Se me acumulan asuntos, y cada día estoy menos disciplinado. Respondo ahora a un par de cuestiones pendientes, a propósito de algo que escribí aquí. Una de ellas es de contenido botánico, pero la otra es de orden general, de historia de la lengua, y por tanto no corresponde enteramente a estas notas. Sin embargo estoy, o más bien soy, poco disciplinado (lo advertí de buen comienzo) y además confío en que no carecerá de interés para alguna lectriz o algún lector de estas páginas.
La primera cuestión es relativa al adjetivo laevigatus que anoté hace unas semanas. Habiendo mencionado el adjetivo levis (con I larga; en botánica ortografiado laevis), habría sido oportuno indicar que, junto a los géneros con específico laevigatus (o laevigatum, o laevigata), existen otros cuyo específico es laevis (o levis: "pulido"). Así ocurre con la Jasione laevis, de lindas flores azules, o con el Ulmus laevis u olmo blanco o temblón que tengo visto, me parece, en Asturias.
También se llamó laevis, y aun laevigata, la que ahora más bien llaman Cordia sebestena, un arbusto o arbolillo cubano que encuentro entre mis papeles, he olvidado por qué. Por la wiki me entero de que Lineo dedicó este género al agrostólogo alemán Valerius Cordus, o Valerio Cordo, muerto en Roma con veintinueve años, en 1544, de los efectos combinados de la malaria y la coz de una caballería. Triste final de un botánico del que tengo ahora primera noticia, así como de la palabra agrostología que por lo visto nombra la especialidad en poáceas. Se me hace raro no haberla oído antes, rodeado como estoy de competentes agrostólogos (o graminólogos). En la grama queda todo, pues Teofrasto llama ἄγρωστις /á-groos-tis/, al parecer, al Cynodon dactylon.
La otra cuestión parte de la observación de un amigo que pone en duda (finge poner en duda) la vaguedad o imprecisión de las palabras, vaguedad que tan a menudo señalo, y que de sobra conoce quien se vea a menudo forzado a consultar diccionarios. En lugar de argumentar, pondré un ejemplo de desplazamiento semántico que me hace gracia por ser, a su vez, un curioso desplazamiento indumentario.
La voz latina calx designa el talón, esto es, el extremo posterior del pie, sólido y mullido a un tiempo, útil para chafar (calcare: por ejemplo uvas, ya que estamos en la temporada) y protegido por el calzado (calceus). En latín calx también significa "piedrecita" y "cal", de ahí calculus "chinita", calculare "hacer cuentas con chinitas", etc. Pero no se me despiste, amigo; céntrese: estamos en calx con el valor de "talón del pie".
Nada tiene de extraño, pues, que un sustantivo derivado de calx, esto es, calceus /kál-ke-us/ designe lo relacionado con esa parte del cuerpo, y en particular el calzado. Dirá usted, ¿y por qué no los calcetines? Primo, se afirma que los romanos no usaban calcetines; secundo, los romanos usaban unos pedules (la voz deriva de pes "pie") que bien pudieran ser calcetines, aunque se discute si fueron zapatillas o polainas... Pero céntrese, amigo, no se me despiste: estamos hablando de calceus, y calceus designó si duda el vestido del pie, y ya en alta edad media encontramos la voz calcea para designar las calzas (palabra ésta que deriva de aquella), variante de los calcetines cuya moda introdujeron en el sur de Europa, se dice, los germanos, gente bragada pero friolera de pies.
Y vamos a ver, si el frío aumenta, ¿no es lógico que las calzas crezcan en grosor, y suban en altura? Claro es que las calzas no suben ni bajan, no se estiran ni se engordan: debe usted imaginar que no hablamos de estas calzas o aquellas, sino del calcetín abstracto, del calcetín histórico, de la idea Calcetín, y ha de verlo usted subir o bajar haciendo uso de su fantasía y contrayendo a unos instantes el paso de los años y de los siglos, como cuando la pantalla muestra pasar las nubes de todo un día, rápidas, atropelladas, en sólo unos segundos.
Pues bien, ya puestos en situación, imagine usted que el clima empeora (hay sospechas de que el cambio climático no es cosa de ahora): qué más lógico que con el aumento del frío la calza medieval trepe por la pierna: hela ahora por la rodilla, hela subiendo un poco por el muslo... Quizá viene un período cálido y desciende de nuevo y se aliviana, pero, ¡cuidado!: llega una pequeña edad del hielo y héteme la calza de nuevo ascendiendo, ascendiendo, he aquí que rebasa el muslo, se aproxima ya a esas regiones de interés que la pudibundez llama nobles y saluda con la expresión salva sea...
Ojo, amigo, no se me despiste: céntrese en la prenda, las calzas: ha visto que, con el paso de los tiempos, ya no protegen sólo el pie, sino la pierna entera, y aun las nalgas y sus alrededores. Unas calzas tan crecidas, tan elevadas, ¿acaso no merecen un respeto, un título más autorizado, una designación más rotunda? Cierto, y helas aquí enriquecidas con el aumentativo, y hechas calzones.
Dice Corominas que en el siglo XVI dividióse el calzón en dos prendas, una arriba (el calzón propiamente dicho) y dos abajo, las calcetas. En esto mi confianza en el sabio lexicógrafo no es ciega; no obstante, es fácil comprender que para verano o entretiempo se usaran calzas más ligeras, y menos elevadas: ahí tiene usted las medias calzas, esto es, calzas modestas, calzas muy miradas, que no aspiran a las etéreas regiones del culo, y se quedan a mitad, en esa región donde nuestro cuerpo es dual: pongamos que se quedan a medias, y sólo llegan a las corvas o a las rodillas. Esa expresión, medias calzas, explica que, decapitado el sustantivo, aparezcan las medias, nombre que entre los peninsulares designa una prenda femenina, pero también se aplicó al viril calcetín, y no me desmentirán los porteños, que aún hablan de medias en lugar de calcetines (y los lameculos reciben allí el nombre de chupamedias).
Ahora bien, yo contemplo a nuestros ancestros, sean medievales o renacientes, con esos hermosos calzones de tobillo a cintura, como los que lucen los bandidos del Oeste en sus ratos de asueto, y nada me cuesta imaginar cómo, emancipados del pie, pueden los calzones acortarse, de nuevo de abajo arriba, y cómo el extremo inferior se aleja, paulatinamente, de los tobillos, de modo que ya sólo cubren de cintura a rodilla, ya de cintura a medio muslo, ya se acortan más aún (vamos llegando a los tiempos modernos) y ciñen sólo el espacio entre cintura e ingles... ¿Tan menguadas prendas merecerán aún el noble nombre de calzones? Nada de eso: del viejo aumentativo saquemos un diminutivo, y héteme inventado el calzoncillo. ¡El diminutivo de un aumentativo! Cosa más tonta. Pues así es el idioma.
Velay: una palabra que aludía al calcañar acaba designando una prenda colgada un metro más arriba. ¿Podrían esos curiosos cambios producirse si los significados de las palabras fueran precisos e invariables? Dejo al amable lector, a la lectriz curiosa, el cuidado de reflexionar sobre este grave problema.
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