfrentarse con un episodio de peste, en 1542; ese mismo año publicó en Estrasburgo su experiencia en un Compendium curationis praecautionisque morbi passim populariterque grassantis, que él mismo tradujo en buen castellano unos años después como Discurso breve sobre la cura y preservación de la pestilencia.

Pues bien, "en cierta botica de Mets, residiendo yo en aquella ciudad, fue ordenada una medicina que llevaba cantáridas, para cierto novio impotente; y juntamente otra de cañafístola, para refrescar el hígado y los riñones del guardián de la orden de san Francisco, febricitante.  Y aconteció que, trastrocándose los brebajes por yerro, el novio (el cual bebió la del fraile) pusiese aquella noche del lodo, y aun peor, la cama y la novia; y el fraile por otra parte, que tomó la del novio, anduviesse por todo el convento, como podéis bien pensar, hecho un endemoniado, que no bastaban pozos, ni aljibes, ni estanques, para le resfriar".

Un cuento blanco, propio de médicos: algo marrano, ligeramente obsceno, blandamente anticlerical, simpático en suma.

viernes, 11 de octubre de 2024

Una mañana

 Mis planes para el fin de semana se han ido a la porra: ni una actividad se ha salvado.  Heme, pues, ante un viernes libre de compromisos.  Estoy perplejo.  La libertad total es incómoda.  ¿Qué elegir?  ¿Me voy a alguna ciudad, a ver libros y museos, como pretendo hace días?  Pero sale una mañana luminosa y fresca; tonto sería dedicarla al volante.  Aparto los periódicos (qué asco, tanta noticia de corruptelas), subo a la meseta y aparco junto a la virgen de los Remedios.  Daré un largo paseo hasta Noviercas, que también llevo tiempo deseando.

Perezoso como soy, comienzo el paseo con lo puesto; pero a los cien metros me veo obligado a regresar: con el humor de las yerbas, se me han empapado los calcetines.  Por fortuna llevo las botas y repuesto seco en el coche.

Los alrededores de la ermita, todo robles jóvenes y peonías, están muy floridos en mayo y junio.  En octubre, en cambio, flores, pocas.  Algunas peonías ostentan los demoníacos colores de su fruto: negro profundo y carmín brillante, como el cachidiablo de Borja.  Las merenderas van de capa caída, aunque alguna hay rozagante, en pleno vigor.  ¿Esos qué son?  ¿Solano negro?  Y los de cogollo amarillo y lígulas malva deben de ser ásteres.  En cambio los helicrisos exhiben capítulos secos sobre tallos secos.  Pero hoy no tengo el alma clasificatoria; me resigno a mi ignorancia y paso entre los robles.

Un ave da un grito y sale veloz, alarmada.  Es grande; me ha parecido un águila perdicera, pero a punto fijo no lo sé.  Un ovni, en suma, si es que ovni significa volátil indeciso.  (Pero todos sabemos que no, que ovni significa, uuuh!, marciano por lo menos.)

El suelo está lleno de hongos: ha llovido mucho las últimas semanas.  Unos licoperdos enormes, y otros pequeños, rúsulas de color fresa, y otras pálidas, con el sombrerillo abullonado.  En una zona de abundantes cardos, donde hay también capitanas, crecen unos champiñones grandísimos (amanitas no son, porque no tienen anillo): curiosamente forman en círculo, como las senderuelas.

El año parece que ha sido bueno para los robles: tienen muchas bellotas, y además son bellotas orondas, pesadas, casi obesas.  También abunda en fruto el escaramujo; me sorprende ver que muchos de ellos están flácidos, como si hubieran caído ya un par de heladas: aprietas un poco la panza de la úrnula y sale un chorrito de ese delicioso puré rojizo.

Hay una soledad, un silencio que me encantan.  Qué raro no ver ningún corzo, como es tan frecuente por aquí.  Quizá hasta me salga el lobo, que según dicen ronda esta comarca.  Me acuerdo de la historia que me contaba mi abuela, cuando le salió el lobo, de regreso con la leña a lomos del burro: y cómo tuvo que interponerse, ¡para defender al burro, claro!  (Ella era, cuando contaba esto, una viejecita chiquitilla, arrugadilla, con todas sus prendas negras, negras como sus vivos ojos.)

El cielo está hermoso, ni muy alto ni muy bajo: en su elevación justa.  Azul pálido, nubecillas rosadas, cirros por aquí y por allá, algo más densos los cúmulos por la parte de Aranda.

He salido de la zona de robles, y aquí el terreno está raso, gran parte de él labrado para cereal, o en barbecho.  Ahora el anfiteatro de montes en torno es enteramente visible: detrás, el Moncayo y el Tablado; enfrente, a la izquierda, el cerro de santa Bárbara y la sierra de la Bigornia; a la derecha, el Madero y la Cascarrera.

Si llego hasta el pueblo serán diecisiete kilómetros; un poco largo para no llevar ni agua.  Así que atajo en dirección norte.  Un pájaro me observa, curioso, desde un arbusto: no lo distingo bien contra el sol, pero por el color del pecho, y por lo bien que aguanta mi cercanía, es un petirrojo.

Cruzo la carretera general y subo la cuesta caliza de enfrente.  Un pequeño insecto me amenaza desde el tomillar: es ese escarabajito que levanta su culito como si fuera un alacrán; peleón, pero bastante inofensivo.  Qué valentía.

Un bando de perdices huye con ruidoso aleteo a ras de ladera.  Subo cabizbajo, y el magín se distrae con las noticias.  Y con la sorpresa de ayer, cuando quise en vano enseñar a una amiga una grabación del doctor Laporta, muy crítico con la política del gobierno en torno al covid, y resulta que la han borrado "porque infringía las normas de la comunidad de Youtube".  Hay ahora más censura que hace cincuenta años: no toleran la disidencia y no se avergüenzan de borrar.

Desde arriba la vista es espléndida: parece que Noviercas se toca con la mano.  Aquí el silencio está manchado con el ruido de los autos que pasan allá abajo, por la carretera, y el continuo rumor de los molinos de la Cascarrera, el zumbido monótono de aspas de los erguidos generadores de electricidad.

Bajo por el lado nordeste.  Enfrente aparece una extraña imagen: una especie de mástil de barco, pintado de blanco, y una cofa, también blanca: dos marineros, se diría, sobresalen del pretil.

Hace rato que voy sin senda.  La ladera está bastante pelada, pero abajo se ha cubierto de zarzas; igual tengo que dar un rodeo.  Pero no: hay paso franco, y abajo un arroyo seco se deja cruzar sin dificultad.  Subo hasta las ruinas de una paridera y desde allí comprendo el misterio del barco anclado en el páramo: es un camión con un brazo elevador, y los operarios deben de estar reparando los cables de alta tensión.

Ya cerca del camión, se lee el epígrafe humorístico:  "Trabajos en tensión".  Los obreros, tanto los de la cofa como uno que en el suelo mide a zancadas no sé qué, tienen rostros andinos.  No hacen caso de mí, y tampoco me esfuerzo en saludar, aunque paso sólo a unos metros de ellos.

Más abajo aún, llego a un vallejo todo verde, como que la grama ha rebrotado con alborozo con las lluvias y la buena temperatura.  Aquí ha debido de haber cultivo hasta hace poco: apenas hay piedras, y el suelo, mullido, está taladrado por centenares de toperas.  Entre las hierbas corren grandes autopistas de hormigas, vacías esta mañana.  (Deben de estar ahora en los hormigueros, afanadas, preparando la fiesta del Pilar, que es mañana.)

Enfrente, a contraluz, se ven corros de robles, todos juntitos, de la misma edad: yo sospecho que se trata de rebrotes de la raíz; imagino que cada corro debe de ser un mismo roble, multiplicado en retoños de la misma quinta.

Ya me acerco de nuevo al Araviana, cuando se cierra otra vez de zarzas el paso.  Pero aquí hay sendero, sea obra de corzos, de jabalís, o de contribuyentes a la hacienda pública.  Y un poco más allá, una vaguada, que ha debido de cruzar no hace mucho un rebaño de ovejas: estas burócratas de la cañada han estampado con tanto ardor sus sellos sobre el limo que no hay un palmo libre de sus huellas bífidas.

Por entre los robles veo una nave moderna.  Hay pacas de heno envueltas en plástico blanco, un tractor, ovejas en un redil: un par de docenas a lo sumo.  Un joven les echa unas brazadas de lo que me parecen hojas de roble, bajo la mirada de un bello perro ovejero.  Seguro que el perro me ha detectado, pero no hace ni caso de mí, y no quita ojo del muchacho; cuando éste se vuelve, el perro salta con entusiasmo infantil.  Es un animal muy guapo: tiene un ojo azul pálido, y el otro de color de miel.

El joven me saluda con gesto simpático.  Mono de trabajo, rastas.  Por pegar la hebra, hablo de la abundancia de setas.  Ay, sí, dice: pero igual abundancia hay, ahora, de seteros: manadas enteras de buscadores del hongo.  Es un año muy bueno, también, de bellotas; por lo visto en años pasados apenas hubo.

El lugar se llama corral de las vacas.  Hay muy pocas ahora, antes hubo más.  Y tiene unas pocas ovejas, para ir recuperando el terreno.  El hombre se explica muy bien; en su conversación aparecen vocablos sabios: biodiversidad, suelo silíceo, terreno calcáreo (y señala la loma de donde he bajado)...  Es biólogo; trabaja con vacas de raza autóctona, dan prelación a la calidad sobre la producción masiva.  ¿Y dónde vendéis la carne, si no es indiscreto?  Me da un teléfono: con él puedo entrar en el grupo de guasap e incluso hacer pedidos.  Me llamo Ángel, dice, ¿y tú?  Qué tipo tan majo.

jueves, 3 de octubre de 2024

De pulimentos y calzones II

 Con el fin de rematar el asunto de las calzas, los calzones, las calcetas y los calcetines (palabras todas ellas descendientes, creo haberlo mostrado, de la voz latina que significa "calcaño", sin reparar en que algunas de esas prendas ya hace tiempo han perdido trato con el recio remate del pie), quiero recordar que en botánica hay también terminología derivada de calx "talón".  Habrá asimismo, supongo, derivados de calx "piedrecilla", "cal"; pero ahora centrémonos, estamos con el talón.

De calceus deriva también calceatus, al que corresponde en castellano la voz calzado.  El mismo calceus "calzado" proporciona el diminutivo calceolus "zapatito" (yo he leído en alguna parte, que no recuerdo, la voz calceolum para significar la modesta pantufla, la zapatilla de andar por casa).  Calceolus es, ya lo habrá advertido usted, el específico del Cypripedium calceolus, mencionado en otras páginas, cuyo nombre lineano podríamos traducir por "zapatito planta de Afrodita".

Dicho sea de paso, quien quiera ser fino latino deberá pronunciar calceolus así: /kal-ké-o-lus/, y así calceatus: /kal-ke-á-tus/; en cuanto a las calcea y las calceata medievales, pronúncielas usted como le dé la gana.

Permítame un breve comentario sobre esa voz medieval, calceata, o calciata, que se presume (con razón) origen de la voz castellana calzada (usada hoy en particular para las vías romanas: éstas en latín clásico no se llamaron de otro modo, que yo recuerde, sino viae, o viae stratae).  La voz calceata "carretera" es controvertida, pues no es evidente si trae origen en calx "talón" o en calx "cal"; pero estoy seguro de que usted se hará una idea más precisa de las calzadas romanas viendo esa conferencia del enlace, interesantísima en mi opinión y que pulveriza merecidamente no pocos lugares comunes erróneos sobre las vías romanas.

Vuelvo al género Cypripedium.  Definido por Lineo en 1753, aún recibió después otros nombres, como Calceolus, Calceolaria y Cypripedilon (πέδιλον /pé-di-lon/ significaba "sandalia", "suela" y una porción de cosas más).  Ahora bien, el segundo de ellos, Calceolaria, lo atribuyó Lineo a un género distinto: la mayoría de sus especies, como se puede ver en la wiki, tienen origen en América del Sur y poseen flores llamativas, muy similares en general a las del chapín de Venus.  Este género lo tenía yo anotado como escrofulariácea, pero la wikipedia le otorga familia propia, la de las calceolariáceas.

¿Qué significa Calceolaria?  Pues su forma latina le habría permitido significados variados: por ejemplo "cajita para guardar zapatos"; o "esposa del zapatero" (calceolarius, en latín); o "zapatera", naturalmente, no se me enfaden: estaba yo pensando en tiempos pretéritos, donde la hembra no se había apoderado o, como dicen ahora, empoderado.  En resumidas cuentas, tenemos ahí el sufijo -arius, tan productivo, y que da tantos dobletes castellanos, como denario y dinero, palmario y palmero o solitario y soltero.

¿Qué significa zapatero?  Pues "mueble para guardar zapatos", o "fabricante de zapatos", o "vendedor de zapatos", o "insecto que...": la lengua abre puertas a los significados, y luego el uso (el capricho de los hablantes, para ser claro) las cierra.  Si calceolarius hubiera sobrevivido en castellano, al zapatero lo llamaríamos hoy, seguramente, calciolario o calzolero, palabras que la RAE no registra.  (Acabo de mirarlo, por si acaso; se lleva uno cada sorpresa...)

Por último, y para rematar el asunto, al menos por ahora...

Las espuelas son objetos importantes en el mundo ecuestre, y tienen relación con nuestro asunto por adaptarse, normalmente, al talón del pie, al carcaño o al hueso calcáneo, si usted prefiere decirlo así: por esa razón reciben el adecuado nombre latino de calcaria o, en singular, calcar.  Lo menciono porque encuentro en la terminología botánica varias especies con el adjetivo calcaratus, que si no me equivoco es un cuasi participio (no existe, que yo sepa, el verbo calcarare) con el significado de "espolonado", "dotado es espuelas" o "dotado de espolones".  Usted juzgará si se adapta este significado al Origanum calcaratum, al Stylidium calcaratum o a la Vicia monantha ssp calcarata.  Por mi parte acabo de ver en la red un vídeo en que se muestra en todo su esplendor la Nepenthes bicalcarata: esta carnívora parece una de esas que se dibujaban en los tebeos de mi infancia, porque exhibe un par (como lo pide el bi-) de temerosos colmillos.

miércoles, 2 de octubre de 2024

De pulimentos y de calzones

 Se me acumulan asuntos, y cada día estoy menos disciplinado.  Respondo ahora a un par de cuestiones pendientes, a propósito de algo que escribí aquí.  Una de ellas es de contenido botánico, pero la otra es de orden general, de historia de la lengua, y por tanto no corresponde enteramente a estas notas.  Sin embargo estoy, o más bien soy, poco disciplinado (lo advertí de buen comienzo) y además confío en que no carecerá de interés para alguna lectriz o algún lector de estas páginas.

La primera cuestión es relativa al adjetivo laevigatus que anoté hace unas semanas.  Habiendo mencionado el adjetivo levis (con I larga; en botánica ortografiado laevis), habría sido oportuno indicar que, junto a los géneros con específico laevigatus (o laevigatum, o laevigata), existen otros cuyo específico es laevis (o levis: "pulido").  Así ocurre con la Jasione laevis, de lindas flores azules, o con el Ulmus laevis u olmo blanco o temblón que tengo visto, me parece, en Asturias.

También se llamó laevis, y aun laevigata, la que ahora más bien llaman Cordia sebestena, un arbusto o arbolillo cubano que encuentro entre mis papeles, he olvidado por qué.  Por la wiki me entero de que Lineo dedicó este género al agrostólogo alemán Valerius Cordus, o Valerio Cordo, muerto en Roma con veintinueve años, en 1544, de los efectos combinados de la malaria y la coz de una caballería.  Triste final de un botánico del que tengo ahora primera noticia, así como de la palabra agrostología que por lo visto nombra la especialidad en poáceas.  Se me hace raro no haberla oído antes, rodeado como estoy de competentes agrostólogos (o graminólogos).  En la grama queda todo, pues Teofrasto llama γρωστις /á-groos-tis/, al parecer, al Cynodon dactylon.

La otra cuestión parte de la observación de un amigo que pone en duda (finge poner en duda) la vaguedad o imprecisión de las palabras, vaguedad que tan a menudo señalo, y que de sobra conoce quien se vea a menudo forzado a consultar diccionarios.  En lugar de argumentar, pondré un ejemplo de desplazamiento semántico que me hace gracia por ser, a su vez, un curioso desplazamiento indumentario.

La voz latina calx designa el talón, esto es, el extremo posterior del pie, sólido y mullido a un tiempo, útil para chafar (calcare: por ejemplo uvas, ya que estamos en la temporada) y protegido por el calzado (calceus).  En latín calx también significa "piedrecita" y "cal", de ahí calculus "chinita", calculare "hacer cuentas con chinitas", etc.  Pero no se me despiste, amigo; céntrese: estamos en calx con el valor de "talón del pie".

Nada tiene de extraño, pues, que un sustantivo derivado de calx, esto es, calceus /kál-ke-us/ designe lo relacionado con esa parte del cuerpo, y en particular el calzado.  Dirá usted, ¿y por qué no los calcetines?  Primo, se afirma que los romanos no usaban calcetines; secundo, los romanos usaban unos pedules (la voz deriva de pes "pie") que bien pudieran ser calcetines, aunque se discute si fueron zapatillas o polainas...  Pero céntrese, amigo, no se me despiste: estamos hablando de calceus, y calceus designó si duda el vestido del pie, y ya en alta edad media encontramos la voz calcea para designar las calzas (palabra ésta que deriva de aquella), variante de los calcetines cuya moda introdujeron en el sur de Europa, se dice, los germanos, gente bragada pero friolera de pies.

Y vamos a ver, si el frío aumenta, ¿no es lógico que las calzas crezcan en grosor, y suban en altura?  Claro es que las calzas no suben ni bajan, no se estiran ni se engordan: debe usted imaginar que no hablamos de estas calzas o aquellas, sino del calcetín abstracto, del calcetín histórico, de la idea Calcetín, y ha de verlo usted subir o bajar haciendo uso de su fantasía y contrayendo a unos instantes el paso de los años y de los siglos, como cuando la pantalla muestra pasar las nubes de todo un día, rápidas, atropelladas, en sólo unos segundos.

Pues bien, ya puestos en situación, imagine usted que el clima empeora (hay sospechas de que el cambio climático no es cosa de ahora): qué más lógico que con el aumento del frío la calza medieval trepe por la pierna: hela ahora por la rodilla, hela subiendo un poco por el muslo...  Quizá viene un período cálido y desciende de nuevo y se aliviana, pero, ¡cuidado!: llega una pequeña edad del hielo y héteme la calza de nuevo ascendiendo, ascendiendo, he aquí que rebasa el muslo, se aproxima ya a esas regiones de interés que la pudibundez llama nobles y saluda con la expresión salva sea...

Ojo, amigo, no se me despiste: céntrese en la prenda, las calzas: ha visto que, con el paso de los tiempos, ya no protegen sólo el pie, sino la pierna entera, y aun las nalgas y sus alrededores.  Unas calzas tan crecidas, tan elevadas, ¿acaso no merecen un respeto, un título más autorizado, una designación más rotunda?  Cierto, y helas aquí enriquecidas con el aumentativo, y hechas calzones.

Dice Corominas que en el siglo XVI dividióse el calzón en dos prendas, una arriba (el calzón propiamente dicho) y dos abajo, las calcetas.  En esto mi confianza en el sabio lexicógrafo no es ciega; no obstante, es fácil comprender que para verano o entretiempo se usaran calzas más ligeras, y menos elevadas: ahí tiene usted las medias calzas, esto es, calzas modestas, calzas muy miradas, que no aspiran a las etéreas regiones del culo, y se quedan a mitad, en esa región donde nuestro cuerpo es dual: pongamos que se quedan a medias, y sólo llegan a las corvas o a las rodillas.  Esa expresión, medias calzas, explica que, decapitado el sustantivo, aparezcan las medias, nombre que entre los peninsulares designa una prenda femenina, pero también se aplicó al viril calcetín, y no me desmentirán los porteños, que aún hablan de medias en lugar de calcetines (y los lameculos reciben allí el nombre de chupamedias).

Ahora bien, yo contemplo a nuestros ancestros, sean medievales o renacientes, con esos hermosos calzones de tobillo a cintura, como los que lucen los bandidos del Oeste en sus ratos de asueto, y nada me cuesta imaginar cómo, emancipados del pie, pueden los calzones acortarse, de nuevo de abajo arriba, y cómo el extremo inferior se aleja, paulatinamente, de los tobillos, de modo que ya sólo cubren de cintura a rodilla, ya de cintura a medio muslo, ya se acortan más aún (vamos llegando a los tiempos modernos) y ciñen sólo el espacio entre cintura e ingles...  ¿Tan menguadas prendas merecerán aún el noble nombre de calzones?  Nada de eso: del viejo aumentativo saquemos un diminutivo, y héteme inventado el calzoncillo.  ¡El diminutivo de un aumentativo!  Cosa más tonta.  Pues así es el idioma.

Velay: una palabra que aludía al calcañar acaba designando una prenda colgada un metro más arriba.  ¿Podrían esos curiosos cambios producirse si los significados de las palabras fueran precisos e invariables?  Dejo al amable lector, a la lectriz curiosa, el cuidado de reflexionar sobre este grave problema.

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Picris

 Un hermano del convento pregunta por el origen de la palabra Picris y, oficioso y bien criado como soy, me apresuro a dedicar a este asunto unas pocas horas libres de que dispongo, y soltar lo poco que sé, buscar algo de lo mucho que no sé, y dejar ver, ay, qué remedio, lo muchísimo más que ignoro.

Aquel, para mí, es el nombre genérico de la Picris echioides, plantita que pulula por sí misma en los alrededores de mi pueblo, no en gran abundancia, pero la suficiente para dejar ver cada temporada las curiosas brácteas, erizadas de espinillas, que ciñen sus cabezuelas.  Busco en la red, mientras escribo esto, y me entero de que Picris echioides es el basónimo (de Lineo, año 1753), y ahora wikipedia prefiere llamarla Helminthotheca echioides (L) Holub. 1973.  No somos nada.

Ya que estamos, diré lo que podéis ver mejor en la wikipedia: el témino Helminthotheca se debe a Zinn, 1757, y encuentra justificación en el decorado vermiforme de las cipselas (explicación y foto en la wiki, s.v. helminthotheca): la voz procede del griego λμινς (genitivo λμινθος) /hél-mins hél-min-zos/ que significaba, si no me equivoco, "gusano" en general, y en particular "gusano intestinal" (tenemos esa voz en términos de biología como helmíntico, nematelminto, platelminto &c).  Así, podríamos traducir Helminthotheca como "cajita con decoración vermiforme" (en alusión a las cipselas, palabra que, por cierto, significa originalmente "cajita").

Porque el segundo elemento de Helminthotheca lo conocemos bien por nuestras voces biblioteca, discoteca, ooteca &c: contiene la raíz -θη-, del verbo τθημι /tí-zee-mi/ "poner", con la que el griego clásico formó θήκη /zeé-kee/ "cofre" "cajita", el lugar donde ponemos las llaves y los maravedís (y también el lugar donde, con suerte, acabarán por ponernos a todos: "ataúd", "tumba").  De esta misma raíz mi palabra favorita es ἀποθκη /a-po-zeé-kee/ "armario", voz de curiosa fortuna en las lenguas modernas, porque...  Qué caramba, voy a dedicarle un párrafo a la ἀποθκη.

Para recordar cómo las consonantes sordas latinas (P, T, K) cuando van entre vocales se vuelven sonoras (B, D, G) hay un memorialín que dice: PeTaCa da BoDeGa; pero yo siempre he preferido sustituirlo por apoteca da bodega, porque es la pura verdad: la palabra greco-latina apotheca es nuestra castiza bodega (con la sonorización de las tres oclusivas sordas).  Pero es que además da en italiano bottega, en francés boutique y, por supuesto, la franco-española botica, donde el tradicional boticario proporciona simples y medicinas: se cierra así el círculo y volvemos a la botánica (todavía hoy en Rusia las farmacias son nombradas con aquél término griego, convertido hoy en algo así como aptiéka).  Todas esas palabras derivan, podríamos decirlo así, del verbo τθημι, y son parientes próximos, por ende, de la Helminthotheca, alias Picris.

Ahora bien, ¿de dónde sale esa voz, Picris?  Pues se encuentra ya en Teofrasto, en la misma forma exactamente (salvo el acento): πικρς /pi-crís/.  La cuestión ardua es, como de costumbre, aquilatar el sentido: ¿qué planta es la πικρς del epígono de Aristóteles?  En su edición de la Historia plantarum Amigues sostiene que se trata de una chicorée amère, precisamente la Crepis zacintha (L) Babcock (o Zacintha verrucosa Gaertner), una compuesta al parecer bastante común.

Por lo demás, pocas dudas caben de que el nombre πικρς a su vez emparienta, o deriva, del adjetivo πικρός /pi-crós/ "amargo", de modo que la pícride (esta sería la forma castellana de Picris) llevaría en su propio nombre la nota de amargura.

Πικρς falta en Dioscórides, creo, pero a cambio lo tenemos en la enciclopedia de Plinio, quien al clasificar las lechugas menciona una amara... quae picris nominatur... ipsa toto anno florens; nomen ei amaritudo imposuit "[lechuga] amarga... que se llama pícride y a su vez florece todo el año; su amargor le dio nombre" (Historia natural 21 105).

Encuentro en la farmacopea de Teodoro Prisciano (un médico del siglo IV de la era) una picra, medicina a base de áloe, que debió de ser muy amarga (del áloe sale el acíbar, y acíbar es otro nombre del áloe).  Quizá se trate de la misma que la edad media conoció como hiera picra (aunque he visto por ahí que alguno atribuye este medicamento a Galeno): el llamarla hiera "sagrada" sugiere que se le atribuyeron propiedades poco menos que milagrosas, y lo mismo se deduce de la difusión del nombre por gran parte de Europa en las formas deturpadas jira pigra, hière picre, jirapliega (ésta última en España) y unas cuantas más.

En los nombres botánicos encuentro al menos un Urospermum picroides y una Reichardia picroides (ésta es quizá la ὑποχοιρίς que prestó su nombre a la Hypochoeris): en ambas el específico parece aludir a la semejanza con la Picris.

En cuando a echioides (sin duda, como picroides, con el sufijo -oide "con aspecto de", del que ya he escrito algo aquí, creo) sospecho que el parecido en este caso es con el Echium vulgare; ¿o con otro Echium?  Pues no lo sé a ciencia cierta.

He aprovechado para buscar en la red el ácido pícrico, que me suena de no sé qué, y encuentro con sorpresa que ha sido base de muchos explosivos de uso militar, sobre todo desde fines del siglo XIX, y comercializado después como melinita.  Imagino que así pícrico como picrato (nombre de sus sales) también habrán salido de la lengua griega; ahora bien, no he encontrado el porqué.  ¿Son acaso de sabor amargo las sales de ácido pícrico, o éste mismo?  ¿Estalló un plato de estas sales en las narices del investigador, amargándole la tarde?  ¿La compleja investigación comportó gravísimas dificultades y llevó al pobre químico por la calle de la amargura?  ¿O bien la creación del fulminante, además de ganarle una medalla, le proporcionó un buen capitalito, con el que comprar un pisito en la playa e inaugurarlo con vermú y amarguillos de Alfaro?  Ars longa, ay, vita brevis.

sábado, 14 de septiembre de 2024

De cebollas y de ajos

Estuve el otro día en la sierra Cebollera.  ¿Hay buenas cebollas en la sierra Cebollera?  ¿Por qué se llama así?  ¿Es una cepullaria, como se dice de la Garcipollera?  ¿Y está documentada esa vallis cepullaria o es una invención de etimólogo, como tantas otras?  ¿Acaso Cebollera adapta una denominación incomprendida a una forma más familiar, como hacía mi vecina llamando inflarrojos a los infrarrojos, o mi niña cantando el de la mula gorda en lugar de la mula torda?

He aquí las vacuas reflexiones a que se entrega el filólogo aficionado retozando por esas soledades.  Las palabras son nuestro patrimonio y nuestra cárcel: por ellas entendemos el mundo, si bien en realidad, ay, apenas comprendemos ni siquiera las palabras, y nuestro cavilar queda en tierra de nadie: ni alcanza la realidad hosca ni se libra a la fantasía con franqueza y desenvoltura.

Ahora que me divierto más que nunca en fatigar diccionarios, más que nunca me doy cuenta de lo antinatural que es esto de visitar cementerios de palabras (así los veía Cortázar).  ¿Qué parte del censo ejerce esta práctica extravagante?  ¿Uno de cada diez mil ciudadanos?  ¿Uno y medio?  Es actividad, desde luego, innecesaria, al menos para el lector: se puede degustar por entero la literatura marinera sin saber qué sean obenques, imbornales o bauprés, del mismo modo que se tragaba uno de niño la historieta del capitán Trueno ignorando el exacto sentido de bergante, arrapiezo o sarraceno.

Para lectores tiernos, quiero aclarar que El capitán Trueno es un tebeo del pasado milenio, y el héroe epónimo una especie de supermán áptero y castizo, bravo como león y devoto como doncella de la doctrina, y sumamente proclive (¡oh siglo fanático y malcriado!) a degollar musulmanes.  En cuanto al pasado milenio, esa época tenebrosa tenía sin embargo sus ventajas: por ejemplo, los editores especializados en infancia no exigían de sus autores circunscribir su léxico a quinientas palabras, y los niños recibíamos en el cole pastillitas de literatura cuidadosamente dosificadas, pero en ningún caso, que yo recuerde, deterioradas por el piadoso adaptador, convencido hoy de obrar bien poniendo tonto en vez de necio.

Hora es ya de confesarlo: durante mucho tiempo creí que piafar era algo así como "relinchar con impaciencia" (y acaso ya tenía engullido todo Dumas y medio Dostoyevski), y en toda mi infancia no recuerdo haber abierto un diccionario de español.  Leo ahora As crónicas de Lobo Antunes (que os recomiendo), y por este párrafo simpatizo con el novelista portugués:  "Durante séculos presumi que samovar era o equivalente russo da cimitarra de Salgari, que eu também nâo sabia o que era mas o parentesco incomprensível bastava-me".

Desde luego, nos basta el parentesco incomprensible: ni siquiera necesitamos entender con precisión lo que decimos o lo que oímos.  Hablamos y entendemos por aproximación; quién sabe si no es preferible así.  Me divierte, en cualquier caso, anotar cuanto mocosuena leo u oigo, como los ya célebres del truhán, con su ostentóreo, y de la bella, con su candelabro: "explosión de indignidad", escribía hace poco un periodista (supongo que quiso decir indignación); ¿buscaba la voz hemostáticas el que habló de "las inconfundibles manchas hipostáticas del cadáver"?; un memorialista reciente afirmó que "la parada cardíaca había sido inminente" (¿por fulminante, quizá?); "el Greco, topónimo aparecido hacia 1800" (esta precisión, ojo, es de un académico de la RAE); "las conversaciones están en un estado primigenio" (una ministra del actual gobierno); "los periodistas, estupefacientes con las palabras del ministro" (en la radio, hace cuatro días)...  Como ahora anoto estas cosas en el ordenador, ignoro cuántos cuadernos llenarían...

Claro es que en la viva voz estos solecismos son aún más disculpables.  En todo caso podemos decir, evangélicos, tire la primera piedra quien esté libre...

Pero vuelvo a la sierra Cebollera, y a la laguna Cebollera, linda laguna glaciar cercana a su cumbre.  Había por allí un terreno enteramente colonizado por un ajo, el Allium victorialis.  Mis compañeros, entendidos en flora, identificaron la especie.  Para hacerse notar, el fitofilólogo se alzó de puntillas y levantó el dedito monitorio:  ¿Cómo que victorialis?  ¿No será más bien victoriale, ya que Allium es neutro?

¡Ay!  La red, la ubicua y ominosa red, y el maldito gúguel, martillo de pedantes, dio la razón a los entendidos en flora y tapó la insolente boca del fitofilólogo.

¿Pero habrá gente más enemiga de dar su brazo a torcer, habrá nacido raza más terca que la de los filólogos?  Apenas llegué a casa me puse a rebuscar, por ver si daba con el origen de este nombre específico.  Sólo si se tratase de un sustantivo sería correcta la forma victorialis: de tratarse de un adjetivo, lo correcto sería únicamente victoriale.  El motivo lo conocían los seminaristas del pasado siglo, que aún aprendían el célebre memorialín:  Los en -um, sin excepción, del género neutro son.  Y nótese que Allium es un sustantivo en -um.

La idea de que victorialis sea sustantivo quizá la sostiene la wikipedia inglesa: afirman ahí que es traducción del alemán Siegwurz, literalmente "raíz de la victoria", debido a no sé qué supersticiones de mineros de Bohemia, fiados en este ajo contra los malos espíritus (en la senda de Polanski y Bram Stoker).  Por desgracia mis diccionarios ignoran por completo esa voz tudesca, aunque parece que "raíz" en alemán es Wurzel y no Wurz.  Ahora bien, una búsqueda de Siegwurz en la red sugiere que se trata del Gladiolus communis y no de ajo alguno.

Ya no entro en cuál sea el Gladiolus communis, porque yo tengo visto el G illyricus y, en el intento de aclarar si es el mismo o no, he descubierto profusión de nombres y de indecentes cruzamientos entre ellos, de manera que dejo esa escabrosa cuestión a los probos botánicos, que sabrán darles su merecido.

Por fortuna, y para mi júbilo, hallé en otra fuente, mucho más fiable en mi opinión, indicios de tratarse de un adjetivo.  Hablo de las memorias de León Dufour.  Me fío de él por varias razones sólidas: la primera porque me cae bien; la segunda porque era un competente botánico; la tercera porque, como médico doctorado en la facultad de París a comienzos del siglo XIX, sabía más latín, casi seguro, que cualquier fitofilólogo de nuestra época decadente.

Pues bien, he aquí lo que dice el docto doctor León Dufour:  "Je ne dois pas oublier de mentionner aux environs d'Aix la montagne de la Sainte-Victoire; elle a son renom botanique, car le grand Linné lui dédia d'Upsal l'Allium victoriale et le Plantago victorialis" (Souvenirs d'un savant français pág. 75s).  Según eso, sin duda, es un adjetivo, derivado del topónimo Santa Victoria, la montaña provenzal tantas veces representada en los lienzos de Paul Cézanne.

Cuesta mucho pensar que victorialis sea otra cosa que un adjetivo derivado de victoria (o Victoria).  Siendo así, como Plantago es femenina (véase P alpina, P crassifolia, P asiatica, P maritima &c) le corresponde la forma victorialis; pero al neutro Allium le corresponde la forma neutra del adjetivo, esto es victoriale, como lo escribe Dufour.  He tratado de hallar otros ejemplos con el Allium pero la inmensa mayoría de los ajos lleva adjetivos en -o (A album, A flavum, A rotundum, A sativum &c) y el único que he encontrado con adjetivo en -i (tipo victorialis) es el Allium vineale (vineale es el neutro de vinealis "de viña").

Con propósito de resolver el asunto recurro a Flora Iberica, pero allí nada dice sobre la voz victorialis (aunque está muy acertadamente indicado el acento en la A).  Se comprende: ¡hay tanto que escribir del ajo, la cebolla, el puerro!  La exclamación va sin asomo de ironía: repasen, repasen, si no, el interesantísimo ensayo que dedican allí al ajo y la cebolla.

Por cierto que no encuentro en mis papeles otros vegetales, aparte de los ya mencionados aquí, cuyo nombre botánico contenga esos adjetivos, vinealis o victorialis.

En fin.  Yo procuro dejar en buen lugar el latín botánico, porque tengo muchos amigos en este negocio y quiero llevarme bien con ellos.  Pero, queridos, lo de Allium victorialis suena francamente horrible.

sábado, 24 de agosto de 2024

Templanza y temperamento

 Pocos habrá que no relacionen la palabra temperatura con la voz tiempo (como ya ocurría hace veinte siglos con tempus y temperare) y, sin embargo, parece ser que no hay conexión alguna entre ambas voces.  Digo, conexión etimológica, porque en la semántica de algunos idiomas modernos es evidente que han tendido a arrimarse y confundirse: así, en español mismo, tiempo vale "duración" y a la vez "condiciones atmosféricas".

En latín, desde luego, no corren parejas pues, aunque aparentan salir de la misma cepa, mucho se apartan los campos semánticos de tempus ("duración", "ocasión", etc.) y de temperare (la palabra a la que intento prestar algo de atención), que básicamente significa "mezclar".  Ahora bien, a diferencia de miscere /mis-kée-re/ (que también vale "mezclar", pero con valor general e indefinido), el verbo temperare implica la medida, la idea de mezclar ingredientes en grado preciso, hasta alcanzar un punto exacto.

Pongamos leche a calentar.  Ay, nos hemos pasado: está demasiado caliente.  ¿Qué hacer?  Fácil, se añade leche fría.  ¿Basta ya?  No, echa un poco más.  Ahí está, en su punto: la temperatura deseada.  Llamamos temperatura al grado preciso obtenido con la mezcla; pero la palabra designaba en origen la acción misma de mezclar (en el grado preciso).

Los viejos romanos, que no bebían el vino puro, sino aguado, con el verbo temperare designaban la delicada operación de añadir agua al vino (o vino al agua, que no lo sé a punto fijo) hasta el óptimo deseado.  Naturalmente, algunos eran parcos en agua, o generosos en alcohol: de ahí que temperies (el nombre del punto de mezcla) fácilmente adquiera un sentido moral; pero en principio temperies se refiere a la mezcla misma.  Y cuando no se habla de vino, sino de atmósfera, la temperies es la combinación de aire frío y caliente que da al día su cualidad específica: hace bueno, hace malo.

Muy del campo es nuestra voz tempero, que no alude al tiempo o a la estación o a la oportunidad (sentidos que conducirían al latín tempus), sino a la deseada combinación de agua, tierra y aire en el suelo que ha de recibir la semilla: una vez más hablamos de mezclar con prudencia, de temperare.

En pintura desde antiguo se emplea este verbo, porque pintar supone una operación delicada: el pigmento, para añadirse al pergamino, al leño o al muro, ha de ser mezclado en justa proporción con alguna sustancia que le dé cualidad y permanencia, como ya lo sabía el prehistórico artista mural cuando amasaba hollín con grasa animal para llenar su cueva de bisontes o (como redundaba cierto profesor de la facultad zaragozana, especificando el sexo) "vulvas femeninas".

A menudo pienso que el conservador de un museo, o la comisaria de una exposición, o el acólito fiel pero de cacumen escaso al que le encargan los tejuelos, no sabe lo que se hace cuando escribe al pie de una obra témpera o pintura al temple.  Adviértase que, no sólo con arreglo a la etimología, sino también con el más elemental sentido común, al temple es cualquier pintura, salvo quizá el pastel, e incluido el óleo (que no es más que temple al aceite, de linaza si es el caso).  Todo color ha de ser templado, sea el temple saín, yema de huevo, caseína, agua, cola, emulsión acrílica...  Templar, sí, esto es, mezclar medio y pigmento en la proporción ideal.

Templar (templar es el resultado castellano de temperare) tiene también su vertiente musical: se añade o se quita un centímetro a la caña, o tensión a la cuerda, o al parche; en suma, el instrumento se tiempla (o se templa, si usted lo prefiere así).  El temperamento fue cosa importante en el siglo de la música (hoy menos, diría yo) y Bach le consagró la colección de preludios y fugas del wohltemperierte Klavier.

Y, casi sin salir de lo musical, si de lo que se trata es de rebajar la tensión en una reunión conflictiva, lo oportuno es templar gaitas.

El gaitero mismo, y la conservadora del museo, y el hombre de las cavernas, cada uno de nosotros es también una mezcla: somos, si nos atenemos a la vetusta doctrina de los humores, un combinado de sangre, flema, bilis negra, bilis amarga.  ¿Que la mezcla es equilibrada?  Salimos personas templadas.  Pero, ¡ay, si algún humor predomina y se impone!  Saldremos entonces sanguíneos, o flemáticos, o biliosos, o melancólicos: ahí está, esa será nuestra mezcla (esto es, nuestro temperamento): ella nos define y condiciona.  Temperamento: mezcla de humores en el grado preciso (para formar un carácter).

En griego, el verbo que corresponde a temperare es κεράννυμι /ke-rán-ny-mi/ "mezclar con medida" (porque también el griego posee un verbo "mezclar" de significado general, μείγνυμι /méig-ny-mi/).  Las palabras emparentadas con κεράννυμι a menudo presentan el radical *kra- (con A larga), acaso su forma más primitiva.  En filología aún hoy gastamos la voz crasis para designar la mezcla y confusión de dos vocales (o más) en un solo sonido.  Pero ya en griego crasis significó la mezcla ponderada, y en particular esa mezcla de humores que define un carácter.  (A Galeno de Pérgamo se atribuye un tratado sobre los caracteres humanos conocido como περὶ κράσεως "Sobre el carácter", aunque en rigor podríamos traducir "Sobre la mezcla".)

Como era de esperar, esa misma raíz *kra- "mezclar con tino" proveía el nombre de la vasija en que los griegos mezclaban agua y vino, esto es, el κρατρ /craa-teér/, que nosotros hoy llamamos más bien cratera (y se esdrujuliza, sin ton ni son, en crátera).  En latín crater significaba la misma vasija, pero ya Plinio emplea la palabra para señalar la caldera de un volcán, lo que hoy llamamos cráter (con el acento del nominativo latino; crater sería más respetuoso con la norma general).

La mezcla, o más bien el resultado de la mezcla, recibe también el nombre (añadido el prefijo σύν) de σύγκρασις /sýn-kra-sis/: también esta palabra significa "temperamento".  Y combinada con el adjetivo διος /í-di-os/ "particular" "peculiar" (presente en nuestras voces idiolecto idioma, idiota &c) tenemos la forma ἰδιοσυγκρασα /i-di-o-syn-kra-sí-aa/, ya documentada en el siglo II de la Era (al menos) con el significado de "temperamento peculiar de un individuo".  Todo es mezclar, poner en su punto.

Si algún lector ha llegado hasta aquí quizá se pregunte qué tiene todo esto que ver con la botánica.  ¡Por favor!  ¿Quién puede sostener que la temperatura y la botánica no tengan estrecha relación?  ¿Y acaso no nos han llevado nuestras cavilaciones a la pintura al óleo, este insigne derivado del Linum usitatissimum?

En fin, confesaré que al comenzar a escribir pensaba que no faltarían voces botánicas emparentadas con temperare.  Ahora sospecho que me he equivocado.  Al menos no las he encontrado.  Quizá nos salven, ya que filológicos meandros nos han conducido a ellos, miscere y μείγνυμι: del primero tenemos el participio mixtus "mezclado" que se encuentra en binomios botánicos (Carex mixta, Hieracium mixtum, y también mixtiforme, Nepenthes mixta y al menos una Pedicularis, una Saxifraga, cuatro o cinco más).

En castellano tenemos un doblete derivado de mixtus: al latinismo mixto (con el significado del original y algunos más añadidos, v.g. "cerilla") se contrapone la forma vulgar mesto, que he oído a mis botánicos favoritos aplicar a mestizos del reino vegetal (mestizo es un derivado de mesto, claro está).  Eso nos llevaría al honrado concejo de la Mesta, a los mostrencos, y a los mustang que corretean por las praderas de Arizona, pero dejemos por ahora ese ramal.

En cuanto a μείγνυμι, o μίγνυμι, se me ocurre apomixis, palabra cuyo significado no me atrevo a dar aquí: sólo diré que la palabra no es clásica, que yo sepa, y está formada con μξις /mí-xis/ "acción de mezclar" (ésta sí es clásica) y el prefijo ἀπό /a-pó/, de separación o alejamiento: significaría algo así como "mezcla con separación" o "mezcla a distancia".  En el diccionario de botánica de Font Quer podrá el lector encontrar muchas palabras que empiezan por mix-, si bien la mayoría no tienen que ver con μξις "mezcla" (que en latín se escribiría mix-), sino con μύξα /mýk-sa/ "moco" (que en latín se escribiría myx-).

Y para concluir, y puesto que hablamos de mezclar, esta idea siempre ha tenido su vertiente sexual (¿cuál no, al fin y al cabo?), y no menos el temperare latino que el castellano templar: en cierta novelita cubana, titulada Mirando espero (me la regaló el autor, Justo Vasco, conmovido por mi arroz a la paella), alguien se tiempla a la vocalista; y ahí, en el español caribeño, tenemos oportunidad de ver el diptongo IE en el lugar que le corresponde, el de la E breve tónica latina.

miércoles, 17 de julio de 2024

Levigatus (o laevigatus)

 El pasado día 12, en el curso de botánica pirenaica (que organizan AEET y el IPE de Jaca), me preguntaron qué significa laevigatus, adjetivo que especifica a una serie de plantas (Xavier Font contó en un momento no recuerdo bien si trece o catorce).  Mi balbuciente respuesta fue errónea, pues me arrojé al campo de laevus "izquierdo"; y ahora pago mi atolondramiento (¡con lo fácil que hubiera sido callarse o decir no sé!) respondiendo aquí con más documentación y menos balbuceo.

Como no dispongo de tiempo para mitigar mi ignorancia botánica, mi respuesta de momento se refiere exclusivamente a la lengua latina.  En efecto, encuentro en mis papeles una Biscutella laevigata, un Lathyrus laevigatus, un Trifolium laevigatum y, en fin, unas cuantas hierbas más con este nombre específico (también algún arbusto, como la Crataegus laevigata), pero para mi desgracia conozco poco estas plantas y soy incapaz de juzgar, por tanto, en qué medida el adjetivo mencionado describe o no sus caracteres.  Dejo, pues, esta tarea al lector o lectriz con conocimientos botánicos, y aquí me limito a la cosa idiomática.

Hay en latín clásico dos levigatus: uno, con E larga, significa "pulido" o "liso"; el otro, con E breve, significa "aligerado" o "ligero".  Puesto que la nomenclatura biológica ha optado por escribir AE en lugar de E, doy por supuesto que en esa nomenclatura está representado el primero, y no el segundo.

Por si no lo he escrito ya en estas páginas (al menos no lo encuentro), quiero aclarar que, sobre todo a partir del renacimiento, se generalizó el uso del dígrafo AE para indicar la cantidad larga de la E en el caso de palabras homófonas o donde la oposición larga / breve fuera significativa.  Así, por ejemplo, Erasmo escribía nae para distinguir la afirmativa ne "desde luego" de su homófono ne "no"; y con la ortografía laevis evitaba confundir el adjetivo levis "pulido" (con E larga) y el adjetivo levis "ligero" (con E breve).

Ni que decir tiene que este recurso gráfico, AE por E (que la botánica ha conservado, con buen criterio por lo que a la claridad se refiere), era de gran interés práctico en una época en que el latín, recuperado su papel de lengua de intercambio comercial y científico, era objeto de enseñanza desde la niñez más tierna para los (pocos) muchachillos que gozaban de preceptor y educación.

¡Ojalá hubiera sido posible ese simple recurso con otras vocales!  ¡Cuántos estudiantes han picado y picarán, por culpa de las largas y las breves!  Si hasta el mismísimo fray Luis de León (que era un latinista formidable) cayó en esa trampa tendida por la lengua latina, al traducir el salis avarus de la oda II 18 por "avariento de sal": como escribió don Marcelino Menéndez Pelayo, en su Biblioteca de traductores españoles, "inadvertencia notable fue tomar la segunda persona del verbo salio [salis con I larga: "saltas"] por el genitivo de sal [salis con I breve: "de sal"]" (p. 310).  Eso nos consuela a los marmolillos de este siglo: ¡si san Pablo cayó, y cayó fray Luis!

En suma, pues, el laevigatus de los binomios lineanos significa "pulido"; o en femenino laevigata "pulida"; y en neutro (género que no tenemos en castellano pero sí existe en latín), laevigatum.

Ahora encuentro un escarabajillo con el mismo apellido, la Ablattaria laevigata, y la traducción que proponen en la guía Delachaux de coleópteros (le silphe lisse) confirma el significado que propongo para laevigatus.  Pero, como dije arriba, dejo a la prudencia de los lectores valorar esa cuestión.

Aprovecho la ocasión de celebrar el magnífico curso de "Flora y vegetación de los Pirineos: ecología, diversidad y conservación de la vegetación", que sostienen la Asociación Española de Ecología Terrestre y el Instituto Pirenaico de Ecología y está a punto de cumplir la treintena, puesto que este mes de julio ha alcanzado su vigésimo novena convocatoria.  Aparte del excelente material humano, entre alumnos y profesores, que en él se reúne, ¡en qué maravillosos parajes transcurre!

sábado, 1 de junio de 2024

Erinus


 Hace poco, en Fuente del Arco, ante el auditorio donde nuestro amigo Fernando de Frutos describió con amenidad cómo el Cypripedium calceolus embellece un rincón de Sallent de Gállego, me llamó la atención una plantita que brotaba valiente de entre los baldosines de la acera: así tuve el honor de ser presentado a ese modesto ser de la imagen, la Campanula erinus, que me saludó con sus delicados tallitos erizados de tiernas espinillas y, no sé bien por qué, me dejó enamorado.

¿Qué es lo que hace que, entre varias mujeres hermosas, sólo esa de aspecto poco estimulante, más bien delicado y tristón, despierte tu ternura?  (Donde digo mujeres, ponga usted varones, o botijos, o lo que más le pluguiere.)  En fin, que he caído en las redes que me tendió la Campanula erinus, y ahora voy por ahí suspirando, tratando de encontrarla por todas partes, de momento sin éxito: me han dicho que sí, que crece por mi pueblo, pero aún no he dado con su hábitat, que son (según la elegante metáfora de mi asesor ignotis herbis) los "suelos esqueléticos".

Claro es que, siguiendo mis vicios particulares, lo primero que consideré es el parecido entre el nombre específico de esta campanilla y el genérico de otra planta, también diminuta, aunque menos discreta y más descocadamente bella, el Erinus alpinus.  ¿Qué es en latín erinus, me preguntaba yo, o, más probablemente, en griego?

Acerté con el griego: ἔρινος /é-rii-nos/ se documenta en Dioscórides y, abreviemos, se ignora de qué planta exacta escribe el médico anazarbeno.  En su libro IV, afirma que los romanos llaman a esta planta ocimum aquaticum, que crece junto a fuentes y ríos, con hojas semejantes a las de la albahaca, y que su tallo y hojas están llenas de licor.  Plinio Segundo (libro XXIII, dedicado a vides y frutales) completa la información de Dioscórides: el erinus /e-ríi-nus/ (en latín el acento recae sobre la I larga) crece hasta un palmo, ocimi similitudine (a semejanza de la albahaca), tiene flor blanca, semilla pequeña y negra; al arrancar un ramo, mana copiosa leche dulce; esta planta es utilísima (concluye Plinio) para combatir el dolor de oídos, mezclada con algo de nitro; y sus hojas rechazan los venenos.

Con estos datos, ¿se hace Vd. idea cabal de qué planta se trata?  En ellos se basan quienes definen ἔρινος como "una especie de basílico".

En mi opinión no valen nada las etimologías que circulan por la red construidas sobre la mera semejanza entre el nombre de nuestra planta y las voces ἐρνεος /e-rií-ne-os/ "lanoso" (derivado de ἔριον "lana", voz que ya ha pasado por aquí, a propósito del Eriophorum) y ἐρινάς /e-rii-nás/ "higuera salvaje" o ἐρινόν /é-rii-nón/ "higo borde".

Puesto que ha leído Vd. hasta aquí, estará resignada a oír mis desvergonzadas opiniones (fruto de universal ignorancia) y no le importará que añada una más: creo que la palabra ἔρινος, por ignorancia del significado, estaba disponible como significante, y simple y llanamente algún botánico se aprovechó de esta circunstancia para endilgárselo a un vegetal de modestas proporciones y, probablemente, carente de amistades que pudieran salir en su defensa y afear la conducta del botánico en cuestión.

En realidad, es de sospechar que a la Campanula erinus le pudo aplicar su nombre específico alguien que creyó que ἔρινος podía significar "lanoso" (¿no le dan sus pelillos cierta apariencia lanosa?).  Es una mera suposición, pero razonable.  Ahora bien, ¿qué rasgo de la Campanula erinus explica la comunidad de nombre con el Erinus alpinus?  Si Vd. lo conoce, y quiere ilustrarnos, le doy las más expresivas gracias anticipadas por su colaboración.


Antes de despedirme, quiero felicitar a las asociaciones que cada año (y ya van diez) organizan en Fuente del Arco unas Jornadas Orquilarqueñas, y un paseo botánico, a la busca de orquídeas primaverales.  Creo que se trata del ayuntamiento de Fuente del Arco, Adenex y el colectivo Taxus.  Cada año incorporan al epígrafe de una calle, en esa localidad extremeña, los azulejos de una nueva orquídea, creados por una artista local.  ¡Enhorabuena!


A la hora de ilustrar estas páginas (y la presente lo está más de lo acostumbrado) elegí la foto de arriba, que no es la mejor que tengo de la campánula, pero corresponde al amoroso encuentro, allá en Fuente del Arco.  Mientras tanto, el amigo Daniel me envía la última foto, que mucho me agrada, y tiene además el encanto de haber sido tomada en la fortaleza templaria de Ponferrada, la Pons ferrata o "puente herrada" por la que el medievo atravesaba el bajo Sil.