Si la filología, ocupada en asunto tan etéreo como las palabras (puro aire al fin), es saber resbaladizo, mucho más lo es la etimología, proclive al resbalón y aun al batacazo.
El problema es que todos, queramos o no, somos etimólogos. Para sustentar nuestra débil memoria, necesaria para hablar, buscamos, aun sin saberlo, el parecido entre las palabras, y hallamos parentescos y filiaciones entre ellas: no en vano se llamó analogía a lo que hoy conocemos como morfología. Esos parentescos forjados, y nuestros fallos de memoria, crean graciosos solecismos, como el de la modelo que ya no estaba en el candelabro, o el edil corrupto que, ignorando quién fuese Esténtor y pensando en la ostentación, decía ostentóreo en lugar de estentóreo.
Ahora bien, si formulamos en serio, y no al calor del discurso, una etimología, deberíamos al menos respetar la gramática y la fonética.
Tengo un ejemplo cercano. La loma entre Tarazona y Borja está documentada desde antiguo como la Ciesma, nombre que le daban los naturales. Pues bien, a un erudito local, en posesión de un latín de sacristía, le ocurrió creer que Ciesma era una deformación de su auténtico nombre, Diezma según él, derivado de Decima, explicable en el hecho de que los pastores subían allá para separar el diezmo del obispo. Tal etimología es absurda desde el punto de vista filológico (¿de cuándo acá D- da C-?, por decir sólo lo más chocante de esa propuesta), pero también desde el sociológico: ¡qué extraordinaria costumbre pastoril, la de subir al otero a clasificar el ganado!
Por tonta que fuera, tal etimología agradó a las autoridades (que ignoran quién fue Tácito pero han visto todas las de Liz Taylor), y en el camino a la Ciesma pusieron el cartel: "A la Diezma". Y lo gracioso fue que la población, en lugar de poner el grito en el cielo, prona veluti pecora, aceptó lanarmente el dictamen oficial y pasó a considerar Ciesma como su propia corruptela. Una vez más gana Humpty Dumpty: no importa qué significan las palabras, sino quién manda aquí.
¿De dónde viene la palabra Ciesma? No se sabe. ¿Tan difícil es reconocer esto? El volumen de lo desconocido es infinito, no nos agobie desconocer una cosa más. Es el error de la educación: enseñamos a conocer, cuando deberíamos enseñar a ignorar (que requiere no poco estudio). Por lo demás, no se preocupe el pedagogo: los alumnos verán salir su ignorancia por todas las costuras. Ahora bien, a las autoridades dales latín y cuentos chinos: como a los de Daroca, que se tragaron lo del tributo anual de la oca en cuanto sonó en idioma del Lacio: dare aucam. ¡Ay, latín, cuántas tonterías se dicen en tu nombre!
No, no basta buscar los parecidos. Un buen estudio etimológico exige un seguimiento histórico de la palabra lo más preciso posible. Naturalmente, eso es lo que el etimólogo anhela, pero a menudo no está a su alcance. Ha de conformarse, entonces, con conjeturas, o, simplemente, con decir con Sócrates y Francisco Sánchez: "No sé".
En resumen: la etimología es ciencia conjetural y muy inclinada a error, y el etimólogo serio debe limitar su aspiración a no decir demasiadas bobadas.
Por último, un malentendido quiero deshacer. El propio término etimología, nacido de la voz griega ἔτυμον /é-ty-mon/ "auténtico", invita a pensar que la etimología provee el "auténtico" significado de la palabra. Pues no. El auténtico significado de una voz depende, ay, del acuerdo de los hablantes y a veces, por lo que vamos viendo, del capricho del señor alcalde: no de la historia de la palabra. Eso sí, esa historia es a menudo muy divertida, y nos enseña no pocas cosas sobre nuestro pensamiento y las circunvoluciones del humano hablar.
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