Un puestecito del paseo expone unos pendientes que encantan a mi acompañante: sencillos, al trasluz brillan hermosamente con un tinte carmín. Me apresuro a regalárselos (así somos nosotros, los millonarios) pero ella se niega: quiere comprárselos por sí y para sí. El vendedor, con identificable canturía rioplatense, explica que están hechos de tagua, una madera americana conocida como "marfil vegetal" por su consistencia y dureza, capaz de torneado, tinción y pulimento.
En casa me falta tiempo para buscar información sobre la tagua. La encuentro en abundancia en la red y, qué extraordinario, también en mi biblioteca. Se trata de una arecácea, una palmera, para más señas una Phytelephas Ruiz & Pav. 1798, que crece en las regiones tropicales de América del Sur, principalmente en Ecuador. Sus frutos, grandes como melones, contienen un cuarto de millar de semillas duras como piedras y por ende ideales, según descubrieron a fin del siglo XIX unos hamburgueses espabilados, para la confección de botones.
La sobrevenida utilidad de sus semillas dio valor, quizá sería mejor decir que dio precio, al árbol de tagua. Su cosecha proporcionó salario a las familias de aquella zona. La explotación creció hasta poner en peligro la supervivencia de estas plantas. El apogeo llegó, según algunas páginas de la red, en torno al año 1930, poco antes de la segunda guerra mundial. Todo esto ya está resumido en la excelente guía de árboles de Ginés López González publicada por Incafo en 1982.
El nombre científico alude al interés humano en el género nombrado, y demuestra que mucho antes que los espabilados alemanes ya Hipólito Ruiz y compañía conocían la excelencia material de las semillas del Phytelephas: pues al primer elemento, el bien conocido φυτόν /fy-tón/ "planta", se añade ἐλέφας /e-lé-faas/ que significó "elefante" y es étimo del nombre que damos a ese gran mamífero, pero sin duda designó en origen al marfil, y no al animal del que se lucra. En efecto, en Homero ἐλέφας sólo significa "marfil", y en este sentido de "marfil" figura en el nombre científico del "marfil vegetal" o tagua.
¿De dónde se sacaron los romanos la palabra ebur con la que nombraban ellos el marfil? Es cosa segura que fue un préstamo, como en griego la propia voz ἐλέφας, y luego elephas misma en el habla de Roma. Ahora bien, si el préstamo es de Egipto o de Oriente, como pretenden unos y otros, no es cosa averiguada. Más seguro parece que los árabes llamaron fîl al elefante, de donde viene el nombre del oblicuo alfil (cuya prístina figura era la de un elefante indio) y, claro está, nuestra palabra marfil, que en lengua arábiga suena algo así como hazm al-fil y significa "hueso de elefante".
De la precaria conservación de aquellas palmeras amazónicas se hacía eco Francis Hallé en su Elogio de la planta (Libros del Jata, pág. 22 s) con estas palabras: "La sustitución del marfil de elefante por marfil vegetal se ha anunciado como un triunfo de la ecología. Pero ¿quién se preocupa por el futuro sumamente sombrío de las palmeras que producen ese marfil vegetal... esas extrañas Phytelephas del sotobosque de la Amazonia occidental...? ¿Y por qué es preferible que desaparezcan esas palmeras en lugar de los elefantes?" (p. 22s). Preguntas razonables, digo yo.
Ahora hay en Ecuador programas de recuperación y aprovechamiento de las Phytelephas. En un video de yutube explican unos estudiosos de Ecuador cosas sorprendentes, como que las inflorescencias de estas palmeras experimentan un aumento de temperatura para potenciar, se cree, la llamada al insecto polinizador.
La especie Phytelephas aequinoctialis fue descrita por Spruce y publicada en 1869. En el hermoso librito sobre Spruce de Pachi Heras y Marta Infante (también en Libros del Jata) se encuentra una graciosa anécdota sucedida al botánico inglés (pág. 184): éste había recogido frutos de una especie afín (Phytelephas macrocarpa) con intención de estudiarlos y describirlos, pero le madrugaron sus auxiliares indios comiéndose, parece que con plena satisfacción, las muestras recolectadas. "Nunca volví a ver una yarina en buen estado", lamenta el inglés. Yarina llama él a esta palmera: seguramente así la llamaban los indígenas.
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