Me había propuesto escribir hoy sobre no sé qué, pero me he levantado perezoso y con ganas más bien de echarme al monte, en este día radiante, tras tantos nublados y pasados por agua. Además, llevo casi tres semanas sin conexión con el mundo, quiero decir con esta red electrónica que llaman internet (ahora tengo fibra óptica, ojo al parche) y me he desacostumbrado de estas páginas y de aventar en ellas mis ocurrencias; se me hace cuesta arriba uncirme al carro.
Cosa curiosa, la falta de conexión no me ha afectado, salvo en un aspecto: hacía meses no buscaba otras páginas y, justo cuando no puedo, me acuerdo de las maravillas que podría consultar, de momento inaccesibles. Así que apenas vuelve la línea me lanzo a ello, y empleo casi un día entero en leer a otros amigos de la red, indecentemente abandonados. ¡Qué hermosas cosas se publican! El diario de Romà Rigol, por ejemplo, qué rico no sólo en finas observaciones naturales, sino también en sabias reflexiones, y aun en elegantes epifonemas: Cal aturar-se. Passar és una forma de fracàs. ¡Ay! ¡Cuán cierto! Aunque qué otra cosa somos, sino efímeros pasajeros.
Últimamente ha crecido el número de visitantes de Latín y botánica. No por presunción, sino porque es verdad, aseguro que me bastaría con un lector o un par de ellos (y a poder ser no muy atentos). El que muchos lean, sin duda más entendidos, más es freno que acicate. Gracias, en cualquier caso, a todos los visitantes. Claro que quizá, en lugar de este agradecimiento formal, debería aportar algo de sustancia... Ay, pero si uno se levanta vago, no hay tu tía...
Hala, al monte.
¡Y qué monte! ¡Qué exuberancia! Sangüisorbas grandes como alcachofas, llantenes hasta la cintura, estipas que agitan al viento sus espigas plateadas, como agujas de luz. Cielo azul, sin una nube. Y al fondo, un Moncayo glorioso, ¡con mucha nieve aún, lo nunca visto a finales de abril, en este balbuciente milenio!
Recorro unos cerros cercanos a la Ciesma, aterrazados de tiempo inmemorial, aunque la mayoría de las hazas chicas las abandona ahora el agricultor y las ocupa la flora silvestre; los oscuros trigales sólo campan donde se explaya la máquina en extensión acomodada a su tamaño.
¡Qué contento está el vegetal! Me parece que incluso los pálidos alhelíes de Mattioli están más subidos de color, y en lugar de cárdenos grises ostentan unos tonos vinosos, casi alegres. A su lado, los astrágalos extienden radialmente sus espigas rosa y carmín. Rabanizas, amarilleras, pequeños heliántemos amarillos, muscaris... Me entretengo en recordar sus nombres, que vienen cuando quieren, o no vienen.
La pista agrícola se corta de pronto: la han arado, uniendo los campos que la flanqueaban. Obligado a pisotear el trigal, o a lanzarme por la ladera, tomo la segunda opción y desciendo por los rellanos y taludes que hacen de este otero una escalera. En uno de ellos los glaucios cornudos compiten con los adónides a cuál ostenta más regio color bermejo. Algún ejemplar, adelantado a sus contemporáneos, ya es todo cuernos, algunos de casi veinte centímetros.
Una finca extensa y plana, pero de mal acceso para el tractor, se ha convertido en denso tomillar, sobre el que tienden un manto de rumor miles de abejas. Tomo una ramilla florida con tan mal acierto que una de estas laboriosas se enemista y me pica en la frente.
Abajo, por la vaguada, corre la pista principal; a su vera, donde no hay trigo, pululan, como siempre, esas crucíferas erucoides que aquí llaman albianas, sin duda por nevar los campos, cuando proliferan sin competencia. Sus flores también las visitan las zumbadoras abejas: de cierta distancia ya huele a miel. También la cuscuta está contenta, cubriendo acá y allá a sus víctimas. Las candileras, muy altas, tiran ya los capullos: se ve que no piensan aguardar a sanjuán para desplegar sus bostezos amarillos.
Siguiendo la pista llegaría a la carretera y en dos o tres quilómetros alcanzaría por ella el paradero del coche. Pero, por no pisar asfalto, sigo otra pista que asciende por la loma, aunque es poco prometedora (tiene mucha hierba, y no de la que gusta ser pisada). En efecto, pronto se pierde y me veo obligado a trepar por un terreno de roca. Con placer, porque no abunda, encuentro un corro de teucrio algodonoso.
Arriba llego a un amplísimo trigal: hay que bordearlo. Me pica la frente. Me ha salido un bulto notable: por culpa de la abeja soy ahora mas corniculatus que el glaucio, y no sé si igual de colorado. Al ver correr un corzo, ladrando, caigo en la cuenta de que no he visto animal ninguno en todo el recorrido, excepto pájaros e insectos. ¿Dónde están los humanos? ¿Estarán quizá celebrando a Jorge, el sauróctono? ¿O con el transistor en la oreja, oyendo el discurso de Pombo?
Cuando llego al coche repaso lo visto. Ni una orquídea. No habré mirado bien.
Ya conduciendo de regreso compruebo que la humanidad no se ha extinguido: una docena de ciclistas pedalea sin parar de darle a la húmeda. ¡Qué tertulia sobre ruedas! Visten elegantes conjuntos de colorines, gafas marcianas, cascos aerodinámicos. Si no es la serpiente multicolor, al menos una lagartija policroma y charlatana.
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