jueves, 25 de julio de 2019

Géneros imperiales II

Otro botánico al que tocó vivir la revolución fue Pedro de Ventenat, con azares biográficos muy propios de la época, si bien fue su vida menos agitada que la de Palisot de Beauvois.

Étienne Pierre Ventenat (o de Ventenat) nació en Limoges en 1757 y siguió la carrera eclesiástica (una de las vías, aún en el siglo XX, para escapar del azadón y la pala): el muchacho era listo y no le fue mal, pues llegó a dirigir la biblioteca de Santa Genoveva, una de las grandes instituciones culturales de París.  Sin embargo, cabe deducir una débil vocación eclesiástica, ya que apenas tuvo ocasión colgó los hábitos y regresó al estado laico.

Para entonces ya se había interesado por la botánica, y a ella se consagró en lo sucesivo.  En 1792 publicó un ensayo sobre los musgos, y un manual de botánica un par de años después: en frimario del año IV (diciembre de 1795) ingresó en la Academia de Ciencias.  Pero llegó a la cumbre cuando tropezó con una ardiente moza caribeña llamada María Josefa Rosa Tascher de la Pagerie.

Como es sabido, Napoleón Bonaparte quedó prendado de Rosita Tascher (a quien la guillotina acababa de dejar viuda del general Beauharnais) y casó con ella en marzo de 1796, justo antes de partir para la campaña de Italia que lo acercaría al poder.  Los amantes de su señora habían sido tantos (incluido el ministro Barras, el que lo enviaba a Italia) que, según se dice, Napoleón prefirió llamarla Joséphine en lugar de Rosita, nombre de flor que había pasado por demasiadas bocas.

Apelativos aparte, nadie podía dudar de las aficiones botánicas de la señora Bonaparte, pues al palacete comprado en 1798, la Malmaison, lo rodeó de invernaderos para vegetales exóticos (ante todo los de su isla natal, la Martinica) y creó una rosaleda (en honor a su nombre) que era la admiración de París y el orgullo de su propietaria.

Ahí es donde se cruzan los destinos de Pedro Ventenat y Josefina Bonaparte.  Ésta quiere editar un libro que encarezca la riqueza botánica de la Malmaison, y solicita para ello al mejor ilustrador florístico de París, Pierre Joseph Rédouté, y al botánico de moda, el amigo Ventenat.  He aquí el origen de uno de los libros más caros de la historia botánica, Jardin de la Malmaison, editado en París, con tiradas reducidísimas, exclusivas, en varias entregas entre 1803 y 1805.  En medio de ellas, Josefina pasó de señora Bonaparte a emperatriz de los franceses.

(Odio las ediciones de lujo promovidas por el poder y que se reparten entre sí los colegas de la pomada.  He visto la Historia de Plinio, una edición de quitar el hipo, en el anaquel de un caballero que silabea al leer; y un facsímil precioso del Herbario unibersal de Egenolff, editado por el gobierno de Navarra, protocolariamente regalado a una señora que no distingue un pino de una margarita.  A la señora la perdono, porque a su vez me hizo donación de su ejemplar del Herbario.  También Napoleón Bonaparte regaló el carísimo Jardin de la Malmaison... ¡al padre de su segunda esposa!  Fino diplomático.)

Ese mismo año 1804 en que Josefina se vio coronada, Pierre Ventenat describió una planta aromática australiana y la bautizó Calomeria.  ¿De dónde este curioso nombre?  Era una adulación sutil: como la Napoleonaea de Beauvois, pero más discreta.  ¿Quién iba a adivinar que, significando καλός /ka-lós/ "bello", y μερίς /me-rís/ "parte", aludía la Calomeria amaranthoides a la "Bella parte" o (vista la confusión nativa de Grecia entre bondad y belleza) a la "Buena parte", esto es, a Bonaparte?

Ese detalle semántico de καλός "bello" y, por ende, "bueno", no debió de tenerlo en cuenta el señor Mordant de Launay (o Delaunay: más o menos contemporáneo de Ventenat, a él está dedicado el género Launaya, luego llamado Launaea), porque sustituyó el género Calomeria (no he logrado averiguar en qué fecha o en qué condiciones exactamente) por el equivalente semántico Agathomeris (ἀγαθός /a-ga-zós/ "bueno", luego Agathomeris = Bonaparte).

Después del cálido homenaje al jefe, Ventenat, claro es, no olvidó homenajear a la jefa: y así bautizó a la Josephinia imperatricis, una pedaliácea de lindas flores, también australiana, cuyo nombre no requiere explicación.


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