domingo, 22 de noviembre de 2020

Ajo y zafiros en el barro

Por no oír hablar de contagios, mascarillas y autonomías, cambio de canal y doy con el teniente Colombo, astuto policía de serie televisiva: mientras voy comiendo mi platito de alcachofas, él se ocupa en resolver cierto asesinato a manos de un maléfico ajedrecista.  (El intelectual: un malo que abunda en el género policíaco, por lo menos desde Moriarty y Fumanchú: superdotado, matemático, toca el órgano, juega al ajedrez, y es malo, ¡malooo!)

Se me va el santo al cielo pensando en que el otro día, cuando mencioné la correlación entre plebeyez y verduras, pude añadir a la cuenta el símbolo por antonomasia de la humildad proletaria: el ajo.

Ya en la antigüedad el ajo presidía la mesa del pobre, como en la segunda bucólica del mantuano, donde la criada, preparando el modesto condumio del pastor,

                       allia serpyllumque herbas contundit olentes.

Ahí ya está claramente aludido el aroma del ajo, así como en el Moretum (sea o no este poemilla cómico-heroico de autoría de Virgilio): en ambos el ajo es aliño para gente humilde.

Según Font Quer, el ajo es de origen asiático, y la primera cultura que difundió el ajo en el Mediterráneo ("todo el Mediterráneo trasciende a ajo", escribió Camba) fue la egipcia.  He buscado el pasaje de Números que menciona el manresano, donde los judíos añoran el ajo egipcio, y he aquí que está en el capítulo XI, donde suena así, en la traducción de Jerónimo (hablan los judíos, en el desierto):  Recordamur piscium quos comedebamus in Aegypto gratis: in mentem nobis veniunt cucumeres, et pepones, porrique, et caepe, et allia  "Nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, nos vienen a la mente los pepinos, y los melones, y los puerros, y las cebollas, y los ajos".

Y a mí me viene a la mente cómo el pícaro Sancho, para describir la mágica transformación de Dulcinea, no pudo dar mayor contraste con la dulzura de la amada ideal que esta nota cruel:  "Me dio un olor de ajos crudos que me encalabrinó y atosigó el ánima".  El ajo, en su condición de realidad, de verdad fétida y antonomasia de la plebeyez, ahuyenta el ensueño del caballero.

Con la misma antítesis se burla Quevedo de la escuela gongorina, cuando en su Aguja de navegar cultos proporciona la receta para la poesía elegante ("y es probada"):

                       y en la Mancha pastores y gañanes,
                       atestados de ajos las barrigas,
                       hacen ya Soledades como migas.

Cabroncete, pero cómico.

Y eso que el ajo siempre tuvo prestigio medicinal.  La tríaca del pobre, según Galeno.  Quizá por su valor antiséptico, llegó a ser usual contra cualquier peste (y aún en el XIX valía contra los vampiros, en la fábula gótica de Bram Stoker).

Para los viajeros de ese siglo XIX, el sur, y más concretamente España, huele a ajo.  Los ejemplos abundan entre los románticos.  Teófilo Gautier da incluso, para entretenimiento de sus amigos parisinos, la receta del que llama gaspacho, receta "que haría poner los pelos de punta al difunto Brillat-Savarin", y en cuyo brebaje "nuestros perros desdeñarían mojar su hocico" (la receta que da, prácticamente de su invención, suena realmente repugnante, y contiene, por supuesto, abundantes gousses d'ail).  Sea como fuere, Julio Camba, a fines de ese siglo, le da la razón:  "La cocina española está hecha a base de ajo y prejuicios religiosos".

Así que, viendo la serie de Colombo, me ha hecho mucha gracia el episodio de hoy: el detective de la gabardina pringosa descubría que el asesino había comido en cierto restaurante francés... ¡porque su ropa olía a ajo!  Tomad, franceses, de vuestra propia medicina...  El norte desdeña al sur, pero siempre hay un norte encima del norte...

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