Me piden unos amigos que hable un rato sobre nombres botánicos, y con esa excusa doy un repaso a estas páginas y me entretengo en reflexiones, cándidas y prolijas, que sería sádico asestar a una audiencia apresada por la urbanidad y las convenciones sociales, pero que impunemente puedo airear en este lugar, de donde al lector le basta hacer un clic para salir corriendo.
La botánica se puede definir, huyendo de lo académico, como la amorosa atención dedicada al vegetal, una atención aguda y perseverante si que quiere avanzar en ello. Claro es que interesa identificar a cada vegetal para su estudio, identificación representada en su bautizo con este o aquel nombre. Cómico sería que comenzáramos por estudiar una prímula y al día siguiente, por confusión, siguiéramos la descripción con una peonía: nos saldría ese monstruo de Horacio, medio pez medio primate. Pero el nombre viene a ser como el paso previo para el conocimiento: la ciencia viene después.
Por eso quise encabezar estas páginas con la sentencia de Bubani: no son los nombres los que hacen la botánica, sino la observación diligente de las plantas, y su exacta descripción. El identificar a una planta con un nombre viene a ser el grado cero del conocimiento sobre el vegetal.
Das nombre a una hierba y ya parece que sabes algo. Si en vez de llamarlo "pino" lo llamas Pinus uncinata, el vulgo te doctora en pinología, y tú puedes pasar del pinito en cuestión y desentenderte de su fisiología, de su modo de enfrentar las dificultades, de averiguar si almacena sus recursos, de conocer cómo seduce a los distribuidores de semillas y, en fin, el número infinito de cosas que ignoras del pino. El principal enemigo del estudioso es la ilusión de saber. El espejismo del conocimiento es, en general, la más insidiosa fuente de error. Si amas la botánica, empieza por conocer las plantas por sus nombres, pero no te quedes en ello.
La ciencia, en efecto, está en los detalles.
Quienes esto lean (imagino serán sobre todo aficionados a las plantas) echarán de ver aquí más de un error, causado por la ignorancia, pues la botánica, como ciencia, necesita la mayor precisión, y por ende una nomenclatura específica difícil, tal vez imposible de poseer con plenitud. Glumelas, úrnulas, bractéolas, sépalos, apomixis, matriclina... Todos estos términos a los profanos nos resultan excesivos, porque miramos a las plantas de lejos, como elementos del paisaje, pero parecen necesarios al fitólogo, que echa mano de la lupa y del microscopio, que acerca sus narices al tubérculo, que contempla la flor por delante y por detrás: otorga, en fin, toda la atención a su objeto de estudio.
Por la misma razón, en estas páginas, que aúnan, en proporción modesta, botánica con filología, los lectores han de soportar a menudo términos abstrusos (aféresis, diptongación, properispómena), y aun así debieran agradecer la contención de quien escribe, pues, si dejase a sus cabras libre el trigo, pasaría el rato entregado a sus objetos favoritos, las interdentales, las aposiopesis, las asimilaciones de grado...
Porque, estando la ciencia en los detalles, el filólogo ha de mirar atentamente las palabras, como atentamente mira el botánico una lamiácea o un abedul.
La observación atenta hará notar que lo llamado pluvia por los romanos recibe entre nosotros el nombre el de lluvia, y del mismo modo al plantago lo llamamos llantén, y de un cubo que los romanos darían por plenus nosotros lo vemos lleno. Llegaríamos así a la importante conclusión de que toda PL- inicial romana resulta en una LL- inicial castellana. A esa observación le daríamos el respetable título de "ley fonética", cosa que nos encanta a los aficionados a las palabras.
Así podríamos observar, viendo que la vita romana es nuestra vida, y un mutus latino es un mudo castellano, y un latus de Roma es un lado de Soria, que toda -T- intervocálica latina da en nuestro idioma una -D-; o emparejando rapidus con raudo, hominem con hombre y dominum con dueño alcanzaríamos a ver que el español ha perdido la sílaba débil de las esdrújulas, la que sigue al acento: así se explica que lo que en latín se decía cálidus "caliente", se diga en español caldo. Obsérvese que el significado también ha evolucionado; se conserva, sin embargo, en cálido, palabra no evolucionada del latín, sino tomada en préstamo.
Bien, este es mi vicio privado, y procuro en estas páginas contenerlo en lo posible. Pero las cabras...